"Qué importa el sueño, que a mis pupilas roban las mentidas horas de bailar sin calma.
¡Qué importa el miedo de dar la vida!, si encontrara el beso que me pide el alma"
A propósito de su muerte (tan simbólica, tan adolorida, tan sacrificial) reví una película Los dos Papas de Fernando Meirelles por Netflix.
Si la primera vista me había gustado, ésta me conmovió. No sólo por la deslumbrante actuación de Jonathan Pryce en el papel del compatriota que murió el lunes en Roma (Meirelles le dio revancha y supo interpretar con un talento descomunal a un argentino célebre, para que nos olvidáramos de su horrendo Perón del no menos horrendo musical en el que Madonna canta No llores por mí Argentina) sino por el tono del filme y, como dije, las actuaciones.
Hay un diálogo inicial entre el todavía cardenal Bergoglio, con el valetudinario papa Benedicto XVI (Hopkins, haciendo todo bien, como siempre), mediante el cual el alemán le consulta si era cierto aquello que, como le habían alcahueteado, bailaba tango. A la respuesta afirmativa, quiso saber más: si el baile lo hacía acompañado. Bergoglio/Pryce, midiendo las palabras, contestó que en efecto así era puesto que debía respetar mi reputación de bailarín.
Era porteño y bailarín. De tangos, para más datos.
Espero no caer en la deformación que nos empuja a embellecer a las personas muertas, por el hecho de haber fallecido. No lo creo, no obstante me tranquilice no empeñarme en posturas que, por patéticas, corroboran aquello de que bruto y culto, dos veces bruto. Esto último en relación con ciertas opiniones ligeras de algún atontado que no evaluó (quizá por el duro trance que atraviesa, aunque a tono con el empaque repelente de toda su vida) que a mucha gente podrían joderle comentarios de una banalidad tan idiota, que volvían sobre cuestiones tan remanidas acerca del rol histórico de la Iglesia Católica y otros hallazgos propios como el descubrimiento del agujero del mate. Allá él y ellos (por quienes han dejado caer tonterías por el estilo) a quien, por respeto, no voy a nombrar.
Vuelvo a lo importante de estas reflexiones sin importancia.
No creo que tengamos perspectiva para evaluar el alcance y la significación del legado del porteño muerto en Roma el lunes pasado. Sí, que en este caso, hemos perdido como nación una oportunidad irrepetible. No es la oportunidad de una entrada de dólares por tal o cual cosecha, por la explotación de Vaca Muerta y otras reflexiones propias de nuestro ser fenicio, sino por el significado que tuvo que una persona que nació y vivió casi toda su vida en Buenos Aires, haya sido jefe de la Iglesia Católica.
Que tomó cafés en boliches donde quien escribe y quienes leen se tomaron alguno también; que apoyó el traste en asientos de colectivos y subtes en los que viajamos; que respiró este aire, que vio las mismas constelaciones en el cielo que nosotros; que oyó las mismas audiciones de radio, vio los mismos progamas de televisión, leyó los mismos diarios. Una persona que se rió de los mismos chistes; disfrutó de las comidas, los postres y las infusiones que aquí nos gusta disfrutar. No vale la pena caer en detalles, pero en mayo de 2003 me lo crucé en la calle y hablé con él. Porque el porteño y bailarín, callejeaba.
Una persona formada en el seno de la cultura que nos ha moldeado como seres humanos a quienes nacimos y nos formamos acá durante doce años fue referente principal de una religión en la que creen miles de millones de personas a lo largo de todo el planeta.
Y nos lo perdimos.
Tuvimos pruritos. Era peronista (nunca quedó tan claro el alcance de esa patología que sufren tantas personas por aquí), había colaborado con los milicos (levantando el dedo admonitorio quienes no sobrevivimos ese tiempo ruin y tantos que habiéndolo vivido no hicieron nada que los justificase ante una matanza portentosa y atroz), tenía simpatías con el comunismo (tan luego), era mataputos (sin reparar en que luego revisaría ese temperamento) y algunos, porqué no, por su condición de hincha de San Lorenzo, por incomprensible que sea ello para quien escribe.
Por algo de todo eso fue rechazado y juzgado. Por nosotros, que venimos haciendo de este país, de esta sociedad, el espectáculo horrendo, dantesco con el que nos chocamos cada día. Todos, todas, sin excepción y con diversos grados de responsabilidad contribuimos a toda esta mierda que el porteño y bailarín denunció. Con todas las letras.
Por eso se lo rechazó ante tanta lágrima de cocodrilo. Fue él quien hizo todo (me consta) para que la Villa 31 sea bien visible en La Recoleta. Fue él quien insultó con la ira que Jesús tuvo en el mercado instalado en el Templo de David a "esta ciudad pecadora, casquibana (expresión tanguera como pocas) que necesita llorar".
¿Cuántos de sus jueces (entre quienes me incluyo) recharían el lujo que uno de los puestos más relevantes del mundo le aseguraba? ¿Cuántos de nosotros, sus jueces, hubiéramos enfrentado a la muerte como lo hizo él, el último día de su vida, en cumplimiento de un gesto que consideraba trascendente? ¿Cuántos de sus censores, nosotros, hubiéramos tenido el coraje de reveer viejas convicciones, para pedir perdón y acercarnos a nuestros adversarios de ayer, para cumplir aquello de perdonar a quienes nos ofenden?
Fue un ser humano. Por tal, agrietado por las contradicciones del alma huma. Fue un pecador (él era el primero en reconocerlo). Pero nadie, en este tiempo tan horrendo, tan ruin, tan desesperanzador, supo y pudo enmendar errores propios y legar una obra que transcenderá, por muchísimos años, a su tiempo.
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