sábado, 30 de octubre de 2010

Despedidas


Todo reconoce un nacimiento, un desarrollo y un final.

Tenía pensado escribir estas líneas hace tiempo, pero no pude hacerme un hueco, que ahora lleno con estos (nuevos) delirios.  La clausura de esta experiencia, aunque solitaria y tozuda, vivificante –tal el caso mío, al menos- y dolorosa también que ha significado este espacio llega a su fin. Noticia que no es tal, dado que sólo me involucra, no obstante los pocos –aunque muy buenos, buenísimos seguidores de este espacio- merecían una explicación acerca de la decisión que tomé de dejar de compartir reflexiones, sensaciones, alborozos, temores en este lugar.

Dirime este final otro, de trascendencia bien que distinta: el de la vida de un presidente argentino que a los hijos bien nacidos de este país nos apenó, con una intensidad acorde a la adhesión a su figura, a la de su esposa presidenta, al proyecto encarnado por ambos.

Si Mario Wainfeld en su sentida despedida de la edición de Página/12 del jueves 28 de octubre comparte un abrazo con todos aquellos que a su vez compartían con él la pena por la muerte de Néstor Kirchner, desde este lugar austero tributo mi más profundo desprecio a todos aquellos que sintieron alegría con esa muerte.

Mucho se escribió y se dijo sobre Kirchner y dado que nada nuevo o mejor se vertebrará desde aquí, me quedo con el dato insidioso, socialmente e íntimamente patológico de aquellos que se  alborozaron con su muerte, que como bien predica Verbitsky en la citada edición de Página, viene a actualizar la tradición de los militantes del “Viva el cáncer”, cuando la muerte de Eva Perón.

Expresiones que evocan y renuevan la cultura política del gorilismo depredador y destructivo, cuya vigencia advertimos en este espacio.

Muchos, con mejor o peor leche, me pidieron explicaciones por mis juicios, por mi adhesión crítica al gobierno de la presidenta Cristina Fernández, no obstante algunos de ellos no puedan explicar la suya de toda una vida, allá ellos.

Me cuestionaban que siendo radical –aunque supieron combatir a Raúl Alfonsín con pasión- apoyara a este gobierno –en principio- de signo diverso. Como me conocen, algunos insinuaban –no se atrevían a expresarlo, saben quienes consultaron el lamentable intercambio sobre Firmenich que tengo poca tolerancia al agravio injusto- un móvil acomodaticio en esa decisión. No necesito explicarme ni rendir cuentas a nadie, sólo que la muerte de Néstor Kirchner, la viudez de su esposa presidenta motivan algunas reflexiones íntimas que comparto con los amigos.

Los funerales invitan al balance y en el caso de una personalidad política, ese repaso trasciende la intimidad de cada uno, compromete otras variables, supone consideraciones que nos involucran al colectivo social. Conmueven y resignifican a la persona y al tiempo que les tocó vivir. Traslucen grandezas, mezquindades o hipocresías de sus adversarios, reafirman amores y odios.

No puedo evitar la evocación de los funerales de Alfonsín –evento reflejado en este espacio-, en especial desde la “universalidad” del dolor que se dijo se sentía, a las manifestaciones compungidas de ilustres y desconocidos que se manifestaron compungidos con su deceso.

En aquella despedida de otro gran presidente argentino, subrayo las presencias de Julio Cobos y de Hugo Biolcatti, los editoriales lacrimosos de los diarios “La Nación” y “Clarín”, los tres últimos reviendo posturas de enconado desprecio a Alfonsín durante su mandato. Para escándalo de la memoria de mi querido Gallego, “Clarín”, medio que muchísimo hizo por su fracaso, decidió incluirlo entre las figuras nacionales dignas de ser rescatadas en el marco de una ramplona retrospectiva de biografías de personalidades célebres del Bicentenario argentino.

Nadie expresó odio hacia Alfonsín. A lo sumo, Hebe de Bonafini destacó –con un rigor que me consta- que en su despedida no se vieron pobres. Que sobraron –me consta igualmente- en los recientes funerales de Kirchner.

Decía de Alfonsín, que sus enemigos lo despidieron con palabras de doloroso respeto. Visto en retrospectiva, azorado por la alegría de algunos en estos días de duelo, infiero que este odio y aquel respeto, determina la imposibilidad en el radical difunto de conmover privilegios de aquellos que expresaron su pesar hipócrita; condición bien que opuesta en el peronista.

Había dicho que nada diría sobre Kirchner, porque mucho se había escrito, aunque comparto un recuerdo con los amigos, que en alguna medida ha contribuido–aunque no de manera exclusiva- a dirimir mi postura de identificación y adhesión política con su proyecto.

Creo que algo escribí. En todo caso, me siento compelido a hacerlo una vez más. El padre de mi padre, un paraguayo autodidacta que correteaba locales comerciales, salió a cumplir con su trabajo de todos los días un jueves desapacible de junio de 1955. No se supo qué gestión lo había llevado al centro de la ciudad el mediodía de ese jueves, sólo que en ese trance una ráfaga de ametralladora lo partió en varios pedazos. Calculo que habría ido a protegerse de las bombas que la marina de guerra antiperonista descargaba sobre la Plaza de Mayo y alrededores. Lo cierto es que su partida de defunción da cuenta de “múltiples impactos de bala” en su cuerpo.

Desde chico supe de la muerte del abuelo que no conocí en tales circunstancias. Con el tiempo comenzó a llamarme la atención –a partir de una reflexión de la hija menor del paraguayo, mi Tía Mary, a quien quiero mucho- por qué mi padre era antiperonista. Cómo era razonable que quien viera signada su vida por esa muerte cruel compartiera –de alguna manera- el ideario de los asesinos de su padre. Que odiase tanto a Perón, cuando de ese odio se explicaba esa muerte lacerante. Al final de su vida –moriría en tiempos de De la Rúa, tal vez eso explique mucho- me propuso una mirada más comprensiva para el peronismo, como crítica del radicalismo, partido en el que creyó tanto.

Con el tiempo mi sorpresa transitaba por otro andarivel más complejo, menos explicable: el sentimiento de vergüenza que sentían los hijos del paraguayo –que seguramente habría sentido su viuda- a causa de esa muerte. Inconcebible, aunque razonable desde los años que siguieron la caída de Perón, a poco del bombardeo sería derrocado por un movimiento autodenominado “Revolución Libertadora” que distinguiría a los asesinos del paraguayo como héroes de la libertad y barrería bajo la alfombra de la historia a tantos muertos y mutilados. Constante mantenida (va de suyo) por las dictaduras militares subsiguientes y por diez gobiernos constitucionales (seis de ellos, peronistas) que se sucederían hasta junio de 2005.

Mes durante el cual se cumpliría medio siglo de esa masacre, anticipatoria de otras tantas. Ocasión que el presidente Kirchner consideró apropiada para evocarla, para quitar la vergüenza a los deudos de los muertos ignorados durante ese lapso y asumirla en tanto Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. Estuve ahí, a pasitos del Salón Blanco. Con mi madre y mi hermana decidimos que quienes debían asistir en ese ámbito eran las hijas vivas del paraguayo muerto. No obstante, escuchamos el discurso. Oí al presidente pedir perdón. En su calidad de jefe máximo de las Fuerzas Armadas, pero en especial por la ignominia de tantos años de olvido.

Al finalizar el acto entramos al Salón Blanco, única ocasión en la que pude ver de cerca del presidente que se acaba de morir. Sería la emoción, pero no lo vi tan feo como pensaba, estaba feliz, entusiasmado, compartiendo fervores con un grupo de jóvenes presentes al efecto. Los abrazaba con ganas, se sentía a sus anchas. Quise decirle algo, me miró de soslayo, sin darme mucha bola. A quien sí escuchó fue a mi tía Rosa.

No acostumbro a releerme, pero al escribir esto último, recuerdo haber consignado la experiencia en otra entrada, a la que me remito. Sólo destaco lo que entonces me impresionó: el interés de Kirchner en mi tía Rosa y en lo que le decía. No creo que nadie sea capaz de fingir en una situación como la que generó Rosa y de hecho, Kirchner se conmovió con sus palabras. Le interesaba lo que Rosa le confiaba.

Tres años después, su sucesora, Cristina Fernández inauguraría un monumento en los jardines de la Casa de Gobierno. Está en la zona donde pronto se inaugurará el museo de la Aduana Taylor, detrás de la sede presidencial, hacia el Paseo Colón. En la base del monumento se consignan los nombres de las víctimas de la barbarie, entre ellos el de José Horacio Garcete, el paraguayo muerto por la metralla asesina de los enemigos de Perón. A fines de ese año, se promulgará una ley compensatoria para los descendientes de las víctimas de ese evento.

La emisión del programa 6-7-8 del día de la muerte de Kirchner convocó a un grupo nutrido de mujeres y hombres de la política y el arte que querían decir algo en homenaje del muerto o tan sólo, sintieron la necesidad de compartir un espacio común en esa noche de tristeza colectiva.

Entre quienes hablaron, la Tana Rinaldi dijo algo que me llegó: “vengo a despedir a un tipo que me dio vuelta la cabeza”. De alguna manera, eso me pasó a mí. No soy el mismo desde la llegada de Kirchner a la presidencia: por sus aciertos, por su apuesta, por sus convicciones y su obra, no me reconozco en aquel joven radical que cultivaba la cachaza antiperonista.
Me considero ahora parte de este modelo, en especial de este gobierno, y quizás movido por la conmoción que el funeral de su mentor auspició lo declaro, para dejar constancia, para que los íntimos me lo recuerden ante algún desvarío futuro. Paso a las filas del sector político que encarna este modelo, con observaciones, críticas y objeciones bien que de estilo, de forma. La coincidencia con el fondo de lo que se propone, el desafío que la muerte de Kirchner invita, no deja espacio para la exquisitez política o ideológica, para el disenso de irresponsabilidad achampañada.

Toda apuesta supone un riesgo. Quién sino yo puedo dar fe de ello: voté a De la Rúa con entusiasmo, creí en él. Vaya si me equivoqué.

Tal vez este sea un nuevo error, el tiempo lo dirá, sólo que –remitiéndome a lo anterior- me sentiría repugnante apelando a las medias tintas, se vienen horas difíciles y hay que estar donde se debe estar. Adentro. Con lo mucho bueno y lo mucho malo, pero dentro del espacio.

Decía de apuestas y del tiempo como juez inapelable del acierto o del error en la decisión. Sólo que en este caso me equivoco cantando. Porque me equivocaría con Estela Carlotto, con Tito Cossa, con Alejandro Dolina, con Federico Luppi, con Norberto Galasso, con Horacio González, con José Pablo Feinmann. Con tantos y tantas. Lo elijo y asumo el riesgo, a un eventual acierto con Cobos, con Bergoglio, con Biolcatti o con Carrió. Con tantos y tantas.

Y desde luego que me equivoco feliz con la Cuqui, mi hermana. Con mi Vieja que a los 64 años es un ejemplo de coraje cívico. Que repasó conductas y convicciones. Y está. Y apoya. La quiere a Cristina demasiado –no sé si hay gente que la quiera tanto-, pero estoy con ella. Que me alienta y me persuade en el imperativo de equivocarme con el proyecto.

Me despido entonces.

Tengo mucho para escribir esta vez bajo mi nombre y apellido reales Horacio Garcete, Andrés Galván es un homenaje a mi amado Gordo Soriano.

Hasta cualquier esquina.