sábado, 18 de diciembre de 2021

José Pablo, qué le puedo decir.


Fue a finales de 2019. Días antes había asumido Alberto Fernández.

No sé bien porqué me inscribí en un curso que José Pablo Feinmann dictaba en su casa. 

Eran (serían) cuatro encuentros, dos en diciembre de ese año, otros dos en enero de 2020. Sabía que no concurriría a los dos últimos, por esa costumbre de pasar los fines de año en Mar del Plata. 

El deparamento, amplio y muy venido a menos, quedaba sobre la calle Azcuénaga, a metros de la Facultad de Medicina.

En lo que sería el living: tres o cuatro hileras de sillas prolijamente dispuestas, un sillón vacio al frente y de fondo, un piano. 

Sobre ese lugar donde para poder ser leídas se apoyan las partituras en los pianos, que debe tener un nombre que desconozco y no me interesa averiguar, una desplegada de Gershwin, debilidad máxima del maestro que aguardábamos con ansiedad, unas 25 personas.

Era una tarde de calor, no bochornoso, pero que apretaba, que pretendía ser aplacado por un ventilador de techo (sabios, los habitantes de esa casa no se torturaban con las mieles de los siempre abominables aires acondicionados).

Al ratito, con enorme dificultad, hizo su entrada el maestro-anfitrión. 

Me costó reconocerlo. Lo había visto en televisión con las ostensibles estigmas de una enfermedad (o un cóctel de enfermedades) que lo tenía abatido. "Me enfermó el gobierno de Macri", bromeó como para romper el hielo, al advertir la sorpresa adolorida de todas las personas que atestiguamos ese presente tan doloroso de José.

Un viejo pelotudo (para aludir al sujeto eufemísticamente) que llegó cuando había empezado la charla, lo inerrumpió pidiéndole que apagara el ventilador, porque estaba resfriado o algo así. Una pena que no se hubiese quedado en su casa el viejo pelotudo. José accedió, aunque advirtió que al poco tiempo moriríamos de calor (lo que sucedería), pero el imbécil insistió ante la sacrificada y pasiva actitud de quienes tuvimos que padecer de allí en más el escarnio de sentir sudores propios y ajenos, una caricia, comparado con la escucha de los comentarios del pelotudo ése.

Recuerdo que José disertó sobre la Revolución de Mayo y sus secuelas, hasta la batalla de Pavón. Acontecimiento que identificó con el principio de los males del país, la resolución de un conflicto a la inversa de lo sucedido en los Estados Unidos culminada la guerra de secesión. 

"Triunfaron acá, los derrotados de allá", resumió y anoté, en mi cuaderno.

No me enteré de nada nuevo, ya le había leído esas reflexiones muchas otras veces, pero aunque con enorme esfuerzo, fue claro, lúcido, elocuente. Como hace años que lo leo, sé cuánto le molestan los comentarios o preguntas en encuentros como ése, por lo que metí violín en bolsa.

Me limité a darle un beso al final del encuentro, cuando nos invitó a que nos retirásemos porque "ahora tengo que comer". Ni noticias teníamos del inmundo COVID, por lo que pude dar rienda suelta a mi deseo de expresar con elocuencia mi sentimiento hacia él que fue siempre de un afecto muy personal, muy intenso. Beso que José recibió con una sonrisa.

Sabía que por mi natural egoísmo, no volvería a la clase siguiente. No quería ser testigo de ese presente suyo. Que no lo volvería a ver (lo había encontrado en dos ocasiones, cuando conversamos muy cálidamente y nos intercambiamos unos cuantos mails, sobre lo cual volveré al final) por autopreservación, insisto, por egoísmo. 

Me fui muy conmovido del departamento de techos altos de la calle Azcuénaga.

Digamos que José Pablo era, ante todo, un bellísimo ser humano. 

Un hombre bueno, que hizo la suya. Equivocándose (si cabe) alguna vez pero siempre convencido de que hacía (ante todo, escribía) lo que debía hacer (o escribir) una buena persona.

Sufrió demasiado, los desencantos colectivos los somatizó y cómo: perdió un testículo al inicio de la dictadura del '76; un ACV lo tumbó al inicio del gobierno de Macri.

No sé porqué escribo esta semblanza tan o más pavota que las tantas y tan salteadas que he dejado caer en este blog. Aunque odio los obituarios, mi admiración afectiva hacia José puede más y aquí estoy, escribiendo.

Dejaría caer más torpezas, pero ya estuvo bueno.

Que cierre José. Transcribo un mail que me respondió a propósito de un juicio crítico sobre Arturo Illia que ahora comparto, pero entonces me enojó. Por si no queda claro: leía los mails que llegaban a su casilla y los contestaba, al menos los míos.

Lo viví entonces, lo evoco ahora, como un privilegio: qué preciso, generoso y astuto. De las entrelíneas se lee un amable consejo, del estilo de quien le acaricia la cabeza a un pibe como quien dice: "ya pasa, ya pasa, la Historia no es pa' cualquiera m'hijo". 

"Hola, Horacio.

Un poco tarde la respuesta, pero llega. No comparo a Illia con Onganía, claro. Tampoco lo haría con Frondizi. ¿Quién comparado con Onganía no queda bien parado? Trazo una línea histórica que hoy resulta incomprensible y hasta da bronca por lo que hizo surgir: la violencia, la guerrilla, la muerte de Aramburu y todo lo que llevó hasta la Gran Tragedia Humanitaria.

Es más: de Illia yo esperaba tanto que hasta habría esperado que no se presentara a elecciones. Lo habría hecho otro, es cierto. (¡Qué triste el papel del radicalismo durante esos años, jugándola como máscara democrática del Ejército antidemocrático, represor, ultragorila!). Creo que a Illia lo tiran porque él habría dado elecciones limpias al finalizar su mandato, lo que no podemos saber. 

Qué le puedo decir.

¿Cómo no voy a tener simpatía por Illia? Sé que era un buen tipo. Pero ¡cómo todos aceptaron esa farsa! ¡Hasta muchos peronistas -muchísimos- medraron con ella! Vandor, Paladino, todos los del  'peronismo sin Perón'. 

Al mirar la Historia desde la sabiduría que la distancia impone uno ve todo ese arco temporal como un proyecto absurdo (gobernar sin el peronismo y sin Perón) que sólo pudo llegar a lo que llegó: el Cordobazo, el 'asesinato' o 'ajusticiamiento' de Aramburu y el resto de la catástrofe, a la que tanto contribuyó el Perón cuasi extraviado que regresó al país para hacer la 'tarea sucia' que empañaría su memoria para siempre. Una memoria que, en Madrid, habría conservado intacta. Es arduo el conocimiento de la historia y de quienes en ella participan.

Un abrazo.

JPF.

PD.: ¿Sabe que, en mi compu, los 77 fascículos que yo publiqué sobre el Peronismo suman 1.400 páginas? ¿Se imagina lo que será el libro?. Todavía no lelgué a Ezeiza.

Ahora, con esta tristeza a cuestas, te parafraseo y me pregunto: cómo no quererte, José Pablo Feinmann.

sábado, 24 de julio de 2021

Comentario al libro "El General José Miguel Carrera en Argentina", de Julio César Raffo de la Reta.

 Al amigo Julio, con afecto y gratitud. 


La lectura del ensayo histórico escrito por Julio Raffo de la Reta me agradó muchísimo. No sólo por el estilo literario del trabajo sino, fundamentalmente por las razones que le motivaron a escribir sobre José Miguel Carrera: la defensa a la persona y a la obra de José de San Martín, injustamente mancillada en trabajos laudatorios del general chileno fusilado en Mendoza en agosto de 1821.

Ese interés se subraya habida cuenta la envergadura del autor, un dirigente político conservador de la provincia de Mendoza, con una actuación destacada en su lugar de origen y en el concierto político nacional.


El ejemplar que leí con delectación, impreso para la Librería y Editorial "La Facultad" en los talleres de la Compañía Impresora Argentina el 5 de septiembre de 1935, presenta al autor como: Presidente de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza; Miembro Correspondiente del Instituto Sanmartiniano de Buenos Aires, de la Asociación Argentina de Estudios Históricos de Buenos Aires, del Instituto de Estudios Históricos de Tucumán y Profesor de Historia Argentina del Colegio Nacional Agustín Álvarez de Mendoza.

Apunto, de acuerdo con la séptima edición 1958-1959 de Quién es quién en la Argentina. Biografías contemporáneas de Editorial Kraft, que el autor nació el 25 de abril de 1883 en Mendoza, con estudios en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires; Profesor de Historia Argentina en el Colegio Nacional de Mendoza entre 1931 y 1946, de Introducción a la Historia Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo entre 1939 y 1946 (de la cual fue miembro del Consejo Superior); Diputado a la Legislatura de Mendoza en dos oportunidades, presidiendo la Cámara en 1917 y Senador de esa Provincia; Diputado Nacional en tres  ocasiones (1918-1922; 1926-1930 y 1942-1943) e Interventor Federal en la Provincia de San Juan en 1941.

Menuda trayectoria que exige la escritura de una biografía, habida cuenta las notas particularísimas del tiempo de su actuación en el devenir político de su provincia de origen (y de la región, por cierto) desde la cual Raffo de la Reta desplegó una notable y extendida trayectoria. Déficit, entre tantos, de una historiografía porteño-céntrica que deliberadamente (con contadas excepciones) desdeña el análisis de lo acaecido en las provincias. 

Contrariamente a lo deseable y necesario, se cuenta y enseña la historia argentina (y regional) a la luz de sucesos (muchos de trascendencia banal) ocurridos en la ciudad-puerto, con las provincias y sus dirigencias reducidas a un rol partiquino, de mero acompañamiento de la dirección tomada por la elite porteña de turno.

Sobran los ejemplos y no quiero extenderme en una enumeración que me desvíe del objeto de la evocación de un ensayo trascendente que, desde luego, tributa a una tradición bien distinta de la que criticaba, al analizar el devenir de un político y militar nacido en Chile, bajo bandera española, formado en la metrópoli; con actuación decisiva en los acontecimientos que seguirían a la caída del imperio borbónico en esta región. 

Trayectoria similar a la de José de San Martín, su enemigo de todas las horas.

Como anticipé, el trabajo de Raffo de la Reta fue escrito en defensa de San Martín y su intervención en Chile una vez culminada la hazaña por él dirigida del cruce de los Andes, campaña torcidamente presentada por Carrera entonces y propalada por Benjamín Vicuña Mackenna, patriarca de los historiadores trasandinos, en una biografía laudatoria titulada El ostracismo de los Carrera, publicada a mediados del siglo XIX, génesis, en buena medida del sentimiento anti-argentino cultivado por décadas allende la cordillera. 

Tan injusta e ingrata consideración movilizó a nuestro autor al encontrar en 1934 en una librería de Santiago el ejemplar del libro de la biografía Augusto Iglesias Don José Miguel Carrera: "premiada por el diario 'La Nación' de Santiago, obra que figuraba con éxito en los escaparates de las librerías de Valparaíso y de la capital trasandina, que era leída con preocupación por el público", inspirada en un trabajo mistificador y falaz de Vicuña El ostracismo de los Carrera, presentando a José Miguel como "Dictador" en las Provincias Unidas del Río de la Plata durante los años de su novelesco paso por estas pampas, presentando a San Martín como un "hombre sin escrúpulos, sin moral y sin conciencia, que no retrocedía ante la perfidia ni ante el crimen".

Mediante una honestidad intelectual escasamente apreciable en las obras de Vicuña Mackenna y de Iglesias que aludí, Raffo de la Reta consigna una por una las durísimas acusaciones dirigidas a San Martín, que contesta con el método del abogado en un litigio: son reiteradas las citas de ambos trabajos como obrantes "a fs. x". Aserciones que responde con citas bibliográficas (la biografía San Martín escrita por Mitre y la Historia Argentina de Vicente Fidel López, entre tantas), como asimismo, con fuentes documentales y epistolarias. 

Entonces, el ensayo de Raffo de la Reta no es una retahíla de denuestos contra Carrera en defensa de la memoria de José de San Martín dado que, como acabo de consignar cada opinión es respaldada con la pertinente documental alguna incluso, reproducida facsimilarmente.

Antecedido por un saludo de Arturo Capdevila, luego de reseñar la biografía de José Miguel Carrera, se detiene en el tiempo vivido por el militar trasandino en el territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata al inicio de su exilio tras la rotunda derrota militar de las fuerzas patriotas chilenas en Rancagua (octubre de 1814) a manos de las fuerzas dirigidas por Osorio, enviadas por el virrey del Perú Abascal para sofocar el movimiento independentista de Chile.

Al redactar el capítulo dedicado al repaso de ese tiempo de Carrera y de sus dos hermanos, Juan José y Luis, el tono del relato es modificado drásticamente: "¡Ya está don José Miguel Carrera en mi país! Los escrúpulos y reatos que constantemente me han detenido para juzgar con plena libertad los acontecimientos en que este personaje interviene dentro de las fronteras de su patria, ahora que penetra en la mía, desaparecen por completo", párrafo que cierra con uno de los tantos giros propios del ejercicio del Derecho: "Los hechos en que actúa y las consecuencias de los mismos, caen de pleno derecho bajo la jurisdicción de mis juicios".

Puesto que, si Raffo de la Reta fue esmeradamente neutral al describir la actividad de José Miguel Carrera en las sangrientas disputas por el poder desatadas en Chile en tiempos de la Patria Vieja, mudará de tenor al analizar el extenso derrotero de Carrera en territorio de las Provincias Unidas, que comenzó mal y peor terminaría.

El primer conflicto suscitado entre los Carrera y la principal autoridad en Mendoza, José de San Martín,  sucedería el día de su llegada al territorio de las Provincias Unidas al rehusar la requisa del equipaje con el que habían arribado. Analiza nuestro autor: "Es claro que, dado su rango y más que nada el indómito orgullo de los tres hermanos, el registro de sus equipajes les resultaba molesto, y peor aún si se recuerda que José Miguel se decía, aun en nuestro territorio, Presidente de la Junta Superior de Gobierno de Chile y accionaba dentro de su cuartel como autoridad legítima dentro de su territorio, dando lugar así a la existencia de un Estado dentro de otro Estado".

Una actitud intolerable para quien ejercía el poder del proto-estado en la Intendencia de Cuyo, designado (para colmo) por una autoridad lábil y tambaleante, tal la del Directorio amenazada por el desafío del caudillo oriental Artigas y sus aliados López y Ramírez; como por la inminente expedición militar muy numerosa despechada desde Cádiz por el repuesto monarca español Fernando VII, consolidado su trono mediante la integración en la Santa Alianza conformada a la derrota de Napoleón Bonaparte.

Una actitud pasiva de San Martín ante la airada insolencia de los hermanos Carrera era exigirle demasiado. Intimados a que admitiesen la requisa en cuestión y luego de una respuesta destemplada de Juan José Carrera, San Martín, sin ocultar su enfado, les hace saber, luego de subrayar la ausencia de decoro en el oficio de respuesta que: "acá las leyes se cumplen por todos y que él da cuenta al Superior Gobierno de tal actitud y que le previene que acá, hay más autoridad que la que el suscrito representa y que la sabrá sostener como corresponda". Ante tan decisivo temperamento, los Carrera se disculpan, aunque su talante seguiría bien alto, en desafío de la autoridad de San Martín.

No descuida Raffo de la Reta un detalle revelador: la emigración chilena a Mendoza fruto del desastre de Rancagua era de un número de personas análogo al de la población residente en la ciudad cuyana lo cual daba cuenta del riesgo que encerraban las altanerías de los hermanos Carrera. Máxime cuando procuraban reproducir en Mendoza las luchas con sus adversarios trasandinos (Bernardo O' Higgins a la cabeza) generando condiciones adversas a la campaña por el cruce de los Andes en la que estaba empeñado San Martín boicoteada por los Carrera, por carecer del mando que entendían, les correspondía.

Me extendí demasiado en ese primer incidente que, como anticipé, auspiciaría el final de los tres hermanos fusilados todos en Mendoza; Juan José y Luis en abril de 1818, José Miguel en agosto de 1821. Eventos puntualmente relatados por Raffo de la Reta, siempre en respuesta de la versión amañada por Vicuña Mackenna y sus discípulos prestos siempre a achacarle a San Martín la responsabilidad e instigación de esas muertes, lo cual, es puntualmente refutado en el ensayo reseñado.

Como aquella ensoñación históricamente inconcebible de Vicuña Mackenna que presenta a Carrera como un dictador omnímodo que gobernó a su antojo en territorio de las Provincias Unidas, a guisa de revancha del despotismo que falsamente se le asigna a San Martín que habría ejercido en Chile tras el paso de los Andes fortalecido luego del triunfo en Chacabuco de febrero de 1817, con Bernardo O'Higgins como brazo ejecutor de la intervención argentina en los asuntos de Chile.

José Miguel, a partir de la muerte de sus hermanos, que Raffo de la Reta lamenta enfáticamente, probando la ausencia de responsabilidad de San Martín en el suceso ordenado por el gobernador Luzuriaga a instancia de Bernardo de Monteagudo (a quien nuestro autor depara un desprecio subrayado) se embarcará en todo proyecto que tuviese por finalidad humillar a sus enemigos irreconciliables O'Higgins y San Martín, contingente nutrido con Juan Martín de Pueyrredón, un aliado indispensable de ambos.

Artigas, López, Ramírez, el general portugués Lecor y, desde luego, Carlos María de Alvear, fueron a su turno las personalidades tras las cuales Carrera ideó su estrategia de venganza, llegando al paroxismo al ponerse a disposición del cacique ranquel Yanquetruz, con crucial participación en el saqueo producido al pago de Salto en diciembre de 1820. Evento por el cual se lo perseguiría por orden del gobernador bonaerense Martín Rodríguez, derrotado en Punta del Médano al norte de la provincia de Mendoza en agosto de 1821 sería apresado y posteriormente fusilado por orden del gobernador de Mendoza, Godoy Cruz.


La decisión de Carrera de obrar de consuno con los ranqueles es descalificada con máxima vehemencia por Raffo de la Reta,  definida como: "el paso más en falso y fatal de su vida. Ya no sólo está en contra del Gobierno de su país, del de Buenos Aires y de todas las provincias argentinas, sino también en contra de la civilización de la que reniega, y la cual, en su defensa, tiene derecho a las medidas consiguientes. No se diga que Carrera no tuvo otro camino para elegir. Él pudo intentar la travesía hasta Cuyo, como la intentó después de sus andanzas con los indios. Él pudo pasar a Entre Ríos, o las pudo dispersar o pudo aceptar su envío a Estados Unidos u obtener un pasaporte para el extranjero. Él pudo, en fin, buscar la entrada a Chile, sin ejército, para formarlo con más derecho en su país que en el nuestro."

Como a lo largo de todo el ensayo, al juicio valorativo, sucede la documental respaldatoria en este caso, de la correspondencia dirigida a su esposa a quien, con fecha 2 de diciembre le hizo saber que: "ayer a las 12 horas de la mañana, llegué al campo de los indios, compuesto como de 2000 enteramente resueltos a avanzar a las guardias de Buenos Aires, para saquearlas, quemarlas, tomar las familias y arrear las haciendas", lo cual da paso a una reseña del evento que da cuenta del saqueo a la villa del Salto con un resultado de completa desolación. 

Precisa que la guarnición, luego de desplegar maniobras defensa, sabiéndose muy inferiores en el número a los invasores indígenas capitaneados por Carrera (motejado por la tropa Pichi-Rey) decidieron refugiar a las mujeres y niños en el edificio de la iglesia: "cuya puerta fue tumbada de su empotramiento a golpes de las ancas de los caballos. Cuando cayó la puerta y las pobras refugiadas advirtieron al grupo horrible de los atacantes, el pánico no tuvo límites, mezclándose los gritos de espanto y misericordia con los llamamientos a la protección divina. En el mismo sagrario de la Iglesia se cometieron escenas repugnantes de ferocidad y lujuria [...]. El saqueo duró todo el día. La degollatina adquirió contornos dantescos, y las llamas del incendio alumbraron a la tarde los escombros y la desolación del destruido villorio. Cerca de trescientas mujeres fueron llevadas cautivas [...]. A la oración, la indiada salvaje y sus aliados, don José Miguel Carrera con su división, retomaban el camino de las tolderías, arriando ganado, cargas repletas con el producto del pillaje y varios centenares de mujeres y niños que en la desesperación y el dolor, regaban con lágrimas el camino a que les obligaba la fatalidad", para concluir con una cita del trabajo de Vicuña Mackenna: "cada mujer tuvo allí, su dueño feroz" y sentenciar que: "Desde ese día, Carrera había roto su espada para reemplazarla por el puñal".

Por último, luego de un detallado examen del proceso que culminaría con su fusilamiento concluye Raffo de la Reta: "así terminó aquel hombre extraordinario, rara mezcla de calidades y defectos, tan grandes unas como los otros, que vivió pasando de la cumbre del poder y de la fama a la miseria de la toldería salvaje y al lubidrio de jefe de bandidos y que aun al morir pasa del patíbulo a la estatua, por la justicia clemente, humana y comprensiva de su patria que se siente: 'Agradecida por sus servicios y compadecida por sus desgracias'".

Por último, siempre en el afán de acreditar documentalmente sus juicios, Raffo de la Reta reproduce íntegramente el texto titulado "Refutación sobre ciertas apreciaciones a la obra publicada en Chile por el señor Mackenna El ostracismo de los Carrera" por el coronel Manuel de Olazábal quien observa el sentido denigratorio de José de San Martín en términos de una admiración contagiosa de quien fuera su íntimo colaborador.

En ocasión de aludir a su intervención fortuita cuando el gobernador Godoy Cruz decidiera en juicio sumario su fusilamiento, precisa Olazábal los hechos amañadamente relatados por el historiador chileno apuntando que. "justo es, señor, tributar un recuerdo a la memoria de los héroes; y yo mismo, que combatí al infortunado Carrera, reconozco el mérito de sus hazañas, pero sin menoscabar la dignidad de otros hombres, que más o menos son espectables [sic] en la historia de América".

Sirva de conclusión a este texto escrito en tributo de la amistad pero, asimismo, movido por el interés que desde siempre me ha generado la figura inconmensurable de José de San Martín y el atizado por tan bello ensayo redactado en honor a su buena memoria, cuya actuación puede y debe ser analizada de manera desapasionada e, incluso, crítica aunque siempre como ofrenda a la construcción de la memoria colectiva de los pueblos americanos que tanto debemos a la obra de San Martín y la de tantos otros que supieron privilegiar el anhelo de libertad y emancipación a las ínfimas ambiciones individuales.


domingo, 9 de mayo de 2021

Intento de despedida a un honorable peronista catamarqueño.

Ayer nomás, me propuse volver a escribir acá.

Un sábado, día de los almuerzos a los que me invitaba mi tan querido amigo Belisario Arévalo, para compartirlos con Duilio Brunello.

Animador de una peña de amigos peronistas, a la cual nos colábamos algunos no peronistas que supimos (y sabemos) refrescarnos en las aguas tormentosas y vivificantes del peronismo.

Recuerdo la primera, hace ya unos doce años (o más): Arévalo, claro, Norberto Zingoni, Miguel de Unamuno, Enrique Mario Mayochi y entre los colados no peronistas: Antonio Salonia, Ricardo Ostuni, Atilio Stampone y este humilde servidor.

Aunque el presidente de esa peña era don Miguel de Unamuno, la voz cantante la llevaba Duilio Brunello.

Fue quien mejor me impresionó: tenía un modo suave de hablar, era de esas personas a la que le sonríen los ojos, generoso y discreto para el elogio; cauteloso para la crítica.

Era un tiempo demasiado absurdo de mi vida. Los mediodías de los sábados eran la extensión doliente de noches canallas, por lo que me perdí muchos de esos almuerzos de aquella peña nutrida. 

Estúpido de mí.

No dejé pasar la oportunidad de reunirme con él y con Belisario unos cuantos sábados del año 2020, cuando mi existencia no era tan absurda, superado el tiempo del encierro pandémico. De octubre hasta febrero de 2021, habré compartido unos diez almuerzos sabatinos. 

Algunos, por mi iniciativa con otros peronistas que sabían quién había sido don Duilio y querían escucharlo: Pablo Casas, Julio Raffo, Sebastián Espeche; tan distintos y tan peronistas los tres, formaron parte de esas tenidas íntimas, perdurables, entrañables. 

Los tres me agradecieron el haberles hecho conocer a Duilio, en respuesta a mi mensaje con la noticia de su muerte, como yo lo hice con Belisario cuando me la transmitió.

Porque Duilio fue mucho más que un testigo privilegiado de momentos cruciales de nuestro pasado reciente quien, con admirable memoria los recreaba.

Desde su primer encuentro con el entonces coronel Perón en Catamarca el 28 de diciembre de 1945; las idas y las venidas en la política catamarqueña durante los años del primer peronismo; su breve y tan intenso paso por el Senado entre 1954 y 1955; su experiencia personal del 16 de junio de 1955 cuando salvó su vida de milagro haciendo cuerpo a tierra; su cárcel durante la dictadura de los "Libertadores" que asolaría al país pocos meses más tarde; los años de la Resistencia y de su relación con José Ber Gelbard; sus viajes a Madrid para entrevistarse con Perón en Puerta de Hierro; las responsabilidades que  le confió el mismísimo Perón a partir de 1973 a la sombra del infame López Rega; su tarea como interventor en la provincia de Córdoba luego de "Navarrazo" de febrero de 1974 (reconocida por todos como un intento de pacificación y concordia, lo que selló el final de su actuación a poco del fallecimiento del Líder); su cárcel de más de seis años en unas cuantas mazmorras de esa dictadura y su reconocimiento político final que conoció a lo largo de muchos años.

Lo notable en Duilio era que nunca hablaba de él, o mejor, siempre que refería determinado acontecimiento lo relataba ubicándose en un discretísimo segundo plano, cuando había sido el dirigente en quien Perón había confiado la conducción del Movimiento.


Por eso, aparece en esta foto histórica la del último discurso del general Perón, el 12 de junio de 1974, que recorre el mundo. Tuve el privilegio de haber recibido una copia del original de su mano.

No fue el único. También me dedicó su libro de memorias, publicado por el Instituto de Investigaciones Históricas Eva Perón. Es una larga charla con un periodista que supo preguntar bien y escucharlo mejor, editado en 2008.

El testimonio hace pie en su trayectoria política hasta 1955, por una razón que Duilio nos confió: no le gustaba hablar mal de ningún compañero y su juicio demasiado crítico hacia uno de ellos (que tendría una destacadísima tarea más adelante), lo cohibía de publicar un trabajo evocativo del tiempo posterior.

El epílogo es delicioso, y evidencia su devoción por Eva Perón: "Pienso, sinceramente, que el pueblo argentino mantiene un pacto de amor con Eva Perón. Sus exequias fueron las más grandiosas que el país, y quizás el mundo, hayan presenciado en el siglo XX. El multitudinario Cabildo Abierto, al que me he referido, fue una demostración de afecto y lealtad como muy pocas veces se ha visto en la Argentina y le brindó, en vida, el homenaje que muy pocos argentinos han logrado [...]. Es evidente que su memoria se mantiene en crecimiento en las nuevas generaciones de argentinos y es cada vez mayor el interés mundial por su figura. Evita tiene de aliada a la Historia". 

El trabajo, escribía, se centra en su desempeño como funcionario de las diversas administraciones que durante esos años se sucedieron en Catamarca y alguna referencia a su paso por el Senado al epílogo del segundo gobierno peronista.

Por ello, no deja de tener un encanto especial, en particular respecto de nosotros, los porteños, que entendemos a la política nacional como la que se juega aquende la General Paz, desdeñosos siempre de lo que sucede en las provincias.

Y vaya si es crucial comprender lo que se cocinaba en el norte argentino de esos años, territorio desde donde construían sus trayectorias Vicente Leónides Saadi y José Ber Gelbard; ambos, depositarios de la lealtad de Duilio, pareja a la que le tributó al general Perón. 

Lealtad que pagó con la cárcel que se extendió a lo largo de casi toda la dictadura última, finalizada por la resolución de sobreseimiento ordenada por los jueces de esa dictadura, detalle que creo necesario subrayar.

Y que evocaba con mucha dignidad. Sin odios, rencores o quejas altisonantes, lo cual le impactó a mi Cachito y se lo hizo notar. 

Sorprende, le dijo, la dignidad con la que recuerda esa experiencia tan difícil, tan desoladora.

Duilio, por toda respuesta, sonrió.

Descanse en paz, honorable y querido amigo Duilio Brunello.


sábado, 8 de mayo de 2021

El Carapachay.

Me costó, me cuesta, volver a esta escritura, querido diario.

Las razones, muchas. Entre ellas, la sorpresa (desagradable) que la lectura de entradas pasadas me ha generado.

Desagrado nacido de una nueva corroboración de cuán necio puedo ser.

Por más razones que encuentre para justificar esas opiniones necias de hace un año; hoy me avergüenza haber escrito lo que escribí en tus páginas. 

No de todo: la deshilvanada crónica de hechos pasados dirigida a un destino al que nunca quise, no pude o no supe; deja unas gotitas de jugo.

Diré, con auto-indulgencia, que hace un año estaba sumido en lo más profundo de una crisis existencial que (espero) haya contribuido a resolver al tomar una decisión drástica, querido diario.

Decisión que me tiene con un ánimo menos malo, al menos no tan extraviado como el de hace un año cuando dejaba caer torrentes de pelotudez en tus páginas, querido diario.

Vuelto de unos días muy lindos en las islas del Delta del Paraná, las de San Fernando, querido diario, me volqué a la lectura de lo escrito el caballero de la foto, entorchado con uniforme e insignias de General, Domingo Faustino Sarmiento.

Qué personaje, Sarmiento, querido diario. 

Ya sé, te imagino agazapado para caer sobre una reflexión tan evidente, pero no puedo dejar de escribirla de sólo pensar en él. En especial en todo lo que hizo a lo largo de su vida tan azarosa (no exenta de crímenes por él perpetrados) y desde luego en lo muchísimo que escribió.

No escribía lindo, digamos, pero lo hacía con un estilo que era el de él; y el de nadie más. De nadie abrevó para escribir. 

Algo dejaré caer por aquí sobre sus reflexiones sobre el lugar donde una semana de la primera quincena de marzo; un sitio que llamaba El Carapachay y a sus habitantes: carapachayos.

Su fe en El Carapachay era infinita, veía en esa región una suerte de tierra prometida. Expectativa que dio pasto a las más variadas fantasías utópicas, sitio donde vivió, tal vez, sus días más felices.

No sé porqué lo voy a hacer, pero ando con ganas de dejar caer alguna torpeza sobre Sarmiento. Tal vez por aquello que anticipé: Sarmiento escribía. Y cuando el desánimo me vence no escribo. E intuitivamente diré, querido diario, que cuando dejo de escribir algo deja de funcionar como debiera.

Aunque advertido, de mis necedades recientes voy a escribir sobre nada relacionado con esta tragedia pandémica que no quiere dejarnos en paz. 

La seguiremos.

"Qué hermoso todo, bebé. Entonces, borrás con el codo lo escribiste con la mano, o panquequeás como te sugirió en privado una belleza que lee estas boludeces, ¿entendí bien?"

No extrañaba tus provocaciones, querido diario. No voy a entrar en ese jueguito...

"Pero tenés que escribir algo, chiquilín, porque pareciera que te arrepentís de haberle dado como en bolsa a Albertito, a Cahn y a la muchachada. Las tres personas que te leen lo tienen presente..."

Sí, querido diario. No voy a escribir que estoy arrepentido, porque aunque mucha necedad, opiné con buena fe. Sin maldad ni cálculo.

Sí, creo que me equivoqué. Y cuánto. Porque ese discurso necio y cretino es el que se esgrime por tantos lares y cosecha unas cuantas voluntades, como en Madrid, querido diario. Y yo, más que identificarme con alguien o con algo; me identifico contra alguien o contra algo.

Digamos que si Macri, Ocaña, Bullrich, Milei, Cornejo o alguna alhaja por el estilo opina en un sentido, entiendo que debo asumir la postura contraria. 

Pero esto no le importa a nadie, querido diario, finishela, que tengo otras cosas que leer y escribir.


 


viernes, 12 de febrero de 2021

Polaroids

 A Viña y a Cachito.


Querido diario.

Cuando tomé la foto que ilustra esta entrada de retorno a tus páginas, estuve a punto de carajear al chofer del taxi en el que me dirigía desde el Bajo a la esquina de Pueyrredón y Santa Fe, donde retiraría un libro que necesito leer sobre un tema respecto del cual (creo) querer escribir.

Me contuve, por dos grandes razones.

La primera, mi pudor ante la certeza suya de que me había cagado una toma al Obelisco, porque deploro la costumbre de tanto gil de sacarle fotos a todo. 

La segunda y principal es porque yo hubiese hecho lo mismo. 

Quiero decir: si supiese manejar, trabajase de tachero y advirtiera que un pelotudo con una cara de porteño (y de pelotudo) que se cae al piso anda intentando sacarle una foto al Obelisco, hubiese hecho una maniobra apresurada para que el salame se sacudiera, y bajase la cámara a la altura de la ventanilla. 

Para que, en lugar de escrachar al Obelisco, le sacara una foto a eso que se ve, querido diario.

Fiera (aunque pavota) sería mi venganza: el viaje de 226 pesos lo pagaría con un billete de mil y me quedaría esperando el cambio justo.

Aunque comprensivo de su maldad, no le perdoné un mango de vuelto.

Te preguntarás, querido diario, para qué quería yo fotografiar ayer, jueves 11 de febrero al Obelisco. 

Precisamente, para ilustrar la entrada inicial de este 2021 que se anda pareciendo tanto y tanto al odioso 2020 que con tanta alegría (poco justificada por ahora) dejamos atrás hace unas pocas semanas.

Porque de Buenos Aires quería escribir cuando intentaba sacar una foto al Obelisco.

Quería escribir, acabo de anotar. Subrayo el tiempo verbal, ya que las ganas se me fueron rápido. Seguramente, porque nada lindo dejaría caer en tus páginas querido diario. 

Porque la ciudad que adoro pocas veces se exhibió tan desoladora.

Con algo de rigor, querido diario; el centro de Buenos Aires se exhibe con una desolación dolorosa.

No voy a hacer un inventario de las calamidades que presencié en ese centro que me deslumbraba de pibe, de adolescente, de joven y de maduro en cierne, porque es justo anotar que (tal vez por el contraste) ciertos barrios lucen sino esplendorosos, al menos sin esa nota triste y agria.

Tampoco voy a divagar acerca de lo que sabemos y padecemos desde inicios del año pasado, no tiene ningún sentido, aunque no deja de repicar en mi mente, querido diario, si esto se supera. Si es superable. 

Si volverán (de la mano de las oscuras golondrinas y otras lindezas) un relacionamiento con el otro exento del temor a morir en ese intento de tocarnos, con lo que nos gusta a los porteños.

De compartir: cafés, restoranes, cines y teatros: todo lo que esta peste inmunda nos robó.

Tenés razón querido diario: soy un pequebú deleznable. 

Pero me gustaba cafetear y lo hacía en lugares clausurados: Iberia, Giralda, Valerio, Petit Colón.

Y tanto como morfar y libar de lo lindo en Edelweiss, Miramar, El Imparcial, El Globo...

Oíme, melón. Ayer estuviste en Edelweiss. Desafiando el cagazo de terminar boqueando en una clínica (mejor, en un hospital, porque en unos días te quedás sin Obra Social, bebé, no lo olvides) como el papá de Dionisio Mendoza o el bueno de Raúl Rizzo. ¿De qué mierda te quejás?

Qué lindo era extrañarte, querido diario.

Tenés razón en todo, pero teclean esos boliches. Unos meses más así (todo sugiere que se vienen) y cae la persiana de esos lugares...

Ya sé. Por culpa de "Presi Angelito" o, mejor de "Presi salvavidas". Aunque no te lea nadie, hiciste escuela. Hay una legión que repite las boludeces que dejaste caer por acá hace unos meses.

Una vez más te doy la razón. Y sin justificarme ni enmendar lo que entonces escribí (con enorme fastidio) lo hice para despegarme de la unanimidad de tanto sorete encandilado con las medidas restrictivas al inicio de la pandemia. 

Con igual apresuramiento, ahora opino distinto: no sólo porque jamás coincidiré en nada con Javier Milei u otro sorete por el estilo, sino porque corroboro ahora mi equivocación de entonces, mi error de cálculo. O al menos (tarde, pero seguro) reconozco el acierto de una decisión compleja en procura de reconstruir mínimamente el exangüe sistema sanitario que un hombre de Estado nacido en Tandil nos dejó.

Antes de que me lo preguntes, escribo que no sé para qué dejo caer estas reflexiones de una tristeza sonsa, estos recuerdos deshilachados.

¿Catarsis?, seguramente. O al menos, un testimonio pavote de lo visto, oído (y olido) en las calles del centro de Buenos Aires un jueves de febrero. 

No pude evitar recordar otra Buenos Aires igualmente desolada: la de enero de 2003. No la había visto nunca tan mal. Recuerdo locales cerrados uno al lado del otro, una media luz iluminando la calle Corrientes, donde estaba el boliche en el cual Raúl Garello presentaba con su sexteto "Arlequín porteño", su mejor disco.

Cinco veces más lo iría a escuchar al maestro Garello. Las versiones de "Maipo", "Yira yira" y "Redención", eran (son y serán) sublimes.

Yo me sentía culpable en ese reducto, extasiado con esos tangos, los primeros que empezaban a dejar huella en mí, mientras afuera bullía una caravana interminable de cartoneros que revisaban bolsas que ya habían sido abiertas unas cuatro veces.

Sólo unos muchachos en zancos, repartían volantes, invitando a algún espectáculo a la gorra. Alguno que otro, tocaba una guitarra, un saxo, también en la calle; era el único atisbo vital.

Años más tarde, recordaría esa noche sin tanta pena. Me decía que a los pibes que estaban naciendo cuando yo recorría esas ruinas, les había ido mucho mejor: durante los años de la década ganada, querido diario.

Demás está anotar, que a unos cuantos de aquellos bebés los vi ayer en las calles del centro. Juntando basura.

Divino, che. Un canto a la vida, viejo. Los tres insensatos que te leen van a quedar chochos de contentos. Se van a ir con lo puesto al consulado de Angola a tramitar la ciudadanía, bebé. En especial los dos a los que les dedicás esta epifanía...

Seguro que estás en lo cierto, querido diario.

Aunque si me preguntás porqué pensé en ellos confieso que chanté la dedicatoria por el anhelo de dejar atrás este tiempo ominoso. 

Para que vuelvan los encuentros y los abrazos con la gente que uno quiere.