domingo, 26 de julio de 2020

Diario de la cuarentena. Día 128.


Al amigo Belisario Arévalo.

Querido diario:

Pensé que nos salvábamos, nene. Me decía: 'si a esta hora no garabateó ninguna boludez ni refritó alguna anterior, zafamos'. Parece que no...


No digas (no manifiestes, mejor) esa clase de comentarios, querido diario. Ya sabemos que no podés decir para mí precisamente porque vos no sos vos, sino que sos yo. Que decido hacerte opinar sin saber bien porqué.

Quizá para permitirle a mi otro-yo (mi subconsciente) decir alguna de las tantas cosas que tiene que decir en este tiempo cuarentenario. 

De eterna cuarentena.

Sé, querido diario, que anduve prometiendo demasiado y reitero que habré de cumplir con esa promesa: el abordaje de las limitantes que tuvo (en mi modesto entender) el doctor Yrigoyen cuando intentó
dirigir los destinos de esta tierra que ya para entonces, registraba una densidad de hijo de puta por metro cuadrado muy por encima de lo tolerable.

Que en esa búsqueda me enterré en las arenas de las tribus del cacique ranquel Panghitruz Güor, quien de niño había sido prisionero y luego peón y protegido del Restaurador de las Leyes, cuando lo bautizó con el nombre de Mariano y le dio el apellido que él, Juan Manuel Ortiz de Rozas, había elegido llevar al abandonar el hogar materno: Rosas.

Llegué al cacique, de la mano de un sobrino del Restaurador, militar que con el grado de coronel en marzo de 1870, se había aventurado al sur del río Quinto a fin de concluir con la firma de un tratado de paz entre el gobierno nacional presidido por Sarmiento y los indios subordinados al cacicazgo de Panghitruz: Lucio Victorio Mansilla Ortiz de Rozas.

Por estos días releí su Excursión a los indios ranqueles y en el mismo plan, otras lecturas: las memorias de los franciscanos que marcharon con él (curas Donatti y Burela) en un interesante trabajo del religioso Meinardo Hux y dos novelas históricas.

Una, a cargo de nuestro conocido Estanislao S. Zeballos (sobre la vida del padre de Panghitruz, el cacique Painé), la otra de un tal Sergio Schmucler titulada La cabeza de Mariano Rosas. Ambas caen (deliberadamente o no), en los vicios del género, en especial el autor contemporáneo.

Si Zeballos persevera en su discurso de odio a fin de calmar una conciencia demasiado atormentada por tantas humillaciones perpetradas sobre ese pueblo derrotado, justificadas en nombre del progreso y de la ciencia, Schmucler escribe para ensañarse con Mansilla.

Lo que nada de malo tiene, aunque (aviesamente o no), confunda. Dado que historiza determinados acontecimientos de manera novelada, mediante presuntas transcripciones de material documental que nuestro conocido David Viñas había recopilado para su Mansilla entre Rozas y París, sobre el cual trabajó décadas y no llegó a publicar.

Esos documentos están resguardados en la Biblioteca Nacional y ardo en ganas por acceder a ellos y realizar una prolija compulsa, dado que Schmucler abusa de la licencia que su condición de novelista le confiere y hace decir a los protagonistas de la excursión de 1870 (a partir de un análisis de la epistolaria atesorada por Viñas) el acontecimiento de hechos desconocidos hasta la publicación de la novela.

Para no abundar, dijera Viñas: refiere el regreso de Mansilla a Lonco-Hué cuando la agonía y la muerte de Panghitruz Güor. Al tiempo que Mansilla, desde su banca en la Cámara de Diputados auspiciaba la expedición pergeñada por el ministro de Guerra del presidente Avellaneda: Roca Julio Argentino.

Nada de lo escrito en tus páginas, querido diario, habrá de modificarse: lo escrito, escrito está. Aludo a mi valoración acerca del contenido de Una excursión a los indios ranqueles, que  ratifico ahora.

Pero vaya que el dato condimenta esta historia.

Tengo que completar algunas lecturas y cumplo contigo, querido diario, con las personas queridas que leen tus páginas y con la memoria de Mariano Rosas.

También seguí leyendo otros textos de Mansilla. Todos de una calidad literaria muy inferior a Una Excursión..., en cuyas páginas no se lee el empaque, la impostura, el término calculado con minucia, la dedicatoria servil, incluso, de muchas de las obras que he leído.

Puntualmente dos: Yo, Juan Manuel de Rozas y Entre-Nos, Causeries de los jueces.

El primero de los trabajos es presentado por Mansilla como un ensayo histórico-psicológico. Bien al estilo de la época, publicado en 1898, antecedió en dos a Rosas y su tiempo de José María Ramos Mejía. Ambos trabajos privilegian como método, el análisis de la psicología del personaje biografiado desdeñando otras facetas más esclarecedoras, precisamente, de la época en la que Rosas intervino. Ambas, denuestan a la personalidad biografiada.

Particularidad que debe subrayarse respecto de la obra firmada por el hijo de la hermana menor del Restaurador (Agustinita Ortiz de Rozas), en la medida que no puede ser leída sino como una drástica operación de limpieza de sangre del entonces general Mansilla, a quien su parentesco con el personaje abominado (tanto y cuanto) por sus cofrades, le pesaba demasiado.

El trabajo, presentado en forma de ensayo, no es nada más (ni nada menos) que un compendio de reflexiones en voz alta, sin otro fundamento ni respaldo que el arbitrio del autor. Con honestidad intelectual (y con cinismo velado) lo anticipa en una de las primeras páginas del trabajo: "el plan será genético o cronológico en su conjunto, sin precisar fechas; no nos proponemos tampoco autorizar nuestra palabra con citaciones de documentos oficiales ni con recortes de gacetas teniendo una gran documentación en la cabeza, imágenes de impresiones pasadas, aunque no hayamos sido precisamente contemporáneos, y cuyas imágenes mnemómicas sentimos que podemos evocar con alguna vivacidad, como si los hechos remotos fueran incidentes de ayer" (cit, p. 16).

A partir de esa premisa, avanza Mansilla en el retrato de su tío, a caballo de las teorías de Herbert Spencer (un delirante cuyas hipótesis pseudocientíficas envenenaron la mente de tanto dirigente sudamericano) que motivaron reflexiones absurdas de la índole de la que leemos en la apertura del capítulo II: "Rosas fue criado por su madre, no tomó leche de negra esclava ni de mulata, ni de china, es decir de india aborigen. Tenía por consiguiente sangre pura, por encarnación sexual y por absorción sanguínea".

Al promediar la obra, Mansilla será particularmente elocuente, al esbozar las razones por las cuales consagró una obra en memoria de su denostado tío materno. Considero que más allá de las excusas que reseña, es particularmente elocuente al consignar en una extensa nota al pie el texto que transcribo, cuando procuraba probar la ausencia en Rosas de un corpus ideológico o filosófico, contradiciendo tácitamente al por entonces fallecido Sarmiento quien, en su trabajo más celebrado había contrastado las personalidades del tío Juan Manuel con la de Juan Facundo Quiroga: si éste era puro instinto, aquél era definido como "falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo".


Nada de eso, dirá Mansilla: Rosas era un gaucho, no tan bruto por su afición por la lectura cotidiana del diccionario: "a manera de prueba referiremos que estando Rosas en el destierro le mandó a su sobrino, militar, su banda de general, para que cuando llegara a ese grado la usara (esa banda le fué regalada como curiosidad al historiador Saldías por aquél). Rozas no vela la imposibilidad moral del caso (dar las nuevas ideas a que el destinatario de la banda servía) ¿o pensaba qué? Quien sabe si no pensaba  ofuscado por la ignorancia de las cosas -y en su ilusión- que el susodicho sobrino podía ser un reaccionario en el sentido de gobierno. En este hecho se contiene un problema metafísico relacionado con la complicada personalidad de Rozas, a saber: que quizá no creía en la buena fe del que él consideraba capaz de llegar a ser general al servicio de un nuevo régimen, viendo en él un partidario porque no le había hecho mal alguno, o las tristezas del ostracismo anticipaban la cochera". 

No tiene desperdicio la cita, dado que evidencia cuánto le pesaba al sobrino de la anécdota contada con el uso de la tercera persona, mediante la cual (trampa del subconsciente, tal vez) saca el cuerpo a esa mancha venenosa que para su carrera militar suponía el trapo que le había hecho llegar el tío exiliado y el parentesco mismo.

¿Habrá querido emular Rosas a otro general exiliado cuando decidió legarle su sable corvo en tributo a la decisión altiva de su gobierno de enfrentar con suerte cantada a un poderío de naval incontrastable en la Vuelta de Obligado?

¿Habrá pensado Rosas al hacer llegar su banda de general en su cuñado, padre del sobrino, aspirante a general, quien había precisamente liderado esa resistencia heroica y digna que conmovió tanto al Libertador San Martín como para decidir legarle al jefe político y militar de Lucio Norberto Mansilla el sable corvo que lo había acompañado en otra gesta emancipadora?

Tal vez. No lo sabremos, dado que Lucio Victorio se limitó a relatar ese legado mediante esa escueta y vergonzante (y vergonzosa) nota al pie de un trabajo destinado a denostar a su tío, dejándonos en ascuas acerca de los términos de la nota con la cual Rosas habría acompañado la  encomienda con la banda de general legada.

Como anticipaba, querido diario, desmiente toda ascendencia intelectual en Rosas durante sus años de predominio, sobre la base de la descalificación personal que aludí: "fingió, sin haber leído a El Príncipe, 'simuló y disimuló', se dejó inducir y preparó su reelección. Sólo un hombre, Anchorena, tuvo verdadera influencia sobre él. Y por cierto que su influencia no fue nada benéfica para el país, aunque el que la ejercitaba fuera una persona de bien en la acepción lata".

Reaparece entonces, un viejo conocido nuestro, querido diario, don Tomás de Anchorena, quien efectivamente tuvo enorme ascendiente sobre Rosas el cual a criterio de Mansilla no sería "beneficiosa para el país", juicio que matiza de inmediato al dejar a salvo la hombría de bien del congresista de Tucumán. No era cuestión de ofender a sus descendientes, empinados en el poder antes, entonces y después también.

Una pena que no haya abundado sobre una personalidad sobre la que se ocuparía en el otro libro que leí (releí en verdad) en este tiempo Entre-Nos, una serie de pequeños ensayos (de allí el término con el que los nomina: causeries), aparecidos en el diario Sud-América entre 1889-1890, época que encontraba a Mansilla enrolado en las huestes del menguante presidente Juárez Celman.

Aunque muy desparejas, las causeries de Mansilla tienen su encanto, en especial, aquellas que versan sobre recuerdos de su infancia en la Buenos Aires de su tío Juan Manuel, presente en varias de ellas. 

Recomendé, querido diario y vuelvo a hacerlo, la lectura de Los siete platos de arroz con leche, no sólo porque está espléndidamente escrita, sino especialmente, por su valor documental: cuenta el encuentro que tuvo en Palermo con su tío al regresar de su viaje iniciático, en las vísperas de la batalla de Caseros. El dedo de Rozas y Artimañas del caudillo vuelve sobre esa obsesión tan persistente y hay otras que relatan su experiencia como jefe de fronteras en Río Cuarto y otras célebres sobre su intervención en la guerra del Paraguay.

Vamos a detenernos en una, que atañe a otro conocido de este bazar austero y que tiene el valor de ser uno de los pocos retratos que se ha hecho de su personalidad reflejado a su vez con indisimulada admiración por Mansilla: Pedro de Angelis.



Leemos de "El señor Don Pedro": "era éste un hombre alto, vistoso, de tez blanca, casi sonrosada, de musculatura un tanto adiposa, de gran nariz guarnecida de tumfefacciones, en las que el microscopio habría descubierto mundos infinitamente pequeños; de ojos chiquititos y hundidos como los del cerdo; de boca grande y gruesos labios que acusaban la lascivia, templada por una frente y una conformación craneana en la que la frenología habría encontrado localizadas y desenvueltas plenamente, las facultades intelectuales más nobles y la idealidad; aseado hasta la pulcritud, vestía siempre con corrección, usando la gran corbata blanca de entonces [...] miraba a su interlocutor oblicuamente, de arriba a abajo, porque su talle era miguelangelesca y se movía con solemnidad, envolviendo toda su persona una sonrisa que no era irónica ni burlesca, sino desdeñosa y escéptica, y su casa era una mansión agradable, en todo sentido, por el confort, el orden y el conjunto de obras de arte, de bibelots y curiosidades de todo género que poseía. Tomaba rapé, y estoy viendo sus gordas manos blancas con patequias, guarnecidas de unas macizas, plebeyas, y el pañuelo de la India para sonarse, que manejaba con cierta coquetería viril".

Notable fresco del napolitano, generalmente abominado por sus coetáneos, casi siempre a partir de un mal disimulado complejo de inferioridad, que no atacaba a Mansilla quien lo evoca de esa manera descarnada y tierna, despegándole a su vez, el estigma de mazorquero, habida cuenta los servicios prestados a su tío.

Alude Mansilla al momento, quizás, de mayor intimidad con don Pedro, cuando lo alojó en la casa que ocupaba en Santa Fe, en tiempos de la Confederación, cuando comenzó a despuntar el vicio de la escritura a pedido del gobernador de entonces. Refiere (con más ocultamiento que revelación, desgraciadamente) en asuntos tratados en la sobremesa para abundar en una anécdota relacionada con los funerales de su tía política, Encarnación Ezcurra y el papel jugado por De Angelis.

Y concluye la semblanza de contagiosa admiración hacia el hagiógrafo napolitano: "¡Malhaya los sabios que prosternan su inteligencia y sus facultades ante las extravagancias del poder ensoberbecido, que a fuerza de sentirse servilmente servido a la minute, acaba por confundirnos a todos en un sentimiento de menosprecio... afectuoso!
      

sábado, 18 de julio de 2020

Diario de la cuarentena. Día 120.

Por aquello de que el público se renueva y, de alguna manera como respuesta (o mejor, reacción) a las consultas del más joven de los lectores de estas reflexiones, vuelvo sobre temas ya tratados en este bazar austero, querido diario, un refrito....

Era previsible. Venías mal y, por esas cosas de la autoestima, elegís no estar peor. Gracias a Dios nos librás de tus reflexiones sobre los ranqueles, Mansilla y la poronga en coche, nene. Peor es caer en el refrito. Aunque en tu caso no sorprenda aquello de ir de mal, en peor.

No me hacen mella tus provocaciones, querido diario. Sólo dejaré por escrito aquello que ya argüí en entradas pasadas: anda rezongona la espalda y el curso me demanda muchas horas de culo-en-silla.

Me interesa la opinión de mis lectores, querido diario y creo (espero también) que esta reedición les agrade. 

Nunca está demás volver sobre el radicalismo, y sobre Manzione, claro. 

De ahora en más, el texto (algo retocado) de diez años atrás.

Debo a una querida amiga, María Cecilia Mendoza, mi interés sobre Homero Manzi, una personalidad que antes de entregarme al estudio de su biografía, desconocía en la magnitud que hoy reconozco, aunque quede mucha tela por cortar.

Además de letrista colosal (mejor, de un hombre que escribió letras para los hombres, desechando la alternativa de ser un hombre de letras, en palabras de Manzi), supo ser un destacado dirigente político de un partido que nunca dejó de sentir como propio: la Unión Cívica Radical.

Homero Nicolás Manzione (tal, su nombre, con el que era reconocido en el ámbito político, el que encabezó los comités que supo fundar en el norte del país a fines de los años '20s), fue un militante jugado con la causa radical, la de Yrigoyen; líder al cual le tributó una admiración desbordada, tan argentina. Ya adulto, escribió una semblanza del recuerdo que atesoraba del momento de asunción a la Presidencia de don Hipólito, por primera vez: “el 12 de octubre de 1916, llevado de la mano de mi madre, mis ojos de ocho años lo vieron, de pie sobre su coche, emergiendo del fondo de la multitud como si saliera, a la manera del Sol, de la línea del horizonte, avanzar como sobre las cabezas del pueblo y escuchar el griterío enronquecido de amor, sin un gesto, como si esas voces hubieran resonado eternamente en su soledad para perderse de mí, dejándome en la retina, impresos con trazos indelebles, su aparición, su gesto y su figura. Mi candidez de niño lo vio allí tan grande como era; tan grande como nunca más alcanzó a verlo mi inteligencia de hombre”.

Ese radicalismo de Manzione, lejos de extinguirse se encendió todavía más cuando Yrigoyen se presentaba como sucesor de Alvear en el '28, tiempos en los cuales supo coincidir con un amigo, que a poco de ser derrocado ese líder popular, en septiembre de 1930, dejería en el recuerdo la presidencia del “Comité de Intelectuales Yrigoyenistas”, que hacía funcionar en su domicilio de la calle Quintana 222, para declararse, a la vez que furiosamente antiperonista, tercamente antirradical: Jorge Luis Borges, sobre quien volveremos.

Radicalismo flamígero que lo empujó a una militancia activa en contra de la dictaduras (militares o civiles) que se sucederían a partir de 1930, involucrándose, incluso, en el armado de bombas caseras en el domicilio paterno de la calle Garay, enrolándose en cuanta revolución yrigoyenista deba vueltas para derribar por la fuerza a aquéllos que habían usurpado el poder que, por mandato popular, le correspondía ocupar a la UCR.

1935 sería un parte-aguas en la historia del radicalismo. 

Un sector (denominado “concurrencista”) se impuso sobre los “abstencionistas” en el seno de la Convención Nacional partidaria y la UCR, cuyo Comité Nacional, presidido por Marcelo de Alvear (curadas -a medias- las heridas de su apoyo al golpe de septiembre de 1930), decidió participar en el sistema electoral (viciado, perverso) que proponía el abyecto Agustín Justo. 

Fue a mediados de ese año, cuando Manzione, en compañía de otros correligionarios como Arturo Jauretche, Gabriel del Mazo, Luis Dellepiane, entre otros,(aclaro que Raúl Scalabrini Ortiz fue un entusiasta colaborador de FORJA, pero nunca adhirió formalmente, debido a su resistencia a afiliarse a la UCR, condición para integrarla) se opuso a esa decisión que vislumbraban atinadamente como suicida para los intereses del país, fundando una línea interna que llamarían: “Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina” (FORJA), inspirada en una frase maravillosa e ininteligible del entonces, fallecido Hipólito Yrigoyen: “Todo taller de forja es como un mundo que se derrumba”.

Sintetizar, aún, la obra de FORJA (recogida en estos años merced a una política que viene a recuperar esos valores y a izar esas banderas que creíamos arriadas para siempre) excede con creces las pretensiones de esta página, ya elegiremos el momento.

Quiero llegar a un momento decisivo en la vida y la trayectoria política de Manzione, quien, pese a haber apoyado a los candidatos de la Unión Democrática en ocasión de la elección de febrero de 1946 que llevaría a Perón a la Presidencia de la Nación, advirtió en las medidas que llevaba adelante ese gobierno constitucional, la concreción del ideario yrigoyenista que lo había movido a lo largo de toda su vida, y en ocasión de visitar al Presidente en diciembre de 1947, es expulsado del seno de su partido.

Fue entonces cuando pronunció por “Radio Belgrano” una pieza de profundo contenido político que, a causa de una muerte prematura, supo ser su testamento político. Lo llamó con un nombre curioso: “Las Tablas de Sangre del Radicalismo”, evocativo de un texto canallesco escrito por Rivera Indarte contra Rosas cien años atrás, bien pago por los enemigos externos del Restaurador, de acuerdo a lo demostrado por José María (Pepe) Rosa.

Texto poderoso, de notable actualidad, el de Manzione, que puede esccuharse completo en: http://historiaydoctrinadelaucr.blogspot.com.ar/2011/04/tablas-de-sangre-del-radicalismo-por.html , que desde luego recomiendo. Destacamos algunos párrafos. Luego de demoler críticamente a la conducción partidaria por su postura antipopular, expresada en una oposición sin cortapisas al gobierno de Perón, por parte de los diputados nacionales de la UCR, considera: “Por ello, no podemos compartir la postura de oposición sistemática y recalcitrante asumida por el comando radical y por el bloque de diputados nacionales del radicalismo. La revolución tal vez no necesite los votos de esos diputados ni nuestra opinión, puesto que posee mayorías propias. Pero nosotros necesitamos que la Unión Cívica Radical no caiga, por un peligroso juego de oposición antiperonista en un campo reaccionario y antirradical. ” “Cuando en política el adversario ocasionalo permanente puede dar cumplimiento a los mismos principios a que nosotros aspiramos, sólo cabe secundar e impulsar su realización. De lo contrario, estaríamos bregando por hegemonías meramente individuales que sólo interesan a las personas, pero que son ajenas al destino de los pueblos”.

Más adelante define a Perón como: “reconductor de la obra inconclusa de Hipólito Yrigoyen. Mientras siga siendo así, seremos solidarios con la causa de su revolución, que es esencialmente nuestra propia causa”, aunque destaca que el apoyo que se le brindaba no suponía: “abdicar de nuestro radicalismo ni por qué sumarnos al movimiento peronista. Cuando entendamos que la orientación fundamental está en peligro de desviación, trataremos de seguir la empresa que él ha sido concretar en este momento, para lo cual contaremos con una conciencia acreditada por el sacrificio y el renunciamiento que implica nuestra adhesión. Quienes procedan de modo contrario y emprendan la senda antirevolucionaria aunque sea empujados por ambiciones políticas, corren el riesgo de encontrarse al lado de lo que ahora combaten si lo que ahora combaten, en un día malhadado, dejase de ser revolucionario”.

Y concluye: “esta posición, así confesada y esclarecida, constituye todo nuestro delito de leso partidismo. Y ese delito es lo que movió la sanción fratricida del comité de la Capital. Quienes nos tildan de opositores, se equivocan. Quienes nos tildan de oficialistas, también. No somos ni oficialistas ni opositores, somos revolucionarios” .

Toda relación del ideario manziano con las disyuntivas de este tiempo y los radicalismos de pelajes varios no es mera coincidencia. 

Sigo coincidiendo conmigo, querido diario.

No es poco, bebé, no es poco.

viernes, 10 de julio de 2020

Diario de la cuarentena. Día 111.



Sigo, seguimos querido diario, transitando este tiempo eterno, sin final.

Arrancamos para el culo. Ya te veo venir con la cantinela de la queja. Aunque hay que leer por encima los escritos con los que maltratás mis páginas para concluir que la coherencia no es lo tuyo, ayer nomás, como acostumbrás a escribir, prometiste no quejarte más. Te leen muy pocas personas, las vas a terminar de hartar, van a huir, melonazo...

No soy el único reiterativo, parece, querido diario. Varias veces me advertiste sobre aquello del hartazgo de mis pocos lectores. Y te reitero que no persigo una audiencia multitudinaria, que escribo para mí y para la gente que gusta leer lo que escribo, no sé cuántas veces más tendré que dejártelo en claro...

En todo caso es tu problema, bebé. Vos, yo y tus cinco lectores saben (sabemos) que yo soy vos. Una especie de Pepe Grillo a la violeta que intercala en tus relatos sin fin reflexiones, advertencias, pedidos de disculpas, boludeces, que vos, nene, querés dejar escritas. En este momento sos vos el que escribe lo que yo, que soy vos, deja asentado en estas páginas tan maltratadas...

Cierto. No voy a discutir con nadie (ni siquiera conmigo mismo) mis ademanes (Viñas dixit) bipolares. Seguimos así, nomás.

Refugiado en uno de mis placeres, el cine (cada vez menos placentero, no encuentro posturas para casi nada, querido diario y termino viendo todo lo que veo enroscado en el sillón, mustio, chatito como moneda de cinco) estuve dándole duro a Cinear, el canal del INCAA, que alguna vez recomendé por este pago.

Quizás deliberadamente, por ese canal se emitieron, antenoche y anoche en horario central, dos productos antagónicos desde todo punto de vista. En especial a partir de la concepción del cine: como expresión genuina y esencial del tiempo que refleja o, en su caso, como mascarada pueril y deshonesta.

Expresivas ambas producciones, valga la redundancia, de esas dos alternativas; pocas veces tan evidentes.

Si Bernarda es la Patria, emitida anoche como uno de los tantos estrenos televisivos, autorizados por don Luis Puenzo en esta emergencia, representa cabalmente la primera variante; Solo se vive una vez, es la expresión más canallesca de la segunda.

Arranquemos por el final. 

Concebida al inicio del inolvidable cuatrienio de aquel hombre de Estado nacido en Tandil que, para felicidad de la Patria por estos días presta su palabra a reportajes que lo pintan de cuerpo entero, Solo se vive una vez, es una coproducción argentino-española, que tuvo por mérito convencer a Depardieu (cuya última actuación decorosa se remonta, al menos, treinta años atrás) a dignarse a visitar el culo del mundo y componer un personaje patético como esa película.

Patética y expresiva del peor provincianismo posible (sé, querido diario que es un término equívoco, pero voy a usarlo igual): destinada a celebrar la participación de Depardieu que, acorde con los últimos treinta, treinta y cinco años de trabajo, hace todo espantosamente mal.

E irrespetuosamente mal, dado que se advierte en él un desprecio hacia todos y todo, que sus responsables tenían bien merecido.

Para ilustrar con un ejemplo lo que vengo escribiendo, querido diario: dado que ese pastiche es un canto a la gestión de su paso por la alcaldía de Buenos Aires de quien era entonces, flamante presidente de la Nación, el filme abunda en reiteradas vistas panorámicas de la Buenos Aires que ese estadista nos dejó (una innecesaria y muy extensa toma aérea de la 9 de Julio con su reluciente Metrobus es una prueba de ello) y, en este caso en un alarde de cholulismo, se utilizan nuevos drones para inmortalizar las torres del Puerto Lic. en Letras Carlos Alfredo Grosso (Medina dixit) y terminar en una de la terrazas del CCK, recorrida en soledad por un híper obeso Depardieu. La cámara aérea, acompaña al francés hacia uno de los salones del Centro Cultural, donde se desarrollaría una nueva escena absurda  a tono con esa película ídem.

Depardieu was here, pareciera ser la razón única de esa toma, bochorno que luego se subraya con la intervención muda del notable comediante Alfredo Castellani (La suerte está echada, Días de vinilo, Revolución, el cruce de los Andes, en cine y Todos contra Juan, El elegido  y La Leona, para mentar sus intervenciones más destacadas, en televisión) jugando una especie de camarero (de guantes blancos) que le acerca a Depardieu una bandeja de plata con un... mate. Porque aunque francés, el personaje de Depardieu toma mate todo el tiempo.

En medio de eso, actuaciones de españoles contratados ad-hoc, todas horrendas: las del actor Segura, e incluso la del notable Carlos Areces (protagonista de Balada triste de trompeta) a quien le hicieron componer un personaje que se supone habla como la gente que vive en esta ciudad y alrededores, sin ningún éxito, aunque no se haya dado la pera contra el suelo, especialidad del mexicano Demián Bichir desde su indeleble actuación en la igualmente horrenda Muerte en Buenos Aires.

Me ocupe demasiado de Solo se vive una vez, esperpento que ni siquiera salvan las actuaciones de Darío Lopilato (a esta altura, uno de los mejores comediantes de su generación), de Juan Pedro Lanzani (excelente, como siempre) ni la consabida excelencia del siempre excelente Luis Brandoni, cuyo título remite vaya uno a saber qué, espantado en el que se habrán invertido millones de dólares, ópera prima de un tal Federico Cueva con guion (muy bien disimulado) de cinco personas, troupe encabezada por Axel Kutchevatsky.

El cuasi exacto revés es la otra película que comentaba Bernarda es la Patria, que gira alrededor del mundo gay antes de (aunque nunca del todo plena) "amigabilidad" de este siglo veintiuno  a las personas que tienen, sienten, desean o eligen una sexualidad distinta de la estereotipada "normal".

Hace foco en la biografía del actor Guillermo Lemos que a la vez protagoniza la película, que se desarrolla a partir de una puesta de La casa de Bernarda Alba, de Lorca, con Willy como protagonista.

Entre ensayos y castings para la puesta, desfilan grandes actores de la jerarquía de Iván Moschner y Carlos de Feo, quienes brillan interpretando personajes de ese clásico en el teatro Margarita Xirgu, una de las salas más hermosas de Buenos Aires para una especie de jurado integrado por el director de la película Diego Schipani, Willy, Verónica Llinás y Fernando Noy.

La película comienza con Vanesa Show, cuya foto a su vez, encabeza esta entrada; ícono de la Buenos Aires trans de los '70s. Siempre sensual (en sus años mozos, era una especie de tercera hermana de las Pons, su parecido con Norma y Mimí era notable), Vanesa juega con la boa de plumas y hace mohínes a la cámara.

Luego de ello, comienzan los testimonios de varones homosexuales algunos haciendo pasos de comedia (Gustavo Moro imita a Moria Casán), otros cuentan sus vivencias durante esos años tan difíciles: Tino Tinto y Mosquito Sancinetto entre otros.

Cuando aparece Willy, todo se opaca: para que quede en claro que el protagónico es suyo.

Y si la película gira alrededor de su búsqueda para una mejor composición de Bernarda Alba, contará casi sin tapujos ni reservas su vida. Como botón de muestra, querido diario, sin querer inspirar ningún sentimiento compasivo contará que cuando era muy chiquito su padre lo llevaba a su cama para jugar "al supermercado", abusándolo sexualmente a diario.

Como escribí, contado al pasar, porque la película refleja esa sociedad sumergida durante tantos años de durísima represión (las violentísimas razzias policiales extendidas hasta bien avanzado el gobierno de Raúl Alfonsín, la incomprensión y la discriminación del entorno más cercano, los espacios de libertad, etc.).

Un collage que refleja con precisión, ternura y honestidad esas almas tan malqueridas, tan maltratadas, tan humilladas. Filme que lleva el sello de una de sus productoras, Albertina Carri.

Ese rigor, esa honestidad, esa decencia con la que fue filmada la película estrenada anoche en la señal de Cinear contrasta tanto y tanto con aquella otra exhibida antenoche por esa misma señal, contraste que me incitan a compartir estas impresiones deshilvanadas, a tono con el ánimo que esta cuarentena eterna despierta en mi, querido diario.


lunes, 6 de julio de 2020

Diario de la cuarentena. Día 107.

"Mansilla y su monóculo. 

Como lo presentaron en el Jockey Club y le sirvieron de testigos en duelos, se explicaba que el monóculo del general, incrustado entre sus párpados. Marcel Proust,
Por el camino de Swann, 1913. 

Tío, padre y genealogía. 

Rozas, según las memorias de Mansilla, visto de cerca se definía por su mirada intimidatoria. 

Era un gesto filoso, azulado y horadante, que se concentraba bajo el ceño hasta convertirse en una sola pupila, al funcionar de manera análoga a un diminuto cono que desgarraba la  carne y hasta los pensamientos de la persona que tenía delante y más abajo. 

Se trataba de la práctica de un fondo de ojo, ejecutada desde sus cuevas en Palermo o en Santos Lugares. 

Adulto-adolescente, en este caso, la ecuación puede triplicarse, amo-criado, maestro-discípulos, padre-hijo. 

Mirar mal, mirarlo mal, ser mal mirado. 

Porque el padre de Mansilla portaba a su vez, un gesto parecido al de Rozas, atenuado apenas por un matiz socarrón que parecía benevolencia o cinismo de pragmático sobreviviente. Pero cuya punta resultaba tan inquietante que a su hijo memorioso lo hacía pensar en una mezcla de entomólogo, cómitre e inquisidor sin que pudiera acertar quién imitaba a quién: si su tío a su padre o a la inversa. 

O, quizá, si era el rasgo generacional de los jueces compulsivamente preguntones o de antiguos practicantes en punterías campesinas nacidos a fines del siglo XVIII. 

Semejante mirada patriarcal sostenida en un par de ojos que al aproximarse se centraban en uno solo mucho más tupido a causa de las cejas, más agudo y abrumador, nada tenía que ver con la de los tuertos, que nos e acumula sino que se ablanda y mucho menos con la de los bizcos, que si por algo se define es por sus vacilaciones y por las fugas. 

Implacables. 

Realmente, el Brigadier General, así como el padre de Lucio Vé, en sus duplicadas presentaciones, paradójicamente concluían por sostener ese núcleo de contemplación interrogativa, que aludía cada vez más al cíclope o a ciertas reminiscencias bíblicas dibujadas por un gigante en avance sobre alguien pequeño que se empequeñecía aún más. 

Parecería correlativo el monóculo de Mansilla, en las fotografías de su vejez de Witcomb o del Globus Atelier de Berlín. 

Un intento por recuperar la óptica patriarcal de sus antepasados, compensando simbólicamente su carencia de poder real que apenas si le había servido de soporte y justificación para una manera de mirar prepotente antes de 1852. 

Pero esta suerte de 'revivalismo'  oftalmológico, digamos, inflexión de su notorio complejo a lo Frégoli, si bien condicionado por esos antecedentes familiares, hacia 1890, se fue superponiendo con una moda generalizada en los escenarios de su peculiar amistad con Robert de Montesquiou y otros dandysmos y existencias vegetativas que recorrían los capítulos de A la búsqueda del tiempo perdido. 

Si los propietarios puros se iban convirtiendo en consumidores puros, la genealogía pampeana se calcaría aquí sobre los magnos esnobismos del barrio de Saint Germain"    

El texto, lo transcribí íntegro del archivo fílmico  del audiovisual realizado por personal de la Biblioteca Nacional "Mariano Moreno" para la exposición "Viñas escribe Mansilla", realizada en septiembre de 2017 que puede verse acá.

Me la perdí, como tantas cosas interesantes que por distraí...

Quién hubiera dicho que me agradaría (por así decirlo) volver a leer las pelotudeces que dejás caer sobre el pasado, con tanto capricho, con tanta arbitrariedad, con un vuelo tan bajito pero, al fin de cuentas, reflexiones alejadas de ese lamento boliviano con el que flagelaste estás páginas ayer. La (poca) gente que te lee se preocupa, melón. Están todos en la misma, no necesitan leer ese clase de reflexiones. Termino por el comienzo, qué bueno que hayas vuelto a Mansilla, bebé.

Decía, querido diario, antes del soliloquio que ignoro, que me perdí esa muestra, que tanto me hubiera gustado ir a ver.

2021 (si existe, si lo hay) auspiciará que me dedique a cuestiones menos horrendas que las que me vienen ocupando (en vano) desde hace tanto tiempo.

¡Y dale, con la queja, nene! ¡Finíshela!

Cuando se me antoje, querido diario.

Decía de Viñas, ese intelectual que tanto admiro, que tuve el privilegio de tratar (fugaz e intensamente) en los ámbitos que fatigaba para crear, para elucubrar, para decidir sus trabajos: los bares de la calle Corrientes y aledaños: La Paz, La Academia, Ramos, La Ópera.


Pruebas al canto, querido diario: los responsables de la muestra que me perdí cuando maltraté mi tiempo, perdiéndolo con gente absurda y ruin que, espero, sean a partir de 2021 (si Tatita Dios decide que haya año 2021) nada más que un recuerdo fulero; tuvieron la sensibilidad de nutrir la muestra con los papeles de Viñas, aquellos mediante los cuales bosquejaba su último trabajo, el que no sería porque la muerte se lo llevó antes de que publicase su último ensayo.

Precisamente, Mansilla, entre Rozas y París.

Escribí acá que no entendía bien porqué Viñas se ocupaba de Mansilla, un autor al que desdeñaba con mi torpeza de siempre, puesto que sólo un torpe puede desdeñar el legado de Mansilla.

Mejor, no es desdeñable desde ningún punto de vista Una excursión a los indios ranqueles, libro que he releído tres veces en estos días. Cada relectura me deja algo nuevo, es evidente que lo había leído a las apuradas y mal.

Como sea, seguiré con la obra de Mansilla en este eterno atajo, tan eterno como esta cuaren...

Dale, nene, ya lo dijiste mil veces, hasta lo usaste al odontólogo de Giles. Ya está, bebé...

Tenés razón, querido diario.

domingo, 5 de julio de 2020

Diario de la cuarentena. Día 106.

Querido diario.

No sé cómo, porqué, ni para qué sigo. Pero sigo.

Sigo, querido diario, escribiendo tus páginas de una cuarentena sin final.

Llevamos, en Buenos Aires, querido diario, tantos días en cuarentena que superan, sumados, dos mandatos presidenciales.

Ah, bueno, estamos perdiendo el norte, bebé. ¿Dos mandatos presidenciales? No me digas que vas a dejar por escrito la pelotudez de comparar la extensión de este encierro con los días del  mandato del odontó...

No me espoileés las ocurrencias, por boludas que sean, querido diario.


En efecto, te guste o no, es un dato objetivo: llevamos encerrados en casita (quienes tenemos ese privilegio) un lapso que excede por dos (y algo bastante más) la presidencia de don Héctor J., ese dirigente tan, pero tan, maltratado por sus contemporáneos y tan, pero tan, sobrevaluado en el recuerdo por quienes sólo saben de él, lo que otros les contaron.

Embellecido el recuerdo de Cámpora (paradójicamente) por su final. Demasiado cruel, infligido por los malos-malísimos, los peores.

Voy a escribir poco, querido diario.

Iba a volver sobre temas más interesantes (o al menos, eso considero yo), con los cuales abusé de la amabilidad de la gente querida que lee estas macanas.

Pero no. Ando con poco ánimo, menos humor y demasiado dolor de espaldas.

Quizá, como género humano merecíamos esto. O, incluso, esto que andamos penando (yo, con una intensidad mucho menor que cientos de miles) sea el anticipo de lo que vendrá. Chi lo sá.

Sólo que, querido diario, mi existencia de casi medio siglo no tiene registro de un tiempo peor que el de este 2020 inmundo, el más bisiesto de todos los años bisiestos.

Y si empiezo así, es porque voy a recomendar a la gente querida un mediometraje filmado por Hugo del Carril, un artista muy querido y respetado en este pago, disponible acá.

En Marcha, se titula el trabajo, encargado por el Sindicato de Luz y Fuerza. 

Y si bien el documental exacerba, subraya la tarea gremial de esa organización, es mucho más que un folleto de propaganda.

Seguramente por aquello que subraya Fernando Martín Peña en la presentación del corto.


Digo: si el trabajo es mucho más que un folleto propagandístico es, precisamente, porque lo dirigió Hugo del Carril. 

Para quien, en palabras de Peña: "siempre es la imagen lo importante. Además, fue pionero de lo que hoy llamamos producción independiente, porque desde su primera película, hubo 11 película de su filmografía como director, en las que él participó con su propio dinero, para poder hacer las películas que verdaderamente le interesaban, las películas que verdaderamente sentía. Y dejó una obra que sólo se puede comparar con la de Torre Nilsson o con la de Leonardo Favio. Son realmente, los tres directores esenciales del cine argentino y además, por la magnitud de su obra, por su coherencia, los indispensables".

Cuesta desmentir al maestro Peña, aunque me tomo el atrevimiento. Quizá exagera con Torre Nilsson, en especial por aquello de su coherencia como director; ética  innegable en Favio y muy especialmente en el más honesto de los tres: Del Carril.

El Santo de la Espada, Martín Fierro y Güemes, son tres bochornos que pesan demasiado en el debe del balance de la obra de Babsy algo que él mismo se autocriticó (o pretendió justificar) en un documental que el propio Peña difundió cuando su programa podía verse en el Canal de TV estatal.

Debe decirse que, por cierto, Torre Nilsson dejó un legado invalorable compuesto por joyas fílmicas tales como: La casa del ángel, Fin de fiesta, Graciela, La caída, Boquitas pintadas y Piedra libre.

Volvamos al mediometraje, muy valioso desde varias aristas. 

Y doloroso de ver, en especial en este tiempo tan horrendo: hay gente feliz, que se toca, que se abraza, que va al teatro, que deambula por las calles céntricas de Buenos Aires, que come, que bebe, que fuma, en comunidad. 

Yo, que vivo consumiendo cine argentino sufro (y cómo) cuando veo imágenes de la Buenos Aires de algún tiempo. Envidio a quienes deambulaban por esas Buenos Aires, las más sórdidas incluso, las de las sucesivas dictaduras, las de 2001/2002, las de Macri: todas eran infinitamente mejores que esta. 

Que la Buenos Aires de este tiempo abyecto, inmundo, que parece haber llegado para quedarse.

Salvo que recordemos algo que debiéramos tener algo más presente, tal vez. 

Que entre nuestras potencialidades no está la inmortalidad, que la muerte llegará.

Esperemos que no sea de esta enfermedad asquerosa y ese afán, esa expectativa cumplida que sea, revalorizarán estos meses detestables (vistos desde este presente detestable), en un futuro que esperamos, no sea demasiado lejano. 
 
Aunque siempre diré que siempre valdrá la pena tomar algún riesgo a perecer marchitándonos de a poco en casita, faena en la que venimos perseverando desde hace ya, algo más que el término de dos mandatos de aquel Presidente fugaz del otoño de 1973.