lunes, 6 de julio de 2020

Diario de la cuarentena. Día 107.

"Mansilla y su monóculo. 

Como lo presentaron en el Jockey Club y le sirvieron de testigos en duelos, se explicaba que el monóculo del general, incrustado entre sus párpados. Marcel Proust,
Por el camino de Swann, 1913. 

Tío, padre y genealogía. 

Rozas, según las memorias de Mansilla, visto de cerca se definía por su mirada intimidatoria. 

Era un gesto filoso, azulado y horadante, que se concentraba bajo el ceño hasta convertirse en una sola pupila, al funcionar de manera análoga a un diminuto cono que desgarraba la  carne y hasta los pensamientos de la persona que tenía delante y más abajo. 

Se trataba de la práctica de un fondo de ojo, ejecutada desde sus cuevas en Palermo o en Santos Lugares. 

Adulto-adolescente, en este caso, la ecuación puede triplicarse, amo-criado, maestro-discípulos, padre-hijo. 

Mirar mal, mirarlo mal, ser mal mirado. 

Porque el padre de Mansilla portaba a su vez, un gesto parecido al de Rozas, atenuado apenas por un matiz socarrón que parecía benevolencia o cinismo de pragmático sobreviviente. Pero cuya punta resultaba tan inquietante que a su hijo memorioso lo hacía pensar en una mezcla de entomólogo, cómitre e inquisidor sin que pudiera acertar quién imitaba a quién: si su tío a su padre o a la inversa. 

O, quizá, si era el rasgo generacional de los jueces compulsivamente preguntones o de antiguos practicantes en punterías campesinas nacidos a fines del siglo XVIII. 

Semejante mirada patriarcal sostenida en un par de ojos que al aproximarse se centraban en uno solo mucho más tupido a causa de las cejas, más agudo y abrumador, nada tenía que ver con la de los tuertos, que nos e acumula sino que se ablanda y mucho menos con la de los bizcos, que si por algo se define es por sus vacilaciones y por las fugas. 

Implacables. 

Realmente, el Brigadier General, así como el padre de Lucio Vé, en sus duplicadas presentaciones, paradójicamente concluían por sostener ese núcleo de contemplación interrogativa, que aludía cada vez más al cíclope o a ciertas reminiscencias bíblicas dibujadas por un gigante en avance sobre alguien pequeño que se empequeñecía aún más. 

Parecería correlativo el monóculo de Mansilla, en las fotografías de su vejez de Witcomb o del Globus Atelier de Berlín. 

Un intento por recuperar la óptica patriarcal de sus antepasados, compensando simbólicamente su carencia de poder real que apenas si le había servido de soporte y justificación para una manera de mirar prepotente antes de 1852. 

Pero esta suerte de 'revivalismo'  oftalmológico, digamos, inflexión de su notorio complejo a lo Frégoli, si bien condicionado por esos antecedentes familiares, hacia 1890, se fue superponiendo con una moda generalizada en los escenarios de su peculiar amistad con Robert de Montesquiou y otros dandysmos y existencias vegetativas que recorrían los capítulos de A la búsqueda del tiempo perdido. 

Si los propietarios puros se iban convirtiendo en consumidores puros, la genealogía pampeana se calcaría aquí sobre los magnos esnobismos del barrio de Saint Germain"    

El texto, lo transcribí íntegro del archivo fílmico  del audiovisual realizado por personal de la Biblioteca Nacional "Mariano Moreno" para la exposición "Viñas escribe Mansilla", realizada en septiembre de 2017 que puede verse acá.

Me la perdí, como tantas cosas interesantes que por distraí...

Quién hubiera dicho que me agradaría (por así decirlo) volver a leer las pelotudeces que dejás caer sobre el pasado, con tanto capricho, con tanta arbitrariedad, con un vuelo tan bajito pero, al fin de cuentas, reflexiones alejadas de ese lamento boliviano con el que flagelaste estás páginas ayer. La (poca) gente que te lee se preocupa, melón. Están todos en la misma, no necesitan leer ese clase de reflexiones. Termino por el comienzo, qué bueno que hayas vuelto a Mansilla, bebé.

Decía, querido diario, antes del soliloquio que ignoro, que me perdí esa muestra, que tanto me hubiera gustado ir a ver.

2021 (si existe, si lo hay) auspiciará que me dedique a cuestiones menos horrendas que las que me vienen ocupando (en vano) desde hace tanto tiempo.

¡Y dale, con la queja, nene! ¡Finíshela!

Cuando se me antoje, querido diario.

Decía de Viñas, ese intelectual que tanto admiro, que tuve el privilegio de tratar (fugaz e intensamente) en los ámbitos que fatigaba para crear, para elucubrar, para decidir sus trabajos: los bares de la calle Corrientes y aledaños: La Paz, La Academia, Ramos, La Ópera.


Pruebas al canto, querido diario: los responsables de la muestra que me perdí cuando maltraté mi tiempo, perdiéndolo con gente absurda y ruin que, espero, sean a partir de 2021 (si Tatita Dios decide que haya año 2021) nada más que un recuerdo fulero; tuvieron la sensibilidad de nutrir la muestra con los papeles de Viñas, aquellos mediante los cuales bosquejaba su último trabajo, el que no sería porque la muerte se lo llevó antes de que publicase su último ensayo.

Precisamente, Mansilla, entre Rozas y París.

Escribí acá que no entendía bien porqué Viñas se ocupaba de Mansilla, un autor al que desdeñaba con mi torpeza de siempre, puesto que sólo un torpe puede desdeñar el legado de Mansilla.

Mejor, no es desdeñable desde ningún punto de vista Una excursión a los indios ranqueles, libro que he releído tres veces en estos días. Cada relectura me deja algo nuevo, es evidente que lo había leído a las apuradas y mal.

Como sea, seguiré con la obra de Mansilla en este eterno atajo, tan eterno como esta cuaren...

Dale, nene, ya lo dijiste mil veces, hasta lo usaste al odontólogo de Giles. Ya está, bebé...

Tenés razón, querido diario.

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