domingo, 26 de julio de 2020

Diario de la cuarentena. Día 128.


Al amigo Belisario Arévalo.

Querido diario:

Pensé que nos salvábamos, nene. Me decía: 'si a esta hora no garabateó ninguna boludez ni refritó alguna anterior, zafamos'. Parece que no...


No digas (no manifiestes, mejor) esa clase de comentarios, querido diario. Ya sabemos que no podés decir para mí precisamente porque vos no sos vos, sino que sos yo. Que decido hacerte opinar sin saber bien porqué.

Quizá para permitirle a mi otro-yo (mi subconsciente) decir alguna de las tantas cosas que tiene que decir en este tiempo cuarentenario. 

De eterna cuarentena.

Sé, querido diario, que anduve prometiendo demasiado y reitero que habré de cumplir con esa promesa: el abordaje de las limitantes que tuvo (en mi modesto entender) el doctor Yrigoyen cuando intentó
dirigir los destinos de esta tierra que ya para entonces, registraba una densidad de hijo de puta por metro cuadrado muy por encima de lo tolerable.

Que en esa búsqueda me enterré en las arenas de las tribus del cacique ranquel Panghitruz Güor, quien de niño había sido prisionero y luego peón y protegido del Restaurador de las Leyes, cuando lo bautizó con el nombre de Mariano y le dio el apellido que él, Juan Manuel Ortiz de Rozas, había elegido llevar al abandonar el hogar materno: Rosas.

Llegué al cacique, de la mano de un sobrino del Restaurador, militar que con el grado de coronel en marzo de 1870, se había aventurado al sur del río Quinto a fin de concluir con la firma de un tratado de paz entre el gobierno nacional presidido por Sarmiento y los indios subordinados al cacicazgo de Panghitruz: Lucio Victorio Mansilla Ortiz de Rozas.

Por estos días releí su Excursión a los indios ranqueles y en el mismo plan, otras lecturas: las memorias de los franciscanos que marcharon con él (curas Donatti y Burela) en un interesante trabajo del religioso Meinardo Hux y dos novelas históricas.

Una, a cargo de nuestro conocido Estanislao S. Zeballos (sobre la vida del padre de Panghitruz, el cacique Painé), la otra de un tal Sergio Schmucler titulada La cabeza de Mariano Rosas. Ambas caen (deliberadamente o no), en los vicios del género, en especial el autor contemporáneo.

Si Zeballos persevera en su discurso de odio a fin de calmar una conciencia demasiado atormentada por tantas humillaciones perpetradas sobre ese pueblo derrotado, justificadas en nombre del progreso y de la ciencia, Schmucler escribe para ensañarse con Mansilla.

Lo que nada de malo tiene, aunque (aviesamente o no), confunda. Dado que historiza determinados acontecimientos de manera novelada, mediante presuntas transcripciones de material documental que nuestro conocido David Viñas había recopilado para su Mansilla entre Rozas y París, sobre el cual trabajó décadas y no llegó a publicar.

Esos documentos están resguardados en la Biblioteca Nacional y ardo en ganas por acceder a ellos y realizar una prolija compulsa, dado que Schmucler abusa de la licencia que su condición de novelista le confiere y hace decir a los protagonistas de la excursión de 1870 (a partir de un análisis de la epistolaria atesorada por Viñas) el acontecimiento de hechos desconocidos hasta la publicación de la novela.

Para no abundar, dijera Viñas: refiere el regreso de Mansilla a Lonco-Hué cuando la agonía y la muerte de Panghitruz Güor. Al tiempo que Mansilla, desde su banca en la Cámara de Diputados auspiciaba la expedición pergeñada por el ministro de Guerra del presidente Avellaneda: Roca Julio Argentino.

Nada de lo escrito en tus páginas, querido diario, habrá de modificarse: lo escrito, escrito está. Aludo a mi valoración acerca del contenido de Una excursión a los indios ranqueles, que  ratifico ahora.

Pero vaya que el dato condimenta esta historia.

Tengo que completar algunas lecturas y cumplo contigo, querido diario, con las personas queridas que leen tus páginas y con la memoria de Mariano Rosas.

También seguí leyendo otros textos de Mansilla. Todos de una calidad literaria muy inferior a Una Excursión..., en cuyas páginas no se lee el empaque, la impostura, el término calculado con minucia, la dedicatoria servil, incluso, de muchas de las obras que he leído.

Puntualmente dos: Yo, Juan Manuel de Rozas y Entre-Nos, Causeries de los jueces.

El primero de los trabajos es presentado por Mansilla como un ensayo histórico-psicológico. Bien al estilo de la época, publicado en 1898, antecedió en dos a Rosas y su tiempo de José María Ramos Mejía. Ambos trabajos privilegian como método, el análisis de la psicología del personaje biografiado desdeñando otras facetas más esclarecedoras, precisamente, de la época en la que Rosas intervino. Ambas, denuestan a la personalidad biografiada.

Particularidad que debe subrayarse respecto de la obra firmada por el hijo de la hermana menor del Restaurador (Agustinita Ortiz de Rozas), en la medida que no puede ser leída sino como una drástica operación de limpieza de sangre del entonces general Mansilla, a quien su parentesco con el personaje abominado (tanto y cuanto) por sus cofrades, le pesaba demasiado.

El trabajo, presentado en forma de ensayo, no es nada más (ni nada menos) que un compendio de reflexiones en voz alta, sin otro fundamento ni respaldo que el arbitrio del autor. Con honestidad intelectual (y con cinismo velado) lo anticipa en una de las primeras páginas del trabajo: "el plan será genético o cronológico en su conjunto, sin precisar fechas; no nos proponemos tampoco autorizar nuestra palabra con citaciones de documentos oficiales ni con recortes de gacetas teniendo una gran documentación en la cabeza, imágenes de impresiones pasadas, aunque no hayamos sido precisamente contemporáneos, y cuyas imágenes mnemómicas sentimos que podemos evocar con alguna vivacidad, como si los hechos remotos fueran incidentes de ayer" (cit, p. 16).

A partir de esa premisa, avanza Mansilla en el retrato de su tío, a caballo de las teorías de Herbert Spencer (un delirante cuyas hipótesis pseudocientíficas envenenaron la mente de tanto dirigente sudamericano) que motivaron reflexiones absurdas de la índole de la que leemos en la apertura del capítulo II: "Rosas fue criado por su madre, no tomó leche de negra esclava ni de mulata, ni de china, es decir de india aborigen. Tenía por consiguiente sangre pura, por encarnación sexual y por absorción sanguínea".

Al promediar la obra, Mansilla será particularmente elocuente, al esbozar las razones por las cuales consagró una obra en memoria de su denostado tío materno. Considero que más allá de las excusas que reseña, es particularmente elocuente al consignar en una extensa nota al pie el texto que transcribo, cuando procuraba probar la ausencia en Rosas de un corpus ideológico o filosófico, contradiciendo tácitamente al por entonces fallecido Sarmiento quien, en su trabajo más celebrado había contrastado las personalidades del tío Juan Manuel con la de Juan Facundo Quiroga: si éste era puro instinto, aquél era definido como "falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo".


Nada de eso, dirá Mansilla: Rosas era un gaucho, no tan bruto por su afición por la lectura cotidiana del diccionario: "a manera de prueba referiremos que estando Rosas en el destierro le mandó a su sobrino, militar, su banda de general, para que cuando llegara a ese grado la usara (esa banda le fué regalada como curiosidad al historiador Saldías por aquél). Rozas no vela la imposibilidad moral del caso (dar las nuevas ideas a que el destinatario de la banda servía) ¿o pensaba qué? Quien sabe si no pensaba  ofuscado por la ignorancia de las cosas -y en su ilusión- que el susodicho sobrino podía ser un reaccionario en el sentido de gobierno. En este hecho se contiene un problema metafísico relacionado con la complicada personalidad de Rozas, a saber: que quizá no creía en la buena fe del que él consideraba capaz de llegar a ser general al servicio de un nuevo régimen, viendo en él un partidario porque no le había hecho mal alguno, o las tristezas del ostracismo anticipaban la cochera". 

No tiene desperdicio la cita, dado que evidencia cuánto le pesaba al sobrino de la anécdota contada con el uso de la tercera persona, mediante la cual (trampa del subconsciente, tal vez) saca el cuerpo a esa mancha venenosa que para su carrera militar suponía el trapo que le había hecho llegar el tío exiliado y el parentesco mismo.

¿Habrá querido emular Rosas a otro general exiliado cuando decidió legarle su sable corvo en tributo a la decisión altiva de su gobierno de enfrentar con suerte cantada a un poderío de naval incontrastable en la Vuelta de Obligado?

¿Habrá pensado Rosas al hacer llegar su banda de general en su cuñado, padre del sobrino, aspirante a general, quien había precisamente liderado esa resistencia heroica y digna que conmovió tanto al Libertador San Martín como para decidir legarle al jefe político y militar de Lucio Norberto Mansilla el sable corvo que lo había acompañado en otra gesta emancipadora?

Tal vez. No lo sabremos, dado que Lucio Victorio se limitó a relatar ese legado mediante esa escueta y vergonzante (y vergonzosa) nota al pie de un trabajo destinado a denostar a su tío, dejándonos en ascuas acerca de los términos de la nota con la cual Rosas habría acompañado la  encomienda con la banda de general legada.

Como anticipaba, querido diario, desmiente toda ascendencia intelectual en Rosas durante sus años de predominio, sobre la base de la descalificación personal que aludí: "fingió, sin haber leído a El Príncipe, 'simuló y disimuló', se dejó inducir y preparó su reelección. Sólo un hombre, Anchorena, tuvo verdadera influencia sobre él. Y por cierto que su influencia no fue nada benéfica para el país, aunque el que la ejercitaba fuera una persona de bien en la acepción lata".

Reaparece entonces, un viejo conocido nuestro, querido diario, don Tomás de Anchorena, quien efectivamente tuvo enorme ascendiente sobre Rosas el cual a criterio de Mansilla no sería "beneficiosa para el país", juicio que matiza de inmediato al dejar a salvo la hombría de bien del congresista de Tucumán. No era cuestión de ofender a sus descendientes, empinados en el poder antes, entonces y después también.

Una pena que no haya abundado sobre una personalidad sobre la que se ocuparía en el otro libro que leí (releí en verdad) en este tiempo Entre-Nos, una serie de pequeños ensayos (de allí el término con el que los nomina: causeries), aparecidos en el diario Sud-América entre 1889-1890, época que encontraba a Mansilla enrolado en las huestes del menguante presidente Juárez Celman.

Aunque muy desparejas, las causeries de Mansilla tienen su encanto, en especial, aquellas que versan sobre recuerdos de su infancia en la Buenos Aires de su tío Juan Manuel, presente en varias de ellas. 

Recomendé, querido diario y vuelvo a hacerlo, la lectura de Los siete platos de arroz con leche, no sólo porque está espléndidamente escrita, sino especialmente, por su valor documental: cuenta el encuentro que tuvo en Palermo con su tío al regresar de su viaje iniciático, en las vísperas de la batalla de Caseros. El dedo de Rozas y Artimañas del caudillo vuelve sobre esa obsesión tan persistente y hay otras que relatan su experiencia como jefe de fronteras en Río Cuarto y otras célebres sobre su intervención en la guerra del Paraguay.

Vamos a detenernos en una, que atañe a otro conocido de este bazar austero y que tiene el valor de ser uno de los pocos retratos que se ha hecho de su personalidad reflejado a su vez con indisimulada admiración por Mansilla: Pedro de Angelis.



Leemos de "El señor Don Pedro": "era éste un hombre alto, vistoso, de tez blanca, casi sonrosada, de musculatura un tanto adiposa, de gran nariz guarnecida de tumfefacciones, en las que el microscopio habría descubierto mundos infinitamente pequeños; de ojos chiquititos y hundidos como los del cerdo; de boca grande y gruesos labios que acusaban la lascivia, templada por una frente y una conformación craneana en la que la frenología habría encontrado localizadas y desenvueltas plenamente, las facultades intelectuales más nobles y la idealidad; aseado hasta la pulcritud, vestía siempre con corrección, usando la gran corbata blanca de entonces [...] miraba a su interlocutor oblicuamente, de arriba a abajo, porque su talle era miguelangelesca y se movía con solemnidad, envolviendo toda su persona una sonrisa que no era irónica ni burlesca, sino desdeñosa y escéptica, y su casa era una mansión agradable, en todo sentido, por el confort, el orden y el conjunto de obras de arte, de bibelots y curiosidades de todo género que poseía. Tomaba rapé, y estoy viendo sus gordas manos blancas con patequias, guarnecidas de unas macizas, plebeyas, y el pañuelo de la India para sonarse, que manejaba con cierta coquetería viril".

Notable fresco del napolitano, generalmente abominado por sus coetáneos, casi siempre a partir de un mal disimulado complejo de inferioridad, que no atacaba a Mansilla quien lo evoca de esa manera descarnada y tierna, despegándole a su vez, el estigma de mazorquero, habida cuenta los servicios prestados a su tío.

Alude Mansilla al momento, quizás, de mayor intimidad con don Pedro, cuando lo alojó en la casa que ocupaba en Santa Fe, en tiempos de la Confederación, cuando comenzó a despuntar el vicio de la escritura a pedido del gobernador de entonces. Refiere (con más ocultamiento que revelación, desgraciadamente) en asuntos tratados en la sobremesa para abundar en una anécdota relacionada con los funerales de su tía política, Encarnación Ezcurra y el papel jugado por De Angelis.

Y concluye la semblanza de contagiosa admiración hacia el hagiógrafo napolitano: "¡Malhaya los sabios que prosternan su inteligencia y sus facultades ante las extravagancias del poder ensoberbecido, que a fuerza de sentirse servilmente servido a la minute, acaba por confundirnos a todos en un sentimiento de menosprecio... afectuoso!
      

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