viernes, 29 de agosto de 2025

Soñar con Victoria Villarruel

 Al profe Mourente, que le gusta leer estos disparates.


A caballo de la lógica de los sueños, estaba en el cuarto actual de mi departamento de soltero eterno. Algunos detalles que no se corresponden con la realidad de la vigilia: muchas plantas (me llamaba la atención el detalle, me preguntaba si era bueno que hubiese tanta planta en el cuarto, por aquello del oxígeno que se consume), un ropero en el lugar de la ventana. Otros detalles sí se correspondían: el color celeste de las paredes, el respaldo de madera de la cama.

Era la mañana, yo estaba en la cama despierto, remoloneando. Se abría la puerta y hacía su ingreso la vicepresidenta Victoria Villarruel.


Muy elegante, pintada como una puerta, sonriente, se movía con decisión, con energía.

Aunque no entendiera las razones de la visita, decidía seguirle la corriente. Le preguntaba si podía tutearla. Ella me decía que sí, mientras se recostaba en la cama en la que yo todavía seguía, inmovilizado por la sorpresa de la visita y avergonzado por la traza que llevaba: duermo con horrendas camisetas de frisa, lujo de solterón empedernido que no tiene que justificarse ante nadie por la vestimenta de cama.

Nueva lógica onírica: me preguntaba qué explicación debería dar a mi padre (fallecido en 2000) y a mi madre (felizmente viva, pero con quien no convivo), incluso a mi hermana, porque es peronista. Tenía en mente sacar el tema de su adhesión a la dictadura, pero me contenía. 

Obsequioso con la visitante le elogiaba (un gesto de grandeza, decía) por su visita a Isabel Perón en Madrid. Me daba detalles que me desconcertaban, porque se burlaba de la señora.

Entre tuteo y tuteo, risas de ella, incomodidad mía, me preguntaba qué derivaría de ese encuentro matinal.

Y sonaba el radio-reloj.

Soñar con Victoria Villarruel. Así estamos. 

jueves, 7 de agosto de 2025

Hasta siempre, don Alberto

¿Porqué no se deja de embromar, Garcete? Usted es peronista, no siga con eso de su radicalismo que a esta altura no se lo cree nadie, me dijo, cruzado de piernas, acentuando el "es"; comentario subrayado con una sonrisa pícara, satisfecha.

Ocurrió en una de las tantas tenidas en la librería de Suipacha 521, donde solía acudir, más que a comprar libros (que fueron muchos y se destacan en mi modesta biblioteca) a conversar con él.

Uno de los no tantos libreros de Buenos Aires, tan distinto de aquellos que atormentaron a Silvio Astier en su primer empleo, como de los de un siglo más tarde, que venden libros, como pudieran corretear medicamentos, zapatos o verduras.




Alberto Casares era, no es novedad, tan profesional como artista en lo suyo, desde ese rincón de nuestra amada Buenos Aires; uno de los pocos por estos días, que distinguen a nuestro lugar de otros del país, pero ante todo del mundo. Viene a cuento una anécdota de mi querido amigo y socio Arturo, quien en una de sus visitas a Buenos Aires durante sus años de residencia en Panamá, me dijo que no le daba el tiempo para volver a recorrer librerías: no sabemos la ciudad en la que vivimos, hasta que nos alejamos, recuerdo que me advirtió. En Panamá no hay librerías. Con suerte, te venden una novela de Sidney Sheldon, que se exhibe en un escaparate al lado de una sartén.

Cuánta verdad en la reflexión de mi amigo. Cuán cierto es que, gracias a gente como Alberto Casares, Buenos Aires es (en este caso) esa bellísima excepción, subrayada por el asombro que genera reparar en tantos y tantos años de malaria que podrían haber persuadido a mi amigo, de dedicarse a otros rubros más rentables.

Mucho de tertulia tenía (seguirá teniendo, esperemos) el templo laico de libros de la calle Suipacha. No menos de una hora había que disponer cuando se decidía visitarla: no era sensato perderse una plática con Alberto que, si uno andaba con suerte, podría nutrirse con los aportes de Hermenegildo Menchi Sábat y Rogelio Pajarito García Lupo.

A propósito de la frase del inicio de este texto de despedida a mi amigo, decir que era uno de los poos lectores de las cositas que dejo caer en este bazar sencillo. Cómo se divertía con tanta chambonada literaria, que se permitió corregir alguna vez. Siempre alentó, como fuere, mi escritura aquí, muchas veces nutridas con textos adquiridos en su librería.

No escribiré nada de su final: fue lento, cruel e inmerecido y cierro con gratitud. Si me atreví a iniciar el emprendimiento editorial "Villa Ediciones" fue por su consejo, nacido de una de nuestras tantas tenidas.

Astuto, me había hecho saber que había encontrado una Colección de Pedro de Angelis. Quedan pocas en el mundo, por lo cual el precio sería desorbitado. Estaba dulce y accedí. Fui a verla y, como nunca antes lo había hecho intenté (sin éxito alguno) un regateo módico. Opuso que el vendedor es muy jodido, doctor Garcete, no creo que le baje un centavo". 

A fin de corroborar una sospecha, mientras escudriñaba cada tomo de la Colección, reparé que la cuerina de uno estaba marcada por el relieve de unas mandalas. Supuse que una piba, habría estado desplegando destrezas en ese lugar tan inapropiado. Como caí en la cuenta que no conmovería el precio final, al menos para salir de dudas, dije: como puede haber alguien que se entretenga haciendo mandalas sobre un tomo de la Colección de Angelis. Peor: como puede haber alguien tan indolente que le permita a otra persona lastimar de esa manera la encuadernación original de este tomo..., mientras meneaba la cabeza. Cuando la levanté, para mirar a mi amigo, vi un gesto de ira contenida. 

Sonreí, él se rió con ganas y, por supuesto, le pagué al dueño tan jodido el precio que me pedía.

A propósito de la Colección, en una tenida habíamos pensado la idea de hacer una reedición facsimilar de esa obra pionra y principal de la historiografía nacional. Pocos meses después, comenzó su larga enfermedad y el proyecto puntual no fructificó. Aunque fue el puntal para que naciera "Villa Ediciones".

Tuve oportunidad de agradecérselo. En cada ejemplar lo mentaba a él y al templo laico de los libros de la calle Suipacha. Nadie fue tan generoso, tan cálido, con ese emprendimiento. El Santo de la Espada, en prensa, también tiene una dedicatoria a mi amigo Alberto que llegó a leer, puesto que siempre le hacía llegar las galeras y siempre era su librería el primer lugar donde se ponían a la venta los ejemplares de la "Colección Mestiza".

Descanse en paz, generoso, culto, entrañable amigo mío.