Vuelvo a este ámbito de cosas ínfimas, para compartir una experiencia literaria que aconsejo decididamente: la novela póstuma de Beatriz Sarlo.
Digamos que, empecé el mes de enero de 2025 con Guerriero y las memorias del horror y lo cierro con Sarlo. Digamos, que tuve un excelente mes literario.
Porque la novela de Sarlo es, lisa y llanamente, una experiencia de placer literario. No recuerdo que haya escrito algo antes con tanta claridad, calidez, elocuencia y maestría. Y eso que escribía lindo Beatriz, aunque en mi modestísima mirada, nunca mejor que en su despedida.
Sea porque se ocupa de sí, quien a lo largo de su vida se ocupó tanto de otros, de la escritura de otros. No entender es una novela autobiográfica, si se quiere, tan a tono con lo que ando elucubrando con más audacia (en el sentido de Celedonio Flores, sé bien que no tengo oído ni para el arroz con leche) que talento.
A Sarlo, el talento le salía por los poros y esta obra deslumbrante lo prueba.
Porteña a ultranza, seguramente, a pesar suyo, aborda temas tan dolorosos como el desamor (recíproco) con su madre; el amor (también recíproco) con un padre arrasado por el alcohol, sin dejar de abordar su propio alcoholismo; su tránsito por la sociedad convulsionada de fines del peronismo, atravesada por el recuerdo de esa niña que (como casi todos los pibes y pibas) no podían no haber sido peronistas.
Su vínculo con los animales y con el campo, su ajenidad con el movimiento feminista, por haberlo ejercido desde muy chica, contra viento y marea, sus tías y tíos. Y siempre, aunque lo desmienta al principio, la política.
Y, desde luego, la idea fuerza de su trabajo el no entender como clave del conocimiento, del saber vital.
No ahorra autocríticas: sabiéndose arrogante, finca esa característica de su personalidad en su primera infancia (quién se cree que es, era la frase con la que sus maestras del Belgrano Grils School, la definían ante sus padres), impiadosa consigo misma cuando se evoca perorando acerca de lo que no sabía en sus primeras mesas redondas; artificio de enorme astucia para subrayar lo que siempre se notó de ella. Habrá sido muchas cosas Beatriz Sarlo, nunca una cobarde.
Siempre a caballo de una prosa elegante y disfrutable, avanza y retrocede su texto que trabajó a lo largo de siete largos años para, entre otros menesteres, hacer las paces con David Viñas, con quien se había enfrentado mil veces, una de ellas en el set del ATC menemista. Es claro que se sentía en deuda con él y no vacila en ponerlo por escrito.
Espero que no sea porque practico aquello que abomino, de embellecer la memoria de los fallecidos, pero desde que murió Sarlo en diciembre del año pasado, me sentí conminado a leer y a escucharla. Aunque sin la sensualidad de Piglia, era muy atractiva en la oralidad.
Hay decenas (¿cientos?) de videos de ella hablando de los temas más variados: en una charla en la Feria del Libro con sus discípulas Pomenariac y Saitta, en homenajes al Partido Socialista, honrando la memoria de Raúl Alfonsín, reporteada por periodistas (Cristina Mucci, a la cabeza) y por streamers a los que maltrató con agria dulzura, en conferencias en el país y en el exterior.
Fueron días enteros trabajando en la oficina con la voz de Sarlo de fondo, fueron noches hurtadas al sueño leyendo ensayos y artículos sobre literatura, de una densidad propia del acartonamiento en el que sucumben los intelectuales. Aunque en su caso (a diferencia de Horacio González, su contradictor preferido, que escribió una novela de legibilidad tan compleja como sus ensayos) en la de su despedida Sarlo fue diáfana y accesible, siempre mediante una escritura cuidadosa, exquisita.
Dos veces me la crucé en la calle, y en esas dos veces fue ella quien propuso un diálogo banal. Discípula de Viñas, infiero, sabía que era más importante escuchar (a quien sea) que hablar. La traté con cierta distancia, eran tiempos en los cuales la marea kirchnerista hizo de las suyas con gorriones jovatos como era yo para ese entonces aunque deba decir también, que me repelía la petulancia que le atribuía por haberla visto en ocasiones tan rudas como la del contrapunto con Viñas en el '97 y en el aquel memorable 678 del conmigo no, Barone.
Tonto de mí, me la perdí, por lo que vengo a descubrir tarde y mal: puesto a hacer psicología barata, ese carácter fue el que le permitió sobrevivir a una madre que la rechazó (y en su rechazo le rompía los libros en la cara) y a una sociedad autoritaria en la que se hizo un lugar a los codazos. Y a las patadas, también.
Recuerdo la noticia de su muerte en La Nación. Recuerdo la tristeza que me dio la noticia de ese final que anunciaba tanto en las últimas charlas (los cierres aludían a una muerte cercana y segura).
La crónica exhibía una fotografía de su féretro en el ámbito de la política socialista donde sus restos eran velados. Era una toma lejana, se adivinaban sus rasgos, se veía el ataúd sobre una mesa despojada en una habitación sin arreglos florales ni simbología religiosa, por razones de respeto a su ateísmo tout court. Me impactó esa foto de otro tiempo, cuando los diarios se solazaban con los cadáveres ilustres. A los minutos, fue sacada del portal.
Sin embargo, me quedó el recuerdo de esa ceremonia solitaria, austera y política. A tono con quien suponía habia sido una mujer íntegra.
Impresión que he ratificado al atravesar, con mucho placer, las páginas de su autobiografía póstuma.
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