miércoles, 16 de junio de 2010

16 de junio.


Apenas vi la foto que ilustra la entrada, me conmoví profundamente.

Formaba parte de un póster publicado como apéndice del valioso trabajo de Carlos Ulanovsky, “Paren las rotativas”, apretado ensayo de lo publicado en el país, cito de memoria, desde la Colonia a fines del siglo XX.

El póster-apéndice, proponía un popurrí de escenas significativas del pasado argentino y la que comento la entrada evocaba el bombardeo de la ciudad de Buenos Aires perpetrado por la Marina alzada contra Perón hace exactamente 55 años.

Por razones que desarrollo en la entrada ese bombardeo significó mucho en el seno de mi familia antiperonista, en la cual, a diferencia de la corriente general imperante durante décadas, el 16 de junio no era asociado con la quema de templos católicos del centro de la ciudad de Buenos Aires ni tampoco era remembrado como el principio del fin de un dictador detestado, sino que entre bisbiseos, se confesaba –con incomprensible pudor- que ese había sido el día que signó la vida de mi padre.

Porque durante aquel 16 de junio de 1955, el papá de mi papá, un paraguayo sencillo que se ganaba la vida como corredor de comercio había muerto en circunstancias atroces determinantes de un atroz peregrinaje de su hijo mayor de 16 años de edad por hospitales y centros de salud de Buenos Aires, donde podía estar ese paraguayo sencillo y honrado, que había salido a trabajar como todos los días y avanzada la noche, no regresaba a su hogar, ante la infructuosa, extensa y torturante inútil espera de su hija de 14 años en la parada de colectivos a la que arribaba cada día, culminada la jornada.

Nada sería fácil ni grato para ese pibe de 16 años, que con el tiempo sería mi padre. Cuando murió pronto, solo y mal, recogí sus cosas, entre ellas algunas notas. Las guardé en una caja, que no reabrí desde julio de 2000. Cuarenta años después de esa jornada terrible, aquel pibe de 16 años, mi Viejo moribundo entonces, de 61, lamentaría aquella muerte intempestiva, prematura, inesperada e injusta.

Ocurrió entonces que el paraguayo laburador, recuperado de alguna afección salió a trabajar. Aunque hacía frío, garuase y todo conspirase para que se quedara en su casa, prolongando la recuperación de su enfermedad. Quiso salir y salió.

Paró en un café de Uruguay y Viamonte y comenzó la recorrida, ignorante del crimen que cocinaban los enemigos de Perón, de quien el paraguayo era a su vez, enemigo.

No lo quería a Perón, el paraguayo. Se sabía (algo) ajeno a las cosas de su país de adopción, pero aunque reconocía valores en el Presidente, abominaba de su estilo autoritario y cultor de su personalidad. No lo puedo afirmar, pero creo recordar que mi Viejo me contó que estuvo preso al criticar –con tono imprudentemente elevado- un retrato que almacenero del barrio había sido compelido a colgar en el comercio, delatado por el eficaz alcahuete gubernamental (“jefe de manzana”), el vecino Ross, padre de la actriz y cantante Marilina.

Lo cierto es que durante ese aciago 16 de junio, al paraguayo “contrera” (los gorilas vendrían después) lo cosieron a balazos, de lo que da cuenta su partida de defunción.

Durante décadas el Estado argentino ignoró la suerte del paraguayo y de por lo menos, 307 personas más fallecidas ese mismo día, con la excepción de los 90 días que mediaron entre ese atroz bombardeo y el derrocamiento de Perón: a la familia “contrera” del paraguayo la asistió la “Fundación Eva Perón”.

Decía que el Estado durante décadas había barrido bajo la alfombra de la historia a esas víctimas, temperamento bien que alentado por vastos sectores de la sociedad civil que atestiguó ese crimen: se espantaban nuestras gentes ilustradas y acomodadas ante el elocuente “Guernica” de Picasso sin detenerse a recordar aquel –más atroz, más cuantioso en víctimas- que había asolado a la ciudad de Buenos Aires el 16 de junio de 1955.

Fueron décadas de silenciamiento, que yo como testigo privilegiado puedo dar fe que surtieron un efecto contundente: el pudor de los deudos de esas víctimas. No eran los salvajes asesinos los que se avergonzaban –condecorados por la dictadura que sucedió al gobierno de Perón- sino las víctimas, ignoradas, acalladas, por el aparato informativo de los poderes constituidos, con los académicos de la historia oficial o para-oficial, a la cabeza.

Hay trabajos ciertamente infames. El más alevoso es la de un producto prototípico y patético de ese camandulaje que don Arturo Jauretche (de quien nos ocuparemos en breve) supo definir con exquisita precisión como “medio pelo”.

Aludo al sujeto Isidoro Ruiz Moreno, autor del trabajo: “La Revolución del ‘55”, en dos tomos. El personaje, al tratar el bombardeo a la ciudad de Buenos Aires (acentúo ello, porque no se circunscribió a la Plaza de Mayo) se encarga de “demostrar” que al momento de la caída de las bombas la Plaza de Mayo estaba desierta, de allí que el número de víctimas reclamado por los “peronistas” era exageradamente falso. Ahonda seguidamente un análisis minucioso de las circunstancias que rodearon, durante el atardecer y la noche de esa jornada, el saqueo e incendio de iglesias, a tono con el discurso imperante durante décadas.

Otro trabajo, escrito por quien fue (y sigue siendo) presentado como un referente de un espectro democrático de la historiografía y por ello menos pintoresco que el anterior, socialista confeso, admirador de Mitre y Roca, don Tulio Halerín Donghi, en “La larga agonía de la Argentina peronista”, desde un trato desdeñoso de la masacre, con un condigno trato de la quema de las iglesias, subraya el desprecio que ese sector tributó a las víctimas del suceso en particular y a los peronistas, en general.

Recuerdo que con motivo de las elecciones de 1983, la democratizada revista “Gente”, a poco de haber jugado el rol de “house organ” de la dictadura, “preparaba” a sus lectores para la decisión de octubre, relatando con apuro las trayectorias de los partidos políticos más taquilleros. La foto que más me impresionó de las que ilustraban la reseña (tenía entones 10 años) fue la de un Cristo chamuscado, en ocasión de la remanida quema de las iglesias.

Dije antes, y me disculpo por la extensión de la entrada y su cariz autorreferencial, que en mi casa se sabía de la muerte del abuelo paraguayo y sus circunstancias, pero se decía poco, que mi encuentro con la temática y su descubrimiento, vinieron durante mi adultez y uno de los primeros documentos que consulté, o que llegó a mí en verdad, fue la foto que ilustra la entrada.

Dije, aunque no haga falta desde la elocuencia de la imagen, acerca de la atrocidad de la toma. No impacta sólo por el desgarramiento de la pierna de la mujer sino por su expresión. En el trabajo de Ulanovsky se advierte la parte desprendida de la pierna, que es lo que la mujer observa. No hay en ella un gesto de dolor: hay espanto y sorpresa.

Fueron muchos a los cuales una Marina asesina mutilo, desmembró, destruyó durante ese día de crueldad desmadrada. Y durante años, nadie se ocupó de ellos. Es más, como dije, los barrieron bajo las cenizas de las iglesias incendiadas.

Hasta 2005.

Fue un jueves 16 de junio y merced a la gestión de aquella nena de 14 años que esperó en vano durante horas la llegada de un colectivo que debía traer a su padre paraguayo y que nunca llegó, entonces mi tía Rosa, nosotros, sus descendientes asistieron al homenaje que el Presidente de la Nación tributó a las víctimas de esa masacre.

Pudimos entrar a la Casa Rosada gracias, en este caso, a las gestiones de una Madre de Plaza de Mayo (Norita Cortiñas, uno de los seres más adorables que conocí) y escuchamos el discurso que pronunció Néstor Kirchner.

Tengo recuerdos desordenados, la emoción era mucha, sí me acuerdo que Kirchner pidió perdón. Perdón por todos esos años de olvido a las víctimas de esa ordalía de sangre. Fue breve y equilibrado, aunque destacó su sorpresa ante tantos años de silencio y olvido.

Al final del discurso, Rosa lo encaró. No las tenía todas consigo, veía muy poco, estaba desorientada, a su vez por la emoción e intuyendo que Kirchner andaba cerca de ella, lo convocó. Había un clima de jolgorio y Néstor estaba dándose uno de sus “baños de pueblo”, entremezclándose entre la concurrencia, lo abrazaban y besaban.

Rosa fue algo imperativa al llamarlo, subió la voz, usó un tono de directora de escuela y confieso que me sentí algún resquemor acerca de qué le diría mi tía, una mujer demasiado vehemente y que quería poco (hoy quiere menos, creo) a ese “Doctor Kircchhnerr” que convocaba con insistencia. Me había pedido momentos antes que le ampliase una fotografía del paraguayo, que le plastifiqué y lucía, pegada al pecho, con una leyenda que no recuerdo.

Cuando el Presidente giró hacia Rosa, el Salón Blanco de la Casa Rosada viró del bullicio a un silencio pesado, expectante. Rosa, le mostró la foto que llevaba contra el pecho y le dijo, más o menos: “este señor era mi padre. Un paraguayo honrado y laborioso, que a partir de hoy y después de lo que Ud. dijo, descansa en paz”.

Y la pudo la emoción.

Mientras Rosa le hablaba, Kirchner miraba la foto, dibujó un rictus de pena y la acarició. Leyó la leyenda que llevaba inscripta debajo y acentuó el gesto compasivo. Parecía interesado en lo que le contaba mi tía, pero al advertir que lloraba y no diría nada más, la besó tres veces.

Tres años después, su sucesora, la presidenta Cristina Fernández inauguró un monumento de homenaje a las víctimas de esa jornada aciaga y al pie hizo inscribir los nombres de los muertos, entre ellos, el de aquel paraguayo que Rosa había esperado en vano durante las interminables horas del fatídico 16 de junio de 1955.

Razones, motivaciones, impulsos, por los cuales uno se siente cercano políticamente al sector político que gobierna el país desde 2003.

A la memoria de mi Viejo.


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2 comentarios:

  1. emocionante lo tuyo... te escribo esto con los ojos llenos de lágrimas.... Por todo eso es el ¡NUNCA MAS!

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