sábado, 27 de enero de 2018

La Feliz (II)


En mi última entrada anduve aconsejando la lectura de un libro que me gustó mucho, "La Feliz. Aquel verano del 88", de Camilo Sánchez, con el cual inauguré (de la mejor manera posible) mi 2018 en materia de lecturas.

Libro que devoré, precisamente, en La Feliz, al final de mi mini-vacación de enero de 2018.

Y, como vengo haciéndolo cada vez que puedo, mi descanso comienza allí, en Mar del Plata, esa ciudad-laboratorio argentina que desde siempre reflejó lo que el país era o pretendía ser.

Una vidriera grotesca, un espejo deformante, como esos del Italpark, del ser nacional.

Recuerdo haber leído hace un tiempo Mar del Plata, el ocio represivo, del inefable Sebreli cuya lectura me irritó tanto como me irrita Sebreli y lo que escribe (y de tanto fastidio que me produjo, arrojé ese libro en un estante de mi biblioteca, a punto tal que para injuriarlo en esta entrada, quise consultarlo y no lo encontré).

Ese texto, uno de los mojones de ese autor hacia su destino actual: el espectro de la derecha más recalcitrante, eso que viene siendo desde hace unos 20 años, dejando muy atrás las figuraciones intelectuales pseudo izquierdistas (siempre antiperonista, claro está), que cultivaba al tiempo de la edición de su denostación a Mar del Plata. Al pueblo argentino, el objeto de su desprecio de siempre.

El desprecio de una señora reaccionaria, altiva y racista. Con esa fama ganada en ámbitos que nunca fueron los suyos (recuerdo las evocaciones fulminantes de Viñas y Rozitchner de su paso oportunista por Contorno) persona que no se quiere ni un poco en este pago, por lo que no le voy a prestar más atención, por rechazo y por fastidio.

Tan lejos de Néstor Perlongher, para evocar a quien sí queremos tanto: ese puto libertario que gozaba con y quería tanto a los morochos que aquella, desde siempre, despreció.

Contra esos lugares comunes escritos con tanta presuntuosidad y pareja auto-sobreestima, desde pibe que estoy enamorado de Mar del Plata, amor que transitó por intereses diferentes, según la edad.

Me enamoré (y para siempre) de Mar del Plata en enero de 1984.

Esplendorosa, radiante, como el país que estaba convencido de dejar en el pasado para siempre y de un plumazo (y lo creía con demasiada ingenuidad) las secuelas de la trágica dictadura inmediatamente anterior.

Evoco al pibe de diez años que la disfrutó tanto: su sorpresa ante esos culos entangados y esas tetas ubérrimas, como los de la Mulatona que enloquecía a Clemente, de las muchachas que exultantes, comenzaban a disfrutar las licencias de la democracia de estreno, a aquella playa Bristol atestada de familias que se apretujaban (una pegada a la otra) en la arena  más popular de la Patria, que llegaban arrastrando críos y viejos, con un equipaje tan abultado como el que habían traído desde sus casas para pasar la quincena (así se veraneaba entonces, esa era la duración de las vacaciones de la clase media y media-baja declinante por esos tiempos).

Llegaban al mediodía, exhaustos, eufóricos, con sus bolsos, sus sombrillas, esas heladeritas infames llenas con botellas de todo, fiambre, pan, naranjas y todo lo que entrase en esos cuadradotes de plástico que pesaban 50 kilos; las truchas embadurnadas de Sapolán Ferrini (las más coquetas de la familia con la variante naranja que tenía esencia de zanahoria -juraban esas chicas que así se broncearían mejor y más parejo-).

Felices, con una felicidad (aunque poco explicable), contagiosa.

Yo, con esa precocidad al pedo que siempre me caracterizó, los observaba con curiosidad y afecto, escapándome del cuidado de los mayores, caminando por la rambla como un energúmeno, haciendo una parada en algún balneario, avisándole a los cuidadores que iría a descansar a alguna carpa desocupada. Quien le iba a decir que no a un pendejo atrevido.

Mi balneario preferido era "Punta Iglesias", porque tenía pileta. Entraba, saludaba, dejaba mi remera en una carpa desocupada, me daba un chapuzón y me tiraba a dormir una siestita con la Patoruzú usada que compraba por dos mangos en el kiosco de la explanada de la Bristol.

Aunque también me metía en la mar, como se decía antes. En cuyas aguas encontré, una mañana gloriosa (para mí, trágica para quien se aventuró al mar con tanto descuido), un billete de cien pesos argentinos, otro flotando cerquita, otro más allá, hasta reunir 800, una suma que con creces solventaba los gastos que a mi tía Mary le insumía mi estadía con ella en ese lugar que me enamoraba para siempre.

Llegué, eufórico, a la carpa que compartía con las Rolandi, y arrojé la masa húmeda de papel moneda. Y luego de advertirme que preguntase si alguien había perdido tamaña suma (era mucha guita), consejo que simulé cumplir, me instaron a que volviese a las aguas del Mar Argentino a buscar otros billetitos.

A la tardecita, rumbeaba para el centro.

Empezaba a ponerse lindo. Ese centro, con esas peatonales atestadas de gente, de confiterías elegantes y cancheras, siempre desbordadas y, previo paso por la puerta del teatro Corrientes, adonde iba a saludar a Piluso si lo encontraba entrando o a Portales, que se prestaban gustosos a esos baños de afecto popular (éramos una multitud los que esperábamos el ingreso de Alberto Olmedo), me iba a los fichines de Sacoa. A Porcel no lo quise nunca por suerte, era agresivo con quienes se acercaban a saludarlo. Los sacaba cagando.

Si no iba antes al teatro en el que trabajaba mi tío político, a quien tanta gratitud le tuve por tantos años por ese veraneo inolvidable y que, por esas cosas de las relaciones familiares, hace mucho que (deliberadamente, aclaremos) no sé nada de él, en el que se exhibía la obra Papi de Carlos Gorostiza, que protagonizaban Luis Brandoni, Darío Grandinnetti y Julio De Grazia.

Yo, me hice amigo de De Grazia.

A Brandoni, no le pasaba bola, no sé por qué.

De Grandinetti, sabia que era de River, por ser el más joven de todos, debía ser al que le prestara más atención, pero siempre estaba ocupado.

Su camarín era un desfile de mujeres que yo, tenía 10 años, pensaba que eran asistentes. Costureras, pensaba, que tenían que estar arreglándole el vestuario. El cierre del pantalón.

Suposición, nacida aquella vez en la que entré al camarín de Darío sin golpear. No llegué a ver nada, sólo a una de esas muchachas arrodilladas.

Muy amablemente, me dijo Darío (un fenómeno, qué duda cabe), que podía seguir entrando, pero que golpease la puerta. Mi tío, casi me mata.


Mi amigo, decía, era Julito.

Llegaba con sus anteojos de marco grueso, puteando, siempre. De piloto, siempre.

"Son unos hijos de puta, hijos de re mil putas", gritaba Julio, mientras recorría a grandes zancadas en pasillo que lo llevaba a su camarín.

"Los voy a cagar a tiros, a esos periodistas hijos de puta, hijos de re mil putas", bramaba Julito, entrando atropelladamente al teatro.

Como si apretara un botón, apenas me veía interrumpía por unos segundos la catarata de puteadas, me saludaba con un: "¿Qué hacés Horacito?", me guiñaba un ojo; y reiniciaba el rosario de puteadas que culminaba tras un portazo infernal, encerrándose en su camarín.

"Que nadie me rompa las pelotas o los cago a tiros a todos", amenazaba, Julito.

A mí me divertían esos arranques, porque eran los de un amigo. Y como estaba (demasiado) acostumbrado a los gritos y a las puteadas, no me alteraban.

Y ante la sorpresa de quienes asistían a esas explosiones, apenas entraba con esa estampida al camarín, yo tocaba la puerta y después de un: "¿Quién carajo me rompe las pelotas?" , respondía: "Horacio, Julito" y me hacía pasar, advirtiéndome que el permiso era: "Solamente a vos".

Empezaba a maquillarse y le cambiaba el ánimo. Yo le hablaba boludeces, de River, siempre, y él empezaba a relajarse. Lo recuerdo, mirándose al espejo, haciendo morisquetas, que yo le festejaba y  nos reíamos juntos.

Una vez, la mano venía más pesada que lo habitual.

Yo, como siempre, entré al teatro como Pedro por su casa y el aire se cortaba con una tijera.

Me quedaba hasta que empezaba la obra (por esos códigos de ese tiempo, no se me permitía asistir a una obra en la cual los protagonistas hablaban sobre una prostituta, por lo que cuando salían a escena, y escuchaba los aplausos de la platea, me tenía que ir, caminando solo por esa Mar del Plata gloriosa, al departamento en el que me esperaba mi tía Mary para que cenásemos alguna cosita), pero esa vez, la obra no empezaba.

Julito no quería salir a escena.

Yo, en medio de un hervidero de personas que iban y venían, desesperados por ese pasillito. Recuerdo a Brandoni, indignado, puteando; a Darío, en cambio, la situación parecía divertirlo.

En medio de ese hervidero, el pendejo caradura asistía a ese sainete previo al sainete.

Mi tío, me miró con ojos de odio, preguntándose qué mierda hacía yo ahí, aunque el ceño se le aflojaría cuando (deduje después) se le ocurrió algo, una última posibilidad para salvar esa función a platea llena.

Se acercó a alguien (sería el director, que creo, era Gandolfo) y tras unos instantes, esa persona asintió.

"Horacio, esto que te propongo está mal, no corresponde. Pero te lo pido igual. ¿Intentás convencer a ese hijo de puta de que salga a escena?"

Por supuesto que dije que sí.

Golpeé la puerta, se escuchó una puteada y luego de identificarme, Julito me dejó pasar.

Como si fuéramos viejos amigos, le pedí que se dejara de joder, que hiciera la función.

Se cagó de risa. Me acuerdo cómo se cagó de risa.

Y a los gritos, anunció: "Salgo, porque me lo pide el pibe, manga de hijos de puta".

Y me guiñó un ojo.

Y salió a escena, anticipando, antes que los cagaría a tiros a todos.

A los tiros se iría de este mundo, Julito, frente a un televisor que daba una noticia que (se dijo, se dice), le resultaba intolerable.

Mi amigo del inolvidable verano del '84.


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