viernes, 26 de enero de 2018

La Feliz.

El anteúltimo día de mi semana de vacaciones, recordé que tenía pendiente una lectura: "La Feliz. Aquel verano del 88" de Camilo Sánchez, un periodista amigo.

Ambas condiciones, amigo y periodista, dos grandes alicientes.

La primera, por obvias razones. La segunda, porque la literatura hecha por periodistas siempre fue mi preferida: desde una de mis primeras lecturas ("La novela de Perón", de Tomás Eloy Martínez), hasta las que me ocupan por este tiempo (las obras de Pietro de Angelis, a quien estamos haciendo descansar).

Si un estilo tengo cuando escribo, es periodístico.

No por nada me identifiqué y quise y quiero todavía imitar (aunque fracase en el intento) a periodistas-escritores: Sarmiento. Arlt, Walsh, Soriano, Rivera, Verbitsky, Asís, María Moreno y otros tantos y otras tantas.



La Feliz, es un exponente de la más noble tradición de la literatura hecha por periodistas.

No sólo porque es un libo exquisitamente escrito, con pluma llana y emotiva (conmueve Sánchez, y mucho, cuando describe la muerte, absurda y cruel, de Alberto Olmedo) sino en especial, por la metáfora que sirve de eje e hilo conductor: el derrumbe de dos ídolos populares, anticipatorio a su vez, del derrumbe de un país.

Porque, además (sobre todo) La Feliz es un homenaje a Carlos Monzón y (muy especialmente) a Alberto Olmedo, a quienes Camilo Sánchez, como millones de ese país que se moría, admira.

Dos santafecinos hechos en la miseria más extrema, estigma que los acompañaría hasta el final quienes, por caminos tan iguales y tan diferentes, serían glorificados.

En el medio: Adrián Martel, un turrito, un busca sin gracia ni talento, cuyos días acabarían veinte años después de aquel verano maldito, con toda la pena del mundo y ninguna gloria.

Aunque en rigor, el libro se ocupa de los tres hombres de la foto con apelativos, ficcionalizándolos. Son El Campeón, El Claun y El Langa.

Personajes, rodeados por una troupe igualmente nominada: La Diva, La Rubia, La Morocha, La Mística, El Segundo (Javier Portales, el que mejor  parado queda, descripto con una admiración tierna y contagiosa), El Secretario, El Locutor de la Nación y tantos y tantas, perfectamente identificables.

Otras personalidades en cambio, son nombradas como se las conoce: los retadores de El Campeón (Benvenutti, Briscoe, Nápoles, etc.), su entrenador (Amílcar Brussa) sus amigos -dizque más que amigos- (Alberto Lectoure y Alain Delon), su primera mujer Pelusa y sus hijos Silvia y Abel (al hijo de La Rubia, se lo apoda Cachi); Fidel Pintos, Alberto Ure y Osvaldo Soriano, entre otros, en los pasajes dedicados a El Claun.

Aunque más que las alusiones (más o menos entrañables, más o menos ácidas) me ha sorprendido una omisión, sin dudas, deliberada: Jorge Porcel es el gran ausente en el relato, silencio por demás significativo; tanto o más que el desprecio que se le dedica a Báez, el célebre ciruja alcahuete, apodado entonces Cartonero por un periodista (uno de los más brillantes de ese tiempo), perlita que no voy a develar.

Seguiría escribiendo, pero no es cuestión.

Quedó clarito que me gustó y mucho La Feliz: ese relato dulce y amargo, como la cocaína de máxima pureza que corría a raudales en la noche de aquella Mar del Plata, de aquel verano de 1988, que daría inicio, sostiene Sánchez y coincido, a una década que terminaría en diciembre de 2001, libro editado (no por nada) en este presente evocatorio (por aquello que sucedió y que anda repitiéndose) de una farsa, como la  que don Carlos Marx describía en su 18 Brumario.






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