sábado, 26 de abril de 2025

Porteño y bailarín

"Qué importa el sueño, que a mis pupilas roban las mentidas horas de bailar sin calma.

¡Qué importa el miedo de dar la vida!, si encontrara el beso que me pide el alma" 



Vuelvo a este bazar modesto a dejar algunas impresiones sobre la muerte de un porteño, tanguero e hincha de San Lorenzo. Aunque me genere la curiosidad de siempre lo útlimo, comparto con el compatriota que murió el lunes, entre tantas, las otras dos pasiones.

A propósito de su muerte (tan simbólica, tan adolorida, tan sacrificial) reví una película Los dos Papas de Fernando Meirelles por Netflix. 

Si la primera vista me había gustado, ésta me conmovió. No sólo por la deslumbrante actuación de Jonathan Pryce en el papel del compatriota que murió el lunes en Roma (Meirelles le dio revancha y supo interpretar con un talento descomunal a un argentino célebre, para que nos olvidáramos de su horrendo Perón del no menos horrendo musical en el que Madonna canta No llores por mí Argentina) sino por el tono del filme y, como dije, las actuaciones.

Hay un diálogo inicial entre el todavía cardenal Bergoglio, con el valetudinario papa Benedicto XVI (Hopkins, haciendo todo bien, como siempre), mediante el cual el alemán le consulta si era cierto aquello que, como le habían alcahueteado, bailaba tango. A la respuesta afirmativa, quiso saber más: si el baile lo hacía acompañado. Bergoglio/Pryce, midiendo las palabras, contestó que en efecto así era puesto que debía respetar mi reputación de bailarín.

Era porteño y bailarín. De tangos, para más datos.

Espero no caer en la deformación que nos empuja a embellecer a las personas muertas, por el hecho de haber fallecido. No lo creo, no obstante me tranquilice no empeñarme en posturas que, por patéticas, corroboran aquello de que bruto y culto, dos veces bruto. Esto último en relación con ciertas opiniones ligeras de algún atontado que no evaluó (quizá por el duro trance que atraviesa, aunque a tono con el empaque repelente de toda su vida) que a mucha gente podrían joderle comentarios de una banalidad tan idiota, que volvían sobre cuestiones tan remanidas acerca del rol histórico de la Iglesia Católica y otros hallazgos propios como el descubrimiento del agujero del mate. Allá él y ellos (por quienes han dejado caer tonterías por el estilo) a quien, por respeto, no voy a nombrar.

Vuelvo a lo importante de estas reflexiones sin importancia. 

No creo que tengamos perspectiva para evaluar el alcance y la significación del legado del porteño muerto en Roma el lunes pasado. Sí, que en este caso, hemos perdido como nación una oportunidad irrepetible. No es la oportunidad de una entrada de dólares por tal o cual cosecha, por la explotación de Vaca Muerta y otras reflexiones propias de nuestro ser fenicio, sino por el significado que tuvo que una persona que nació y vivió casi toda su vida en Buenos Aires, haya sido jefe de la Iglesia Católica.

Que tomó cafés en boliches donde quien escribe y quienes leen se tomaron alguno también; que apoyó el traste en asientos de colectivos y subtes en los que viajamos; que respiró este aire, que vio las mismas constelaciones en el cielo que nosotros; que oyó las mismas audiciones de radio, vio los mismos progamas de televisión, leyó los mismos diarios. Una persona que se rió de los mismos chistes; disfrutó de las comidas, los postres y las infusiones que aquí nos gusta disfrutar. No vale la pena caer en detalles, pero en mayo de 2003 me lo crucé en la calle y hablé con él. Porque el porteño y bailarín, callejeaba. 

Una persona formada en el seno de la cultura que nos ha moldeado como seres humanos a quienes nacimos y nos formamos acá durante doce años fue referente principal de una religión en la que creen miles de millones de personas a lo largo de todo el planeta.

Y nos lo perdimos. 

Tuvimos pruritos. Era peronista (nunca quedó tan claro el alcance de esa patología que sufren tantas personas por aquí), había colaborado con los milicos (levantando el dedo admonitorio quienes no sobrevivimos ese tiempo ruin y tantos que habiéndolo vivido no hicieron nada que los justificase ante una matanza portentosa y atroz), tenía simpatías con el comunismo (tan luego), era mataputos (sin reparar en que luego revisaría ese temperamento) y algunos, porqué no, por su condición de hincha de San Lorenzo, por incomprensible que sea ello para quien escribe. 

Por algo de todo eso fue rechazado y juzgado. Por nosotros, que venimos haciendo de este país, de esta sociedad, el espectáculo horrendo, dantesco con el que nos chocamos cada día. Todos, todas, sin excepción y con diversos grados de responsabilidad contribuimos a toda esta mierda que el porteño y bailarín denunció. Con todas las letras.

Por eso se lo rechazó ante tanta lágrima de cocodrilo. Fue él quien hizo todo (me consta) para que la Villa 31 sea bien visible en La Recoleta. Fue él quien insultó con la ira que Jesús tuvo en el mercado instalado en el Templo de David a "esta ciudad pecadora, casquibana (expresión tanguera como pocas) que necesita llorar".

¿Cuántos de sus jueces (entre quienes me incluyo) recharían el lujo que uno de los puestos más relevantes del mundo le aseguraba? ¿Cuántos de nosotros, sus jueces, hubiéramos enfrentado a la muerte como lo hizo él, el último día de su vida, en cumplimiento de un gesto que consideraba trascendente? ¿Cuántos de sus censores, nosotros, hubiéramos tenido el coraje de reveer viejas convicciones, para pedir perdón y acercarnos a nuestros adversarios de ayer, para cumplir aquello de perdonar a quienes nos ofenden?

Fue un ser humano. Por tal, agrietado por las contradicciones del alma huma. Fue un pecador (él era el primero en reconocerlo). Pero nadie, en este tiempo tan horrendo, tan ruin, tan desesperanzador, supo y pudo enmendar errores propios y legar una obra que transcenderá, por muchísimos años, a su tiempo.



lunes, 3 de febrero de 2025

No entender

Vuelvo a este ámbito de cosas ínfimas, para compartir una experiencia literaria que aconsejo decididamente: la novela póstuma de Beatriz Sarlo.



Digamos que, empecé el mes de enero de 2025 con Guerriero y las memorias del horror y lo cierro con Sarlo. Digamos, que tuve un excelente mes literario.

Porque la novela de Sarlo es, lisa y llanamente, una experiencia de placer literario. No recuerdo que haya escrito algo antes con tanta claridad, calidez, elocuencia y maestría. Y eso que escribía lindo Beatriz, aunque en mi modestísima mirada, nunca mejor que en su despedida.

Sea porque se ocupa de sí, quien a lo largo de su vida se ocupó tanto de otros, de la escritura de otros. No entender es una novela autobiográfica, si se quiere, tan a tono con lo que ando elucubrando con más audacia (en el sentido de Celedonio Flores, sé bien que no tengo oído ni para el arroz con leche) que talento.

A Sarlo, el talento le salía por los poros y esta obra deslumbrante lo prueba. 

Porteña a ultranza, seguramente, a pesar suyo, aborda temas tan dolorosos como el desamor (recíproco) con su madre; el amor (también recíproco) con un padre arrasado por el alcohol, sin dejar de abordar su propio alcoholismo; su tránsito por la sociedad convulsionada de fines del peronismo, atravesada por el recuerdo de esa niña que (como casi todos los pibes y pibas) no podían no haber sido peronistas.

Su vínculo con los animales y con el campo, su ajenidad con el movimiento feminista, por haberlo ejercido desde muy chica, contra viento y marea, sus tías y tíos. Y siempre, aunque lo desmienta al principio, la política.

Y, desde luego, la idea fuerza de su trabajo el no entender como clave del conocimiento, del saber vital.

No ahorra autocríticas: sabiéndose arrogante, finca esa característica de su personalidad en su primera infancia (quién se cree que es, era la frase con la que sus maestras del Belgrano Grils School, la definían ante sus padres), impiadosa consigo misma cuando se evoca perorando acerca de lo que no sabía en sus primeras mesas redondas; artificio de enorme astucia para subrayar lo que siempre se notó de ella. Habrá sido muchas cosas Beatriz Sarlo, nunca una cobarde.

Siempre a caballo de una prosa elegante y disfrutable, avanza y retrocede su texto que trabajó a lo largo de siete largos años para, entre otros menesteres, hacer las paces con David Viñas, con quien se había enfrentado mil veces, una de ellas en el set del ATC menemista. Es claro que se sentía en deuda con él y no vacila en ponerlo por escrito.

Espero que no sea porque practico aquello que abomino, de embellecer la memoria de los fallecidos, pero desde que murió Sarlo en diciembre del año pasado, me sentí conminado a leer y a escucharla. Aunque sin la sensualidad de Piglia, era muy atractiva en la oralidad. 

Hay decenas (¿cientos?) de videos de ella hablando de los temas más variados: en una charla en la Feria del Libro con sus discípulas Pomenariac y Saitta, en homenajes al Partido Socialista, honrando la memoria de Raúl Alfonsín, reporteada por periodistas (Cristina Mucci, a la cabeza) y por streamers a los que maltrató con agria dulzura, en conferencias en el país y en el exterior.

Fueron días enteros trabajando en la oficina con la voz de Sarlo de fondo, fueron noches hurtadas al sueño leyendo ensayos y artículos sobre literatura, de una densidad propia del acartonamiento en el que sucumben los intelectuales. Aunque en su caso (a diferencia de Horacio González, su contradictor preferido, que escribió una novela de legibilidad tan compleja como sus ensayos) en la de su despedida  Sarlo fue diáfana y accesible, siempre mediante una escritura cuidadosa, exquisita.

Dos veces me la crucé en la calle, y en esas dos veces fue ella quien propuso un diálogo banal. Discípula de Viñas, infiero, sabía que era más importante escuchar (a quien sea) que hablar. La traté con cierta distancia, eran tiempos en los cuales la marea kirchnerista hizo de las suyas con gorriones jovatos como era yo para ese entonces aunque deba decir también, que me repelía la petulancia que le atribuía por haberla visto en ocasiones tan rudas como la del contrapunto con Viñas en el '97 y en el aquel memorable 678 del conmigo no, Barone.

Tonto de mí, me la perdí, por lo que vengo a descubrir tarde y mal: puesto a hacer psicología barata, ese carácter fue el que le permitió sobrevivir a una madre que la rechazó (y en su rechazo le rompía los libros en la cara) y a una sociedad autoritaria en la que se hizo un lugar a los codazos. Y a las patadas, también.

Recuerdo la noticia de su muerte en La Nación. Recuerdo la tristeza que me dio la noticia de ese final que anunciaba tanto en las últimas charlas (los cierres aludían a una muerte cercana y segura).

La crónica exhibía una fotografía de su féretro en el ámbito de la política socialista donde sus restos eran velados. Era una toma lejana, se adivinaban sus rasgos, se veía el ataúd sobre una mesa despojada en una habitación sin arreglos florales ni simbología religiosa, por razones de respeto a su ateísmo tout court. Me impactó esa foto de otro tiempo, cuando los diarios se solazaban con los cadáveres ilustres. A los minutos, fue sacada del portal.

Sin embargo, me quedó el recuerdo de esa ceremonia solitaria, austera y política. A tono con quien suponía habia sido una mujer íntegra.

Impresión que he ratificado al atravesar, con mucho placer, las páginas de su autobiografía póstuma.

domingo, 12 de enero de 2025

Quema esas cartas (y esas fotos)

A Cuqui.


"Quema esas cartas donde yo he grabado solo y enfermo mi desgracia atroz, que nadie sepa que te quise tanto, que nadie sepa, solamente Dios. Quemalas pronto y que el mundo ignore, la inmensa pena que sufriendo está, un hombre joven que mató el engaño, un hombre bueno que muriendo va".

Ese horrendo vals de Cosentino y López (caballito de batalla de Héctor Mauré, versionado también por Jorge Valdez y Jorge Falcón en Grandes Valores del Tango, en los años '80 y embellecido por el gran Oscar Ferrari al final de su vida) que vuelve a visitar por vez 10 mil la historia del cornudo que sufre por amor y, despojado de dignidad por los cuernos, se lo hace saber a la muchacha (o al muchacho, porqué no) y para peor, lo canta, es la excusa que encuentro para introducir en el tema de la entrada a las poquitas y entrañables personas que leen las boludeces que dejo caer en este bazar de cosas ínfimas.

En noviembre pasado murió en su casa mi tía Rosita. Hermana de mi padre, era la última de la progenie concebida por José Horacio Garcete y María Mercedes Berardo, mis abuelos, que tuvieron tres hijos: mi padre José Antonio, muerto en 2000; mi tía María Mercedes, en 2012 y María Rosa (Rosita), en 2024.

Con sincronización fúnebre, mediando 12 años, se fueron los tres hermanos. Se los llevó el Dragón, diría Jorge Asís.

Como José Horacio y María Mercedes fueron los únicos hijos de sus padres que tuvieron hijos, mi hermana y yo, venimos a ser el último eslabón.

Del paraguayo José Horacio, sé muy poco, apenas que huyó de una de las tantas guerras civiles que asolaron al Paraguay, embarcándose de polizón en una nave de bandera argentina a sus 13 años, para afincarse en Buenos Aires, donde fallecería el 16 de junio de 1955, víctima de los oficiales de la Marina de Guerra argentina que bombardearon la ciudad en procura -dijeron- de matar al presidente Perón, que salió ileso del evento, a diferencia de más de 500 personas entre muertos y heridos graves. Ya he escrito sobre eso en este blog.

María Mercedes, nacida en 1909, falleceria dos días antes de mí primer cumpleaños, fue la menor de una familia de 7 hermanos, 2 varones y 5 mujeres.


El pater familia de ese clan, Antonio Berardo, descendiente de genoveses, nació en Buenos Aires, en marzo de 1863. Casado con una prima hermana sanducera, María Luisa Deluchi, supo forjarse una posición en la Buenos Aires de fines del siglo XIX y principios del XX.

Dueño de una imprenta, muy vinculado a la Iglesia Católica, tuvo una militancia activa en el Partido Radical, con intervención, aunque marginal, en la Revolución del Parque de 1890. Afincado en la parroquia de Montserrat, su nombre figura en el libro Patria y Libertad. Libro de Oro de la Unión Cívica Radical en su primer gobierno. 1916-1922 como vocal del comité de la Unión Cívica Radical de Circunscripción 13a de la Capital Federal, entre los años 1922 y 1924, al inicio de la Presidencia de don Marcelo de Alvear.

La apostura, las prendas que viste en la foto que sigue, dan cuenta de la condición que Antonio Berardo tenía y procuraba exhibir: la mirada puesta hacia un porvenir que creía venturoso, la frente erguida, los brazos sobre el bastón que llevaba más por coquetería que por necesidades ortopédicas. Un clásico burgués de principios del siglo XX porteño.



Fuera por la crisis del '29, por el declive del Radicalismo en el que militaba, o por otra desgracia de esa naturaleza, los Berardo-Deluchi abandonaron el domicilio de la calle Cevallos 287 del barrio de Montserrat, para instalarse en una casona de la calle Valle, esquina Puán, barriada entonces considerada muy alejada del centro.

En esa casa viviría mi abuela, la hija María Mercedes durante los primeros años de su matrimonio con el paraguayo José Horacio. Domicilio, en el que nacerían los dos primeros nietos: mi padre (en agosto de 1938) y Rosita (en diciembre de 1940); ambos recibidos por el abuelo, con una nota en un cuaderno en el cual dejó constancia de ambos eventos, con detalle del día de la semana, la hora del nacimiento, el sexo de la criatura, el partero interviniente: todo con una prosa exenta de emoción.

De todo esto supe algo durante mi vida: mi padre era especialmente desafecto a hablar de su pasado. 

Quien sí lo hacía cuando se le daba ocasión era su hermana María Rosa, con quien se detestaba. Sentimientos que tradujeron la ausencia de contacto durante casi toda mi vida, iniciado como pudimos a partir del fallecimiento de mi viejo. Nos reencontrarnos, tía y sobrino.

Año 2000 del fallecimiento de otro responsable de ese desencuentro: el marido de Rosita, a quien no vale la pena nombrar. Nunca me quiso, ni yo a él. Respeto su sentimiento de rechazo, por lo cual trataré de obviar toda referencia a su persona.

Por aquel vínculo forjado a destiempo me encuentro desarmando el departamento de Rosita, quien no tuvo hijos. Tarea ingrata: horas y horas desenterrando recuerdos, procurando seleccionar qué habría de interesarle a mi hermana y a la hija de mi tía María Mercedes, con la ayuda de mi amigo Mariano Villamarín, quien me ha resuelto bastante la existencia con su predisposición a ocupar ese departamento deshabitado.

Entre tales recuerdos, las fotos que comparto en esta entrada y otras que nunca lo haría. 

Aludo a un álbum fúnebre de un niño de 5 años, hermano del marido de Rosita. Forrado de terciopelo negro, contiene las fotografías del cortejo fúnebre, los padres  y familiares dolientes vestidos de estricto luto, recortes periodísticos con el suceso de ese fallecimiento en San Jorge, Santa Fe y la placa del pibe en el ataúd, rodeado de flores y la yapa de un moño de tela blanca, con inscripciones religiosas que se estilaría colocar en el antebrazo de los angelitos.

No es menos cierto que era costumbre en los años '30 del siglo pasado dejar testimonio de un evento de esa naturaleza, con la finalidad (tal vez) de inmortalizar a quien tan pronto se había ido de este mundo, no obstante me generó un impacto demoledor ver esas fotos, como reparar en el resguardo de ese álbum por tantos años.

Menos todavía, tengo intención de aludir a la parafernalia que mi amigo Mariano descubrió en una caja de cigarros, relacionada con un movimiento político del siglo pasado con especial predicamento en Alemania y Austria, tierra de los progenitores de la persona con la cual Rosita estuvo unida a lo largo de más de cuarenta años que el marido de Rosita por algún motivo, conservaba.

Adermás de fotos, di con unas cuantas cartas, muchas de las cuales no quise leer, por respeto a Rosita y a su marido: si mi sensación al meter mano en zapatos, tapados, sombreros y ropa interior era la de un profanador, la lectura de las confidencias destinadas a ellos era demasiado.

Sin embargo, sí he reparado en una caja que contenía aquellas que Rosita escribía a sus tías Eulogia María Luisa (Chingola), Carmen Tomasa (Titina) y a su mamá, María Mercedes, mi abuela.

Siempre las quise a mis tías abuelas: a Titina, fallecida en 1992 un año antes de cumplir los 90 años y a Chingola, fallecida en 1976, a mis 3 años de edad, longeva también, nacida en 1895. El cariño que me tuvo esa vieja linda (extensión de la devoción que tenía por mi padre) llegó a mí de alguna forma. Sin recordarla, la recuerdo.

Quienes la trataron la recuerdan sonriente, siempre caída del catre, haciendo algún comentario que (voluntariamente o no) generaba su risa y la de los demás. No creo que sea necesario identificarla en la foto que sigue, tomada con sus compañeras en una de las colonias infantiles de la Fundación Eva Perón en las que, digamos, trabajaba. 




De Titina, tengo recuerdos de mis visitas cuando era muy pibe al PH en el que vivió sola mientras pudo. Todo un evento para ella: la dedicación que ponía para agasajarme era evidente. Recuerdo las botellas de Coca-Cola (compradas para mí) que sacaba frías de un mueble de madera, los sandwichitos, las masitas, las tortas. Puedo evocar el tono de su voz, de su risa (aunque su carácter fuese el opuesto del de su hermana con la que conviviera durante tantos años, se divertía mucho conmigo), de su cutis de porcelana.

Jubilada del INDEC fue Titina la encargada de sostener económicamente a los tres hijos (en particular a las mujeres) de la hermana que comenzó a morir con el fallecimiento trágico de su esposo. Chingola, les dio todo el amor que a esos huérfanos de padre tanta falta les hacía; gratitud que mis tías Rosita y Mary siempre se encargaron de hacerles saber.

De hecho, Rosita les escribía muchas postales, costumbre de aquel tiempo sin teléfonos celulares y con pocos (y muy ineficaces) teléfonos a secas, la gente escribía postales. Rosita, compusivamente y desde el lugar que fuese: Japón (donde pareciera haber ido por un congreso) y otros destinos de cabotaje: Santa Teresita, Villa General Belgrano, Salta.

Voy a torturar mi espalda, pero creo que vale la pena reseñar algunas, como testimonio de aquella costumbre impensable por estos días, de escribir en el reverso de un cartón ilustrado con fotografías (casi todas espantosas) de un lugar (algo menos feo) del interior del país.

Antes, una de las pocas que le dirigió a su madre, desde Mar del Plata donde, seguramente, pasó su luna de miel, que dirige sin fecha, a la "Sra. María M. B. de Garcete. Pje. González Chaves 253. Capital Federal". 

"Querida mamá: cuando nosotros llegamos el tiempo se compuso. Hoy el sol brilló todo el día. Estoy muy contenta y espero aprender a cocinar pronto. Me traje el 'Libro de Doña Petrona' para leer en el viaje. Estuvo muy linda la reunión de casamiento, ¿no? Cariños. Rosita. PD: Saludos a los chicos y a monito".

"Monito" era el perro de la familia, cuyo fallecimiento (y el duelo de mi padre por esa pérdida debo el no haber tenido mascotas durante mi infancia). Del texto destaco lo evidente: "que sepa coser, que sepa bordar". Que sepa cocer, en todo caso, mandato (¿autoimpuesto?) de la flamante ama de casa (años más tarde empezaría una carrera universitaria que terminará) y la inseguridad respecto del resultado de la "reunion de casamiento", duda que pareciera probar que muy bien no la pasó.

Las restantes (unas quince) las dirige a las "Srtas. Eulogia y Carmen Berardo".

Elijo, al desgaire, las que considero más ilustrativas, todas escritas con letra elegante y clara. 

De la que pareciera más antigua enviada desde La Cumbrecita, Córdoba, se lee: "Queridas tías: Realmente me encuentro muy contenta en este lugar. La gente en general es encantadora y nos trata muy bien. La única macana es que como mucho porque la comida es muy rica y dentro de poco voy a decir 'yo nací redonda como la luna'. Cariños. Rosita". Una vez más, una referencia a la comida. Volveré sobre esto al final.

En febrero de 1973 visitan con el marido el NOA. El día 10, escribe desde Salta: "Queridas Chingola y Titina: ya estamos propiamente en el norte, aunque todavía pensamos ir a Jujuy y si podemos, llegar a La Quiaca. Esta noche vamos a ir a tomar unos 'vinitos' al boliche de Balderrama, acompañado de empanadas salteñas (seguro que al leer esto Chingola va a decir '¡Qué rico!, ya me lo tragué'). Bueno chicas, las dejamos por ahora. Hasta pronto. Buby y Rosita". La comida, otra vez.



Cuatro días más tarde, escribe desde Humahuaca: "Queridas Chingola y Titina: Les escribo desde 2.939 metros de altura, desde la Quebrada de Humahuaca, pero uno aguanta porque los hermosos paisajes compensan esa dificultad. Mañana recorreremos algunos pueblitos más: Purmamarca, Maimará y las Lagunas de Yala. Un beso de, Rosita. Saludos de Buby".

El 7 de marzo de 1975, escribe dos postales desde Villa General Belgrano. Una, se la dirige a su tía Carmen, con alusión a Chingola. Algo pasaría entre ellas.

"Querida Titina: ¿Qué tal lo andás pasado? Yo estoy segura [de] que muy bien aunque el 'pupo grande' [¿Chingola?] debe extrañar mi ausencia. Es que formábamos un trío inseparable: Tatiana, Goyete y Periquita. Bueno, pronto será el ansiado reencuentro. Cuidate mucho y portate bien. Un beso de Rosita. Saludos de Buby".

La otra, a su hermana, mi tía Mary: "Querida Mechita: Para que no te pongas celosa te envío a vos también una tarjeta. Imagino que andarás muy atareada con el trabajo de la 'nursery' y hoy se agrega la llegada del chiquitín. Bueno, mi querida, te saludo y espero que todo te salga bien, Saludos a José Luis. Un abrazo de Rosita. Saludos para todos de Buby. Hasta la vuelta".

El mensaje me intrigó: "la llegada del chiquitín", el "trabajo de nursery"; ¿aludiría al nacimiento de uno de los hijos de la hermana del marido de Mary, a quien saluda al final? Chi lo sá.

En febrero de 1976 se fue con el marido de campamento a Villa General Belgrano desde donde escribe a sus tías:

"Queridas Chingola y Titina: ya quedan pocos días de vacaciones, así que hay que aprovecharlos. Seguramente esta tarjeta llegará casi junto con nosotros. El miércoles 25 desarmamos la carpa y viajamos si Dios quiere el 26. Esa noche anterior dormiremos en camas 'verdaderas'. Yo estoy haciendo régimen porque me estoy achanchando. De noche no ceno sino que como un tomate y un huevo duro. Las recuerdo con cariño y espero verlas pronto. PD: Saludos de  Bubi (el jefe de esta expedición). Rosita". Vuelve el tema de la comida y claro queda que no la pasó nada bien al mando del "jefe" de esa "expedición"...

Vamos terminando.

De todo el material que encontré, la carta que voy a reproducir es una genialidad, escrita por Rosita cuando no tendría más de 13 años, dirigida a Titina, con quien estaba muy disgutada. Genio y figura, la preadolescente que era padecía un notable sobrepeso (recuerdo una foto con sus padres en el zoológico, para esa época, con el porte de un mastodonte), motivo seguro de su enojo con la tía quien, muy divertida por los términos desopilantes de la carta, la conservaría a lo largo de las décadas.

 "Querida Titina. Ya se me pasó la furia del otro día. Yo esas pequeñeces me las tomo con soda. Si todavía tenés corazón, me podés llevar [al cine] el  próximo sábado, creo que me lo merezco, ¿no? Pero impongo ciertas condiciones. Películas argentinas no. Scaramouche [la edad la deduzco a partir de este detalle, la película había sido estrenada en 1954, con direccion de George Sidney y los protagónicos de Stewart Granger y Eleanor Parker] la vemos este sábado y Silvia el venidero. Fui y sigo siendo una chica muy hermosa. Lo que vos decís no me hiere, quedate con Pepito, ya te hará pasar dolores de cabeza. En cambio, yo me voy a entender con Chingola. ¡Qué joya se gana Eulogia! Creo que habrás notado que soy muy enérgica y rencorosa, corre sangre guaraní por mis venas y estoy muy orgullosa de ser un niña de una sola palabra. No te olvidés que el domingo mi mamá y mi papá cumplen años de casados. Si querés podés venir trayendo en tus bellas manos algún presente. Hace 18 años que mi mamá se casó con el cacique y se siente muy contenta de ser la cacica. Nosotros somos los caciquitos, por supuesto. Como tengo que festejar el triunfo de River, me despido de vos. Cariñosamente, Rosita".

Le exige que la lleve al cine, pero le dice que se quede con mi viejo (Pepito), con quien ya se detestaba; que ella se quedaría con la hermana, anunciándolo con una frase que queda pintada para título de una ranchera; le hace saber su rencor acerca de las observaciones que Titina le hiciera sobre su físico y alardea de lo que adolece "Fui y sigo siendo una chica muy hermosa", aunque esas "pequeñeces" se las tomara con soda; defiende al padre de las críticas que oiría de sus tías "el cacique", identificando a la prole entera con el portador de la "sangre guaraní" que corre por esas venas y cierra con River Plate, a cuyo estadio acudía puntual, por disposición del cacique paraguayo.

Una genialidad, desde donde se la mire.

Dudo del sentido, de haber maltratado mi espalda durante tantas horas de un domingo. No hay envanecimiento de linaje, ni nada que se le parezca. Tal vez, ganas de compartir recuerdos ínfimos, como todo lo que cae en este bazar de cosas chiquitas.

Que dedico a mi hermana María Eugenia, Cuqui, una de las últimas guaraníes que van quedando.

Y aunque no sea un lindo recuerdo para mi mamá, comparto esta foto, en la que está ella, sonriente y feliz el día de su casamiento, en compañía de su suegra (la señora de mirada ausente, que en efecto, se parecía a María Elena Walsh) y de las tías Chingola y Titina, que a esta altura del relato considero por demás identificables.




 Cuando todo estaba por comenzar.

  

lunes, 6 de enero de 2025

La llamada

 A mi amigo Nicolás.


En tren de pensar en algo distinto de aquello que ocupa mi mente desde mediados de diciembre (con algún minuto de tregua) vuelvo a este bazar de cosas chiquitas, a dejar caer impresiones, en este caso sobre un hecho cultural que, al igual que El Jockey de Ortega, reluce en medio de la era de la podredumbre.

Aludo a La llamada. Un retrato, libro de Leila Guerriero aparecido a fines de 2024 que leí a lo largo de estas Fiestas cristianas: comencé la lectura la noche del 24 de diciembre (al descubrir el libro en la mesa de luz de mi madre, tomándolo prestado sin conocer su opinión), la terminé recién, al mediodía de la Epifanía de los Reyes Magos.  


Caería en la torpeza si dijera que La llamada... es un libro sobre los crímenes de la dictadura cívico-militar, en particular los perpetrados desde ese laboratorio de la sordidez que supo ser la Escuela de Mecánica de la Armada, conducida por seres salidos de las tinieblas del alma humana. 

Porque es mucho más que ello.

Centrada en la biografía de Silvia Labayru, sobreviviente de esas mazmorras, quien a su vez dio a luz a su primogénita en una mesa de madera instalada en uno de los ambientes del centro clandestino de detención asistida por el jefe de los parteros del Hospital Naval, convocado para ese nacimiento, aborda con maestría muchas aristas concomitantes con esa vida atravesada por su extendido cautiverio, pródigo de tormentos, subrayados por la servidumbre sexual a la que se la sometió, cínicamente presentada por el mandamás de ese infierno como una prueba de la recuperación de aquella jovencísima oficial de inteligencia de la agrupación Montoneros, por ellos secuestrada.

Guerriero, sin concesiones, indulgencias y, jamás, lástima por la protagonista, a quien entrevistaría a lo largo del tiempo de la peste del Covid-19, cuyas medidas de cuidado atraviesan el relato (metáfora redonda del tiempo abyecto que se evoca) aborda con maestría esa problemática que con la misma eficacia ubica en el presente: las heridas no han cerrado, ni por asomo.

La represión, la complicidad con los represores, las "posibilidades" de aquellas personas sumidas en el limbo diabólico del terrorismo de Estado, la "culpa" de los sobrevivientes por haber sobrevivido, la subsistencia posible luego de todo aquello, el amor, el sexo, la maternidad, el exilio, la administración de aquello que denominamos "justicia", los afectos humanos, animales y vegetales; en suma: la memoria y el balance de una laceración infligida en cuerpos concretos, extendida a una comunidad igualmente atravesada por ese tiempo de locura criminal.

Quiero destacar aquello que podría denominar "el método Guerriero": un ir y venir en el tiempo del relato (iniciado y culminado en noviembre de 2022, con tránsito a lo largo de los meses de peste de 2021 e, inclusive, con asomo a enero de 2023), el acento en los detalles (las descripciones acerca de la vestimenta de su entrevistada en cada ocasión en la que se encuentran, las bebidas y comidas que comparten), la transcripción de las comunicaciones entabladas con las decenas de personas que entrevistó en el contexto de esa faena extenuante.

En medio de esa cotidianeidad de aparente afabilidad, Guerriero no se guardará nada; por el contrario, pregunta a quemarropa a Labayru: la posibilidad del goce sexual durante actos de violación reiterada; la alternativa bajarada de brindar información sobre sus parientes militares cuando militaba como oficial de inteligencia de Montoneros; su predisposición a acompañar a Alfredo Astiz en las tareas de infiltración a las Madres de Plaza de Mayo en diciembre de 1977 que culminaron con el secuestro y la posterior desaparición de muchas de ellas y de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet.  

No quedó pregunta que Silvia (Silvina) Labayru dejara de responder.

Igualmente aguda fue Guerriero con las personas cercanas (antes, durante y después del horror) de la protagonista de su libro: su hija Vera Cristina, su hijo David, compañeros del Colegio Nacional Buenos Aires, entre otras su novio y pareja actual, Dani Yako, Martín Caparrós; ex secuestradas, ex parejas, amigos y conocidos, aquí y en España, país en el que se radicaría luego de partir al exilio quienes, con la notoria excepción de Alberto Lennie, padre de la hija que Labayru parió en la clandestinidad, abismado por una cordillera de cuitas y rencores, dieron crédito a los recuerdos de su entrevistada principal.

Omite, tal vez como un gesto empático, entrevistar a Miguel Bonasso, a quien alude apenas, en rigor a su trabajo Recuerdo de la muerte, cuya publicación Guerriero ubica en los años '90 (aunque la fecha de aparición de esa obra en 1984 sea ampliamente reconocida) con el afán, quizá, de relativizar la denuncia confiada a Bonasso por Jaime Dri, de la colaboración que un grupo selecto de personas secuestradas desde el Staff o el Ministaff creado por los marinos prestaba a las fuerzas represivas.

Sin embargo, quiso y no pudo contar con los testimonios de Hebe de Bonafini (fallecida días después de que Guerriero tomara contacto con su secretario) y de Martín Grass, otrora jefe de Labayru en Montoneros, secuestrado junto a ella en la ESMA, futuro funcionario en el ámbito de Derechos Humanos de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, quien se negó a dar su testimonio.

Podría escribir mucho más, pero ya es suficiente.

Dejo en el tintero las descripciones realizadas de unas cuantas visitas al Museo de la Memoria, instalado, precisamente, en el ámbito de tormento de su entrevistada; patéticas todas, en presencia de Labayru otras mujeres que como ella habían estado secuestradas en ese centro de exterminio (invitadas por una burócrata estúpida) a quienes los guías de ese Museo repetían mecánicamente la descripción de aquello que las presentes habían padecido allí. 

También, me reservo de escribir sobre los juicios demoledores de Labayru al liderazgo y a la praxis de Montoneros.

A tono, con la opinión de siempre de su padre aviador Jorge Labayru (nonagenario al tiempo de la elaboración del trabajo), que tuvo el tino de verbalizar al represor Acosta en una llamada telefónica (de allí el título de la obra) evento al cual, Silvia, dueña de una belleza que a sus sesenta largos perdura, dice deber su subsistencia.


Que cierre Guerriero.

Al filo del final de su trabajo (página 324), transcribe un diálogo telefónico con su padre, a quien le dijo que estaba escribiendo el libro que comento.

"Me pregunta de qué se trata. Nunca le he contado. Le cuento. Me dice: 'pasaron cuarenta años. ¿Todavía hay gente que quiere leer estas cosas?'. Él mismo se ha pasado leyendo 'estas cosas' pero le digo que no lo sé (y es verdad). Pienso: 'hay historias que no terminan nunca'".