lunes, 6 de enero de 2025

La llamada

 A mi amigo Nicolás.


En tren de pensar en algo distinto de aquello que ocupa mi mente desde mediados de diciembre (con algún minuto de tregua) vuelvo a este bazar de cosas chiquitas, a dejar caer impresiones, en este caso sobre un hecho cultural que, al igual que El Jockey de Ortega, reluce en medio de la era de la podredumbre.

Aludo a La llamada. Un retrato, libro de Leila Guerriero aparecido a fines de 2024 que leí a lo largo de estas Fiestas cristianas: comencé la lectura la noche del 24 de diciembre (al descubrir el libro en la mesa de luz de mi madre, tomándolo prestado sin conocer su opinión), la terminé recién, al mediodía de la Epifanía de los Reyes Magos.  


Caería en la torpeza si dijera que La llamada... es un libro sobre los crímenes de la dictadura cívico-militar, en particular los perpetrados desde ese laboratorio de la sordidez que supo ser la Escuela de Mecánica de la Armada, conducida por seres salidos de las tinieblas del alma humana. 

Porque es mucho más que ello.

Centrada en la biografía de Silvia Labayru, sobreviviente de esas mazmorras, quien a su vez dio a luz a su primogénita en una mesa de madera instalada en uno de los ambientes del centro clandestino de detención asistida por el jefe de los parteros del Hospital Naval, convocado para ese nacimiento, aborda con maestría muchas aristas concomitantes con esa vida atravesada por su extendido cautiverio, pródigo de tormentos, subrayados por la servidumbre sexual a la que se la sometió, cínicamente presentada por el mandamás de ese infierno como una prueba de la recuperación de aquella jovencísima oficial de inteligencia de la agrupación Montoneros, por ellos secuestrada.

Guerriero, sin concesiones, indulgencias y, jamás, lástima por la protagonista, a quien entrevistaría a lo largo del tiempo de la peste del Covid-19, cuyas medidas de cuidado atraviesan el relato (metáfora redonda del tiempo abyecto que se evoca) aborda con maestría esa problemática que con la misma eficacia ubica en el presente: las heridas no han cerrado, ni por asomo.

La represión, la complicidad con los represores, las "posibilidades" de aquellas personas sumidas en el limbo diabólico del terrorismo de Estado, la "culpa" de los sobrevivientes por haber sobrevivido, la subsistencia posible luego de todo aquello, el amor, el sexo, la maternidad, el exilio, la administración de aquello que denominamos "justicia", los afectos humanos, animales y vegetales; en suma: la memoria y el balance de una laceración infligida en cuerpos concretos, extendida a una comunidad igualmente atravesada por ese tiempo de locura criminal.

Quiero destacar aquello que podría denominar "el método Guerriero": un ir y venir en el tiempo del relato (iniciado y culminado en noviembre de 2022, con tránsito a lo largo de los meses de peste de 2021 e, inclusive, con asomo a enero de 2023), el acento en los detalles (las descripciones acerca de la vestimenta de su entrevistada en cada ocasión en la que se encuentran, las bebidas y comidas que comparten), la transcripción de las comunicaciones entabladas con las decenas de personas que entrevistó en el contexto de esa faena extenuante.

En medio de esa cotidianeidad de aparente afabilidad, Guerriero no se guardará nada; por el contrario, pregunta a quemarropa a Labayru: la posibilidad del goce sexual durante actos de violación reiterada; la alternativa bajarada de brindar información sobre sus parientes militares cuando militaba como oficial de inteligencia de Montoneros; su predisposición a acompañar a Alfredo Astiz en las tareas de infiltración a las Madres de Plaza de Mayo en diciembre de 1977 que culminaron con el secuestro y la posterior desaparición de muchas de ellas y de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet.  

No quedó pregunta que Silvia (Silvina) Labayru dejara de responder.

Igualmente aguda fue Guerriero con las personas cercanas (antes, durante y después del horror) de la protagonista de su libro: su hija Vera Cristina, su hijo David, compañeros del Colegio Nacional Buenos Aires, entre otras su novio y pareja actual, Dani Yako, Martín Caparrós; ex secuestradas, ex parejas, amigos y conocidos, aquí y en España, país en el que se radicaría luego de partir al exilio quienes, con la notoria excepción de Alberto Lennie, padre de la hija que Labayru parió en la clandestinidad, abismado por una cordillera de cuitas y rencores, dieron crédito a los recuerdos de su entrevistada principal.

Omite, tal vez como un gesto empático, entrevistar a Miguel Bonasso, a quien alude apenas, en rigor a su trabajo Recuerdo de la muerte, cuya publicación Guerriero ubica en los años '90 (aunque la fecha de aparición de esa obra en 1984 sea ampliamente reconocida) con el afán, quizá, de relativizar la denuncia confiada a Bonasso por Jaime Dri, de la colaboración que un grupo selecto de personas secuestradas desde el Staff o el Ministaff creado por los marinos prestaba a las fuerzas represivas.

Sin embargo, quiso y no pudo contar con los testimonios de Hebe de Bonafini (fallecida días después de que Guerriero tomara contacto con su secretario) y de Martín Grass, otrora jefe de Labayru en Montoneros, secuestrado junto a ella en la ESMA, futuro funcionario en el ámbito de Derechos Humanos de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, quien se negó a dar su testimonio.

Podría escribir mucho más, pero ya es suficiente.

Dejo en el tintero las descripciones realizadas de unas cuantas visitas al Museo de la Memoria, instalado, precisamente, en el ámbito de tormento de su entrevistada; patéticas todas, en presencia de Labayru otras mujeres que como ella habían estado secuestradas en ese centro de exterminio (invitadas por una burócrata estúpida) a quienes los guías de ese Museo repetían mecánicamente la descripción de aquello que las presentes habían padecido allí. 

También, me reservo de escribir sobre los juicios demoledores de Labayru al liderazgo y a la praxis de Montoneros.

A tono, con la opinión de siempre de su padre aviador Jorge Labayru (nonagenario al tiempo de la elaboración del trabajo), que tuvo el tino de verbalizar al represor Acosta en una llamada telefónica (de allí el título de la obra) evento al cual, Silvia, dueña de una belleza que a sus sesenta largos perdura, dice deber su subsistencia.


Que cierre Guerriero.

Al filo del final de su trabajo (página 324), transcribe un diálogo telefónico con su padre, a quien le dijo que estaba escribiendo el libro que comento.

"Me pregunta de qué se trata. Nunca le he contado. Le cuento. Me dice: 'pasaron cuarenta años. ¿Todavía hay gente que quiere leer estas cosas?'. Él mismo se ha pasado leyendo 'estas cosas' pero le digo que no lo sé (y es verdad). Pienso: 'hay historias que no terminan nunca'".   

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