A Juancito, mi lector preferido.
Vuelvo a este lugar de cosas chiquitas e íntimas a escribir a pedido de aquel a quien dedico estas reflexiones tan o más pavotas que aquellas que dejo caer por acá.
Nacidas de mi participación como espectador de un hecho cultural que dice mucho más de lo que pareciera.
Todavía más, en este tiempo que, en una entrada pasada que no publiqué ni lo haré, definí como "la era de la podredumbre".
Así nomás se presentan estos meses: agonales, de anticipo de algo que está muriendo y hiede la pestilencia de aquello que evidencia las notas de una descomposición demasiado avanzada.
Cuyos síntomas no se circunscriben al presidente, su hermana, sus colaboradores, sus políticas, sus discursos, sus intervenciones en redes sociales, su todo esto que venimos asistiendo desde diciembre pasado (que emana una putrefacción que provoca la arcada cotidiana) sino a otros y otras circunstantes de este tiempo abyecto: los que ocuparon ese lugar antes. Y antes, también.
Digamos que en este tiempo de podredumbre, de mierda, variopinta, maloliente; floreció una película de una belleza inverosímil.
Algo más que una película deslumbrante es El Jockey de Luis Ortega. Porque, es una obra de arte integral, lisa y llana, de una densidad y un vuelo impropios de este tiempo tan mediocre, tan ruin.
Digamos que mucho tiene que ver el realizador, un artista integral que se ha formado en una muy buena escuela familiar. Sirva la obra de Luis (la de Sebastián, la de Julieta algo anticipaban) para reconciliarnos con Ramón Bautista, para valorar aún más (nunca estuvimos enojados con ella) a Evangelina.
El Jockey, insisto, me deslumbró. Fueron tres las miradas: una me ha dejado más perturbado que la otra. Gozosa, cruelmente perturbado.
Construida a partir de una sensibilidad y una sabiduría dignas de quien se autopercibe (con tanto fundamento) legatario de Leonardo Favio.
Escribe esto un faviano recalcitrante: nace con Ortega la posibilidad de concebir un sucesor a la altura de Favio. Digo más: si Favio viviese hubiera querido filmar como Ortega filmó El Jockey.
Se ha escrito tanto y tanto y no es la idea volver a hacerlo acá, aunque en homenaje a mi lector preferido, anoto lo esencial acerca de la obra de arte integral que me ha dejado extasiado.
La música. Gardel, Moura, Nino Bravo, Donizetti, Mozart, Piazzolla, Piero de Benedictis, Leo Dan, Sandro y Palito Ortega (como leit motiv): todo en su lugar. Con los decibeles justos (véase El Jockey en cine), con el tempo preciso, con el despliegue de un melómano exquisito que supo volcar su pasión en la concepción de su obra.
Las actuaciones. Si la de Nahuel Pérez Biscayart ratifica su lugar en el podio de los mejores actores de todos los tiempos; el reparto baila al compás del protagonista sin encandilarse. Desde una muy precisa Corberó, el trío de payasos tristes que juegan con maestría (ni más ni menos) Roberto Carnaghi, Osmar Núñez y Daniel Fanego (en la mejor despedida posible), los impecables Luis Ziembrowski y Roli Serrano, la demoledora Adriana Aguirre. Con el subrayado de quien se ubica apenas un escalón por debajo del protagonista: Daniel Giménez Cacho. Méritos de cada uno, por cierto, todos signados por una marcación obsesiva que apela (con maestría) siempre al primer plano.
El guion. Ortega filmó un teorema: el ser, la vida, la muerte, el sueño, la vigilia, la identidad, los vínculos, la niñez, la adultez, las adicciones, la cordura, la lucidez, la bondad, la maldad. Todo en su justo punto, contado con sabiduría, con sensibilidad, con maestría. Todo eso en el contexto de un tiempo lacerante: el espejo al que nos enfrenta a sus espectadores bien pensantes que se cagan en el dolor ajeno, en especial de los caídos que sobreviven como pueden en el espacio público de una ciudad en derrumbe. Nada tan eficaz, como el contraste entre la monumentalidad arquitectónica (el Hipódromo de Palermo, las edificaciones del centro porteño, la cortada Rivarola) y los símbolos institucionales (los Granaderos a Caballo) y la fragilidad de los zombies que la habitamos en este tiempo desolador.
La dirección. Quizá ya no haga falta subrayar nada, aunque quiero resaltar el homenaje (si cabe la expresión) a los mentores de un cinéfilo de paladar negro. Cito, al desgaire: Coppola, Lynch, Kubrick, Passolini, Fellini, Buñuel, Antonioni, Almodóvar y, desde ya, Leonardo Favio. A todos, un guiño sutil en el tributo de la influencia que cada uno de ellos tuvo sobre él, catalizada (y cómo y de qué modo) por el mejor discípulo de todos y cada uno.
No me quedó nada por escribir, desde ya, la trama (apasionante del primero al último cuadro) no interesa desarrollarla, lo han hecho ya críticos y el propio Luis Ortega en varios reportajes.
En uno de ellos, aludió a la gigantografía de la foto prontuarial del niño que era en 1952 Leonardo Favio que luce en su estudio. Explicó Luis Ortega, que la había ubicado allí para que esa mirada lo interpelase y le dijera: "no te cagues".
Por favor, Luis Ortega, seguí dándole bola a Leonardo y no te cagues nunca.
Hijo querido, suscribo integralmente tu texto. Lúcida síntesis del arrasador contenido de: (subrayó tus palabras) una joya cinematográfica, una verdadera obra de arte audiovisual. Turbadora y deslumbrante del primer al último fotograma sonoro. Desconozco como agregar esta apreciación a los “comentarios” de tu blog. Hazlo de considerarlo pertinente, extractando lo prudente… Gran abrazo. J-M.
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