lunes, 15 de febrero de 2010

Deben ser los gorilas, deben ser (quinta parte).


Durante los meses que siguieron al golpe militar contra el gobierno de Arturo Illia, la amistad entre Bioy Casares y Borges comienza a deshilacharse.

Fuera por mutuo hartazgo o, lo más seguro, por la presencia en la vida de Borges de María Kodama, hacia quien su amigo proferirá agravios varios, lo que me permite inferir que en el tramo final de su existencia, supo ser una buena compañía para Borges.

Digresión al margen, este enfriamiento conspira contra la tarea emprendida: hay demasiadas omisiones ante hechos rotundos que se sucederán a partir de junio de 1966, no obstante la evocación emprendida por los amigos años después de acaecidos los hechos me ha permitido corroborar la intuición que albergaba acerca de los juicios que a los amigos, y en especial a Borges, le merecían.

Por caso, me defraudó tremendamente la ausencia de Bioy Casares de Buenos Aires en mayo de 1970, cuando el secuestro de Pedro E. Aramburu, me hubiera gustado leer las anotaciones de su amigo acerca de los temores de Borges al respecto; tampoco estuvo Bioy Casares en el país cuando la elección de Cámpora, aunque una cita consignada al descuido por Martino nos ofrece una nueva pauta de las precauciones que Borges tomaba respecto de su sustento. Siendo a esa fecha un autor internacionalmente reconocido, decide su renuncia a la dirección de la Biblioteca Nacional, recién en octubre de 1973, a pocos días de la asunción de Perón a su tercera presidencia, pero varios meses después del 25 de mayo de ese año, cuando el peronismo había vuelto al poder (confr. nota al pie de la pág. 1.467).

Ya hemos repasado en entradas anteriores la resistencia de Borges a abandonar ese cargo, que consideraba un título propio: detestaba con pasión a Frondizi, por lo que amagó con irse, pero tuvo la oportunidad de encontrar siempre la excusa oportuna para postergar esa salida en la expectativa de una caída del gobierno.

En 1971, gobierno militar de Alejandro Lanusse (a quien ambos amigos detestan) se le presenta la posibilidad del alejamiento que comentamos, advirtiéndose en este caso que es consciente Borges de su peso intelectual, incluso a nivel internacional, consignándose la siguiente cita, correspondiente al 1º de septiembre de ese año:

“Dice que Clemente, que venía de una reunión en la Dirección de Cultura, lo trató con cierta frialdad y que le parecía incómodo de estar con él: ‘sin duda, es un mal signo. Habrán resuelto desprenderse de mí. Yo no les voy a facilitar el trabajo. No voy a renunciar. Dejaré que me echen y que carguen con la impopularidad de la opinión que el hecho pueda traerles” (pág. 1402).

Continuando con el repaso cronológico que veníamos haciendo, no nos sorprende la adhesión de Borges al régimen militar de Onganía, aunque sí resulta llamativo su apoyo a la discutida intervención de esa dictadura en la Universidad de Buenos Aires, política coronada mediante el acto represivo conocido como la: “noche de los bastones largos”.

A pocos días de ese evento, Borges, profesor de “Literatura Inglesa” en la Universidad agredida por la dictadura, opina, refiriendo a un consejo de Esther Zemborain:

“’Dejá todo lo que tengas que hacer. Vení a almorzar conmigo. Tu situación en la Biblioteca está en peligro. Sólo te podés salvar si das tu adhesión al gobierno en este asunto de la Universidad’. Al principio, Esthercita tenía el plan de un manifiesto. Yo estaba de acuerdo: si lo firmaban varios profesores, yo lo firmaría. Sabés lo que pienso sobre la Universidad y el régimen tripartito. No era cuestión de que mi puesto en la Biblioteca estuviera en peligro… Era cuestión de que alguien saliera a defender al gobierno contra la mafia de los comunistas. Yo hubiera firmado si firmaban otros, pero salir solo, erigiéndome en juez de Israel, era un poco ridículo. Como si me pillara en serio. Ahora Esthercita me sale con ese peligro. Es raro, porque Onganía me mandó un edecán, para decirme que desea hablar conmigo. Yo no quiero decirle esto a Esthercita. Si la veo se lo voy a decir, porque soy muy flojo. Y si me echan ¿qué me importa? Además, si están decididos a echarme, porque haga una declaración así no voy a salvarme. Quedaré, nomás, como un adulón’” (págs. 1124/5).

Si bien hay cierta dignidad en la negativa a suscribir una adhesión a la dictadura, se evidencia simultáneamente que esa existía, no obstante los dilemas acerca de la rúbrica de un documento, en especial, habida cuenta el peligro que el comunismo enquistado en los ámbitos universitarios suponían, prédica idéntica al sector que encarnaba esa trágica experiencia.

Más adelante las reflexiones acerca de la política cotidiana van diluyéndose, relajación que admite –al margen de las disquisiciones literarias que desde luego campean a lo largo de los diálogos- el desarrollo de esa pulsión que Borges a la par de su antiperonismo, supo cultivar: el racismo desde un desprecio categórico a las personas de raza negra.

Habíamos leído que a poco del derrocamiento de Arturo Illia, los amigos discurrían acerca de las complejidades que atravesaban los Estados Unidos a causa del relajamiento de las leyes racistas, aliviándose al respecto dado que en la Argentina ese problema no existía, precisamente porque no había negros, aunque Borges advirtiera que los radicales eran “nuestros negros honoris causa”.

En una cita de 1967 se explaya sobre el “problema” de los negros, remontándose etapas históricas remotas. Consigna Bioy Casares que su amigo:

“Afirma que la desdicha de América proviene de la estupidez del padre Las Casas: ‘para salvar a los indios, trajo a los negros. Bien intencionado, pero obtuso. Creo que en México la única estatua a un español que hay es el padre Las Casas. Qué animales. Un pariente mío, en el Uruguay, está consagrado a exaltar la tradición y la sangre charrúa… Le escribí para decirle que la suerte de estas regiones era que ya no quedaban indios, y que apenas quedaban negros.” (pág. 1163).

Con más contundencia, propondría el 5 de enero de 1969:

“Yo soy racista. Les tomaría la palabra y veríamos quién gana. Limpiaría los Estados Unidos de negros y si se descuidan me correría hasta el Brasil. Si no acaban con los negros, les van a convertir el país en África” (pág. 1.263), juicio que ratificaría el 12 de noviembre de 1971:

“Me preguntaron si me gustaba el Brasil. Les dije que no, porque era un país lleno de negros. Eso no les gustó nada. No se puede decir nada contra los negros. El único mérito que tienen es el de haber sido maltratados y eso, como observó Bernard Shaw, no es un mérito” (pág. 1.423) y en enero de 1974: “Periodistas vinieron a verme para preguntarme su yo había dicho en broma que los negros eran una raza inferior. ¿Nunca vieron un negro?” (pág. 1.474).

A su vez, también se han reseñado sus juicios acerca de la necesidad y provecho para los artistas de la censura, cuestión sobre la que Borges vuelve al comentar con su amigo las alternativas que rodearon la prohibición de la obra: “Bomarzo”, de Manuel Mujica Láinez, que en versión de Alberto Ginastera se presentaba en el Teatro Colón:

“Yo no voy a hacer nada porque soy amigo de Manucho y no quiero atacarlo; pero si ponen mi nombre en una protesta contra la prohibición, voy a quejarme, voy a escribir una carta a La Nación: tengo derecho a defenderme. Soy partidario de la censura. Creo que hay cosas que no deben publicarse. Creo que la censura es un estímulo para los escritores. Sin censura no existiría la ironía de Gibbon ni la de Voltaire.” Acota Bioy que ante su silencio, pregunta Borges: “¿Creés que es una idea demasiado pérfida?” (Nota del 26 de julio de 1967, pag. 1.202).

Previsiblemente, ambos se espantan con la inminente vuelta de Perón y del peronismo, reafirmando su desdén –anche desprecio- a toda posible vía electoral como salida al gobierno militar que encarnaba entonces, Alejandro Lanusse, a quien, como anotamos, despreciaban.

Así, ante el discurso que aquél diera en julio de 1972 durante la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas, cuando apostrofó que a Perón “no le daba el cuero” para volver al país, además de explayarse generosamente acerca de las elecciones que se celebrarían en marzo de 1973. Anota Bioy que preguntó a su amigo respecto de ese temperamento:

“Borges: ‘mañana podemos despertar con la noticia de que Perón está de vuelta. ¿Por qué Lanusse obra así? ¿Por vanidad, como Roque Sáenz Peña? ¿Por cobardía personal, para salvarse él, aunque todos los demás revienten? Tampoco se va a salvar. Cuando Uriburu, después de la revolución del 6 de septiembre anuló las elecciones que ganaron los radicales, creí que obraba mal: obraba bien, obraba decentemente. Si no, ¿para qué había hecho la revolución? ¿Para qué había puesto vidas en peligro y alterado la normalidad constitucional su no estaba dispuesto a imponer sus condiciones? Es un disparate la democracia. Nadie cree que el pueblo sepa cuál es el mejor matemático o el mejor biólogo. ¿Por qué va a saber quién puede gobernarlo mejor? La superstición por la democracia, por las elecciones, por cualquier idea, no se puede llevar a extremos que hagan concretamente infelices a millones de personas. Si Perón vuelve al gobierno, en este país vamos a sufrir de verdad, habrá torturas y muertes, a más de corrupción y de la estupidez. Hay que ser muy inconsciente, o muy pedante, para traer todo eso por el simple afán de llamar a elecciones.”

La cita aunque extensa, seguirá, porque da cuenta (como según creo las que vienen consignándose en las entregas compartidas) del ideario de Borges.

Y en este sentido, destaco que la necesidad de desentrañar esas reflexiones, aunque apresuradas e íntimas, ilustran sobre ese ideario no ya conservador, sino reaccionario, radica hace pie en el evidente ascendiente de Borges sobre los grupos de interés que durante los años que se repasan y más adelante, combatían los síntomas de “estupidez” que aquel consignaba como tales, que no se circunscribían al peronismo o al comunismo, sino también a toda expresión popular o democrática, porque como hemos corroborado, las culpas de la decadencia denunciada por Borges incluía al radicalismo y había comenzado en ocasión de implantarse la ley de voto secreto, universal masculino y obligatorio.

“Roque Sáenz Peña ha sido una calamidad. A Rojas le dijeron que se podría hacer una revolución y que lo pondrían a él en el gobierno. Los disuadió. Basta de revoluciones. Él también quiere democracia. Todos son idiotas. No hay nada que hacer. Lanusse ha recuperado el manejo de la situación. Tal vez, por un minuto, por el tiempo necesario para desbarrancarnos por el precipicio” (págs. 1.451/2).

Comentarán más adelante, ante el eventual triunfo peronista de marzo de 1973, la necesidad del exilio, el inicio de una época nada halagüeña (pp. 1.461 y 1.462), aunque en las anotaciones que siguen fruto de el distanciamiento anotado entre ambos, poco o nada se anota acerca de la experiencia de los gobiernos peronistas entre 1973 y 1976.

Sin embargo, el cariz antidemocrático de Borges se profundiza aún avanzada la última dictadura militar. Opina en agosto de 1980, cuando evoca un disfraz que lució durante un lejano Carnaval:

“Pensar que la vida consiste en cometer errores y salir de ellos. Un error tan absurdo como el de creerme lindísimo con mi disfraz de diablo es el de haberme hecho ultraísta y después el de afiliarme al partido radical: éste fue el peor de todos” (pág. 1.541) y en agosto de 1982 reeditará su rechazo a la salida electoral, consigna Bioy que su amigo: “No insiste tanto en su odio contra el gobierno. ‘Las elecciones son lo peor de todo –asegura-. Si lo único que puede evitarlas es el golpe de Estado, que venga el golpe de Estado. Las elecciones son la vuelta al peronismo” (pág. 1.572)

Producidas esas temidas elecciones y ante el triunfo de Alfonsín, de alguna manera se alivia (pág. 1.581) y nada queda para anotar de acuerdo con el propósito de estudiar la esencia íntima del pensamiento político de los amigos Borges y Bioy.

Para perfeccionar alguna idea –de torpeza asegurada- propondré la relación de lo que venimos direccionando, con algunas de sus publicaciones que resumen mucho de lo que se ha venido escribiendo: “La fiesta de monstruo” (de mutua autoría); “L’illusion comique” y “El simulacro”, ambos de Borges.

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