Sigamos repasando las memorias de Octavio A. Piñero, querido diario.
Destaca que a fines de 1918 era ostensible: "el panorama de convulsión social que ofrecía la ciudad, con tintes sombríos y de grave expectación pública. No hay más que remitirse a los editoriales de los diversos órganos de la prensa de esa época, en los que se tacaba enérgicamente al gobierno, por su acción prescindente en los conflictos obreros que se originaban a cada momento, y por no tomar medidas para poner término al clima de intranquilidad social que se había creado. Sin embargo, sobre ese punto, debemos considerar, que la inercia del gobierno, frente a esa situación bien pudo atribuirse a su espíritu tolerante y benevolente, o tal vez, a la falta de informaciones ajustadas a la realidad por parte de la policía, sobre los hechos que se desarrollaban en la ciudad. Al fin y al cabo, el gobierno actúa y resuelve los asuntos de estado, ya fueran sociales, políticos o de cualquier otro orden, de acuerdo con los informes que le suministre en el Jefe de Policía" [Piñero, cit. p. 31].
Escribía claro, el hombre.
Luego de ponderar la actitud asumida finalmente por el "Sr. Irigoyen", al "cumplir con su deber, evitando que el país cayera en manos de ideologías extrañas a nuestra nacionalidad", describe con acritud, precisamente, al movimiento ácrata responsable del "estado convulsivo anárquico que imperaba, actuaban los terroristas, como en épocas pasadas, colocando bombas en distintos lugares de la ciudad. En algunos casos, debido a conflictos gremiales, y en otros, con el fin de alarmar a la población e ir preparando con esos actos terroríficos, el clima de desconcierto y revolucionario en el pueblo, para sacar partido en el momento oportuno, de su acción subversiva" [ídem.].
Precisa que: "en 1918, que ya empezó a perfilarse la revolución social en marcha, se realizaban diariamente, en distintos puntos de la ciudad, reuniones autorizadas y otras no autorizadas, que se llevaban a cabo clandestinamente, las que también tuvieron lugar durante el año anterior: predominaban en unas y otras, en su mayor número, las que efectuaban los gremios en los que se habían infiltrado los elementos disolventes, en cuyas conferencias, ya se realizaran en la vía pública o en locales cerrados, llegaban los agitadores de extrema izquierda, al abuso de la libertad de reunión y de expresión, dando rienda suelta en sus ataques al gobierno y a otras autoridades. Encendían en las masas obreras el odio y la destrucción de la clase capitalista y pregonaban sin ambaje [sic] de ninguna naturaleza la revolución social. En muchas conferencias, concurrían un número elevado de mujeres, en las que también algunas de ellas ocupaban la tribuna, y se expresaban en la misma forma fogosa y revolucionaria en que lo hacían los hombres. Por otra parte, se había perdido el respeto a la autoridad policial, a la que dirigían expresiones injuriosas y gruesos epítetos, durante las conferencias o reuniones que se llevaban a cabo, sin que la superioridad tomara cartas ante estos desbordes, limitándose aquella a disponer que el personal que atendiera esos servicios permaneciera alejado a cierta distancia del punto de reunión, con cuya medida creían evitarlos [...]. Debemos hacer notar, que por orden superior, los agentes del Escuadrón de Seguridad que tendían las conferencias, debían estar desprovistos de revólver, situación que los colocaba en inferioridad de condiciones, en los momentos difíciles que podían presentárseles." [Ibídem, pp. 28/9].
Pobre Piñero, lo imaginamos de cuerpito gentil, escuchando una puteada sobre la otra expresiva cada puteada del desprecio que le deparaban a él, a la institución que integraba y a la Patria que lo había visto nacer (y en cuya ofrenda se escabullía para escuchar y alcahuetear ante la Superioridad a cada integrante de ese inmundo y malhablado rejunte de ácratas); despojado de su arma reglamentaria por decisión del sensiblero y débil gobierno de Yrigoyen.
Cuánto hubiese dado, Piñero, por una Bullrich Luro Pueyrredón Álzaga Achábal de Gelly y Obes o por un Berni que le dieran carta blanca para hacerles saber a esos sujetos cuántos pares son tres botas.
En especial, a las féminas de ese contingente, algunas de las cuales, como nos ha referido Piñero, hacían uso de la palabra en esas reuniones consentidas por un gobierno demasiado débil.
Quedémonos, querido diario, con un detalle de la reseña de Piñero: la presencia en esos mítines (como se decía entonces) de mujeres. Y, en especial, de la intervención de esas mujeres que lejos de "adornar con su presencia esta congregación" (juro que escuché esa alusión a la presencia femenina en algún acto de la Unión Cívica Radical a principios de los años '90 del siglo pasado) lo protagonizaban, dirigiéndose a la congregación, aunque mayoritariamente compuesta por varones.
Porque el anarquismo, era el ámbito de las feministas de entonces: las sufragistas que querían votar, las exegetas del amor libre, las que fumaban en público, las que abjuraban de ser "señoras de". Locas, yeguas, putas, eran (a los ojos del grueso de la sociedad de entonces) las muchachas anarquistas.
Una de ellas se destacaba por sobre el resto: Salvadora Medina Onrubia.
Que tuvo su debut (su salida del closet anarquista, según su biógrafa Vanina Escales) el 1° de febrero de 1914, cuando se dirigió a una multitud convocada por la FORA en Paseo Colón, en reclamo a la libertad de los entonces denominados "presos sociales".
Salvadora, que todavía no había cumplido los veinte dirigió su mensaje...
¡Otra vez con la Salvadora Botana! ¡Es la quinta, sexta vez que la convocás, no terminás más! Seguís yéndote por las ramas ¿qué tenés con esa mina, nene?
Querido diario: no sé qué tengo con esa mina, como decís. Nada en especial, sólo que utilizo el gancho de Piñero para aludir a una mujer que debería escandalizar en grado sumo al alcahuete infiltrado en los actos anarquistas de ese tiempo...
Algo te guardás. A otro perro con ese hueso. Es obvio que nos conocemos mucho. A vos te pasa algo con la Salvadora, sino no le darías esa bola, bebé.
Puede ser, querido diario.
Te confieso que me atrae esa biografía oscilante entre la épica, la tragedia griega y la ópera bufa. Y si la recuerdo tanto, será también porque, aunque alejada tanto y tanto de sus ideas, amaba a Yrigoyen, sentimiento que Tata Hipólito le correspondía.
Será por todo eso, querido diario, por sus convicciones, por su coraje, por su autenticidad, porque tuvo que sufrir mucho más que lo que una persona puede (razonablemente) tolerar, muchísimo más que lo que ella pudo haber hecho sufrir a nadie, porque si atacaba, era para defenderse como suelen hacer las personas sumidas en el desamparo, que en tus páginas se evoca la memoria de Salvadora con afectuoso respeto.
Vanina Escales consultó las ediciones de "La Protesta" del 3 de febrero de 1914 y la edición N° 801 de "Caras y Caretas", aparecida el 7 de ese mes y refiere del acto que comentaba que: "en la foto no se ven mujeres, porque solo se ven cabezas cubiertas con sombreros borsalinos, canotiers y alguna galera. Las ventanas de la Escuela Industrial -que en 1925 agregó el nombre de Otto Krause- están aún hoy a dos metros y medio del piso. Ya se habían subido unos diez compañeros con banderas en dos de ellas. 'Y ahora, ¿qué digo?'; '¿Decí lo que se te vaya ocurriendo -le contestó Claudio Martínez Paiva'.
"¡Estoy con ustedes, con los anarquistas, los que deben marchar de frente y con el pecho descubierto arrastrando el peligro sin importarnos morir por nuestro bello ideal! Con la mano izquierda agarrada de la persiana siguió: 'Yo daré el ejemplo y levantaré los corazones en la lucha, para lo cual reclamo el derecho de ir con mis compañeros delante de todos empuñando la bandera roja que es como el fuego de los corazones'. Desde esa altura intentó hacerse escuchar por las diez mil personas que la rodeaban. Sin fingida timidez se había hecho subir al alero izada por los compañeros, mientras otro la tironeaba de los brazos desde arriba."
Escales realiza una comparación con una mujer que todavía no había nacido en Los Toldos quien, treinta años después, rivalizaría con Salvadora. No nos seduce demasiado el parangón, pero vamos a citarla: "la foto la muestra ese domingo de mitin parada en el ventanal con la mano derecha en alto. Eva Perón estiraba el antebrazo y la mano hacia arriba amenazando a los oligarcas; también adoptaba otra postura, la de la palma que pide acompañamiento, reparo. Salvadora mostraba el puño, pero viendo la imagen con mayor detenimiento, parece guardar una piedra. A la pollera le falta un botón" [Vanina Escales, ¡Arroja la bomba! Salvadora Medina Onrubia y el feminismo anarco, Marea, Buenos Aires, 2019, pp. 31/2].
Una semana atrás había hecho uso de la palabra en la reunión celebrada en la Casa Suiza, donde habló acompañada de Santiago Locascio y Bautista Mansilla.
Leyó un discurso preparado, anticipando que: "He luchado por llegar a vuestro lado airosamente, pisando prejuicios y despreciando normas [...]. Quiero y pido y reclamo un puesto de lucha, el puesto que me corresponde por derecho [...]. Otros se creen positivamente revolucionarios porque gritan al patrón y quieren marcar las horas de su trabajo. Detrás de sus rebeldías de carnaval vemos que todo es egoísmo, utilitarismo bajo y grosero. Su inteligencia sólo les permite aspirar a cosas de la tierra y toda su enjundia la emplean en conseguirse un poco de comodidad material. Nosotros no. [...] Un hombre al decirse anarquista se sella la frente. El anarquista, mosquetero de la Belleza, generoso, sabe que va al dolor y marcha con la frente bien alta. Sabe que al gritar su idea se separa de los demás hombres, que se hace blanco de cuanto veneno quieran echar en él, de cuanto infamia y maldad conciban los defensores de ese tan decantado orden social. Son embargo, marcha... Es noble, es valiente. Podrá decirse de alguno que es fanático, pero de ninguno puede decirse que tenga doblez en el alma... [para cerrar con la expresión de su] idea de destino -tan poéticamente potente, aunque contradictoria con la de voluntad, que es afín al anarquismo-: 'Lo soy, porque llevo la justicia y la verdad en la carne y en el alma, porque he nacido anarquista como se nace genio, como se nace imbécil o como se nace rico" [Ibídem, pp. 26/7].
Ya tenía un hijo Pitón, nacido en 1912, a quien su futuro esposo Natalio Botana adoptaría como propio llamándose a partir de entonces Carlos Natalio Botana. Ese origen biológico, esa filiación adoptiva (se dice que) mucho tuvo que ver con el suicidio de Pitón, en 1928; fecha que signó el destino de su madre, que a partir de entonces se refugiaría en la teosofía, el espiritismo, el alcohol y las drogas.
Sólo su exitosa campaña por indulto de Simón Radowitzky en la Semana Santa de 1930 (por el que bregó desde las páginas de "Crítica" desde la aparición del diario), que ya repasamos en tus páginas querido diario, fue un paréntesis a la caída libre en la que se convertiría su vida desde la muerte de su hijo mayor, el único al que quiso.
Despidámonos de Salvadora.
La pinta de cuerpo entero la anécdota de su presencia en el funeral de las víctimas de los hechos del día 7 de enero, en el cementerio de la Chacarita dos días más tarde (que ya repasamos en su páginas querido diario), reflejada en su biografía, donde: "Salvadora había llegado con Pitón de la mano, y quiso hablar. La subieron arriba de los cajones y apenas comenzó a improvisar un homenaje a los muertos, la policía montada -los 'cosacos'- inició el ataque. Sebastián Marotta, sindicalista de la FORA del IX Congreso, la agarró de la pierna y la tiró adentro de la fosa abierta. Los caballos pasaban por sobre sus cabezas. Los cascos les tiraban tierra encima. Cuando lograron salir, Pitón no estaba; se había perdido en el tumulto y las corridas. Consiguieron un coche y fueron a un viejo local obrero de la calle México 2070. Antonio de Tomaso había rescatado a Pitón y los estaba esperando en el local. El niño dormía en un banco" [Ibídem, p. 71].
Qué no hubiese dicho nuestro buen oficial de policía Piñero de esa madre que andaba con su crío de seis años, esquivando las balas, en un evento como ése. Nos quedamos con las ganas de leer su reflexión, sólo contamos con el recuerdo de esa madre descocada, relato que concluye de acuerdo con la reconstrucción realizada por su biógrafa en el bellísimo ensayo que hemos repasado.
Con los años, Salvadora justificó haber llevado a su hijo tan chico a ese acto, que pudo haberle costado (con diez años de anticipación) la muerte violenta a la que Pitón parecía predestinado. Ella dio sus razones: "quería que él se fuera enterando de lo que era la lucha social".
Y a propósito de la hija que crecía en su vientre escribió un verso muy hermoso, que dice tanto de aquella mujer que creía en lo que creía:
y en cada vibración de mi vientre fecundo,