viernes, 2 de abril de 2010

Evocaciones.


Nuestro discurrir supone –verdad de Perogrullo- virtuosismos y canalladas; altiveces honradas, bondades varias, miserias y cotidianeidades inconfesables.

Esas particularidades, de escasa relevancia respecto de quienes no la tenemos, tienen un sentido bien diverso, al repasar la trayectoria de una personalidad pública.

Ese inventario vital, cuando la existencia de la persona que se trate ya no está, involucra lateralidades varias: supone generalmente una mirada indulgente hacia el ausente y en el caso de aquellas que tuvieron relevancia pública, un sentido no siempre pretendido por el ausente.

Aunque pueda ese recuerdo, su construcción, ser acordes con lo que se supone ha querido significar esa persona pública, la hipótesis nunca podrá ser definitivamente corroborada desde precisamente, su ausencia.

Hablamos de Alfonsín y de los homenajes celebrados con motivo del primer aniversario de su fallecimiento.

Lo dije, y aunque tenga relevancia mínima, reitero que quise mucho a Alfonsín en vida. Que le creí, que lo seguí y que tuve el privilegio de tratarlo con intimidad al final de su vida; privilegio hecho de diálogos a solas (tres, para más datos) que pude entablar con uno de los dirigentes políticos más relevantes del país y la región en los últimos veinticinco años.

A partir de haberlo tratado, admito, lo quise más y le creí menos, desde tal vez, la sensatez de quien a determinada edad (aunque tardía en mi caso) deja atrás la inocencia, sentimiento que hacia Alfonsín me pudo y me embargó desde el heroísmo de esa figura tonante que sacudió erse pibe que fui, que siguió arrobado, anhelante, su campaña presidencial de 1983.

Con 30 y pico, me encontré ante la persona de Alfonsín, quien tuvo la deferencia de darme un lugar en su intimidad, que me permitió conocer al político en persona, sus dobleces, su discurso amañado, sus medias palabras, sus guiños de viejo zorro, de dirigente bichoco, no siempre claro, nunca cristalino. Pero a su vez, ratifiqué intuiciones que tenía sobre él y que lo diferenciaban del resto: su honestidad personal, esa dulce y auténtica campechanía, ese sentimiento que algunos definen como patriotismo, desde una devoción por el país resaltada desde una preocupación constante.

Decía de las contradicciones del ser humano, de sus opacidades, que desde luego vi en Alfonsín, sin que eclipsaran otras cualidades ponderables y trascendentes.

Esta evocación íntima que comparto con los amigos del Encuentro no tiene más relevancia que el recuerdo mismo; preludio de aquellas otras que se suscitaron el pasado 31 de marzo, muchas de un patetismo demasiado obvio, desde su artera utilización.

Arriesgo que Alfonsín se hubiese sentido confortado con algunas, aunque diré para mí que no le hubiere gratificado tanto, el servicio de su recuerdo para beneficio de esa grisura indefinible y por ello temeraria que es el Ing. Cleto.

Para Alfonsín el partido Radical era algo mucho más trascendente que un ámbito común de identificaciones ideológicas, lo era todo.

De allí su mirada hacia la política y al país, su resquemor ante rectificaciones o desagravios que ese partido le debe a la Nación, desde una vigencia que supuso renuncios y miserias, inevitables, con más de un siglo de existencia.

Lejos de haber contribuido a un repaso autocrítico de momentos ciertamente censurables de la dirigencia radical durante su extensa intervención en la vida nacional, Alfonsín optó por el silencio.

Nada dijo acerca de las matanzas acaecidas durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen, la participación activa de la UCR en la trágica: “Revolución Libertadora”, la decidida militancia de Ricardo Balbín en la caída del gobierno constitucional de Arturo Frondizi, el auspicio de aquél a la llegada de Arturo Mor Roig al Ministerio del Interior de la dictadura de Lanusse y por fin, los compromisos y la aceitada relación de Balbín y otros dirigentes con los jerarcas de la última dictadura militar, determinante de la ocupación por parte de militantes de la UCR de gobernaciones, intendencias y otras reparticiones públicas.

Demás está decir que no responsabilizo a Alfonsín por todas esas calamidades, sería por demás injusto, siendo que –en lo relativo a lo acaecido a partir de 1966- supo ser un consistente adversario interno de Balbín sólo resalto su identificación personal y política con la UCR y el consecuente acomodamiento de su discurso o la deliberada elusión del tratamiento de esas cuitas.

Por caso, al cumplirse cincuenta años del bombardeo a la Plaza de Mayo de junio de 1955 le propuse que instara una suerte de rectificación respecto de la postura sostenida por ese partido, dirigido entonces por Frondizi, cuya declaración aparecía responsabilizando al propio Perón por la masacre desatada por sus encarnizados enemigos. Al confiarle que mi abuelo, tan radical como él y el Dr. Frondizi, había sido víctima de esa matanza, entrecerró los ojos, tomándome del brazo.

“Cuántas tragedias asolaron a este país, querido amigo”, recuerdo que me dijo. De la rectificación no dijo, ni diría, una palabra.

Con todo lo que vengo expresando, no pretendo enlodar una figura que pondero y rescato desde el afecto y la consideración política, procuro poner de relieve sus contradicciones, sus frenos, sus impedimentos y ante todo humanizarlo por sobre la prédica de tanto carancho suelto que lo endiosa por estos días con aviesa y calculada precisión.

A propósito y como cierre de la entrada, recuerdo un diálogo que tuve con él.

Terminaba uno de los cursos que daba en la Facultad de Derecho al que asistía puntualmente.

Solía caminar por los pasillos de esa Facultad, acompañado por alguien que designaba, tomándolo del brazo a la salida del aula. Muchos, lo seguíamos a prudente distancia, a fin de disuadir a alguno que quisiera hacerle pasar un mal rato: no eran los tiempos del “que se vayan todos”, pero estaba fresco el recuerdo del indigno escrache que le organizaran en la puerta de su casa muchos de esos vecinos que llorarían lágrimas de cocodrilo pocos años después.

Contaba que una vez me eligió a mí.

“Venga cumpa”, me dijo.

Estaba convencido –o por lo menos me lo decía para aguijonearme- que yo era peronista: “a ver qué opina el peronista”, decía con picardía una vez que terminaba su alocución al frente del curso. Molesto, no porque fuese afrentosa la identificación, sino porque me consideraba (y sigo considerándome muy a pesar mío) radical, se lo aclaré:

“Don Raúl, yo no soy peronista, toda mi vida he sido radical”. “Por qué lo disimula tanto, entonces”, me preguntó.

Lo cierto es que me tomó del brazo y recorrimos los pasillos de la Facultad, él y yo. Me sorprendió que de todas las mesas de agrupaciones políticas se lo saludara con un respeto cariñoso, en especial desde las de las izquierdas.

Presumiblemente, ante su satisfacción por esos discretos, aunque significativos, homenajes, dibujaba una sonrisa ancha y discreta, le pregunté cómo se vivía un procerato en vida.

“No diga macanas, cumpa”, me contestó.

“No me aleje del mundo, que todavía ando por acá y aún cuando me vaya quiero que se me recuerde como un hombre de carne y hueso, que es lo que he sido siempre. Los próceres son héroes y yo de eso no he tenido nada”.

Concluyó: “sólo pretendí ser una buena persona”.

Y como siempre, al rematar una ocurrencia, al igual que Perón, guiñó un ojo.

Tuve el impulso de darle un abrazo y un beso, pero temía que me malinterpretase. Quería hacerlo como ratificación de su pretensión, para hacerle saber que a mi juicio Raúl era entonces y quedará en mi recuerdo y en el de muchísimos, como un gran tipo, como una buena persona.

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