domingo, 1 de agosto de 2010

El espejismo y el oasis. (Acerca de Arturo Illia)


Oriundo de Pergamino, cordobés por adopción, Arturo Illia antes de asumir la Presidencia de la Nación en octubre de 1963, registraba una extensa actividad política en la Unión Cívica Radical, a despecho de lo que se propone desde algún sector de interés, que lo presenta como una figura ajena a la política, de allí esa mirada angelada (boba, en verdad) que predican quienes lo despreciaron en vida y perpetúan ese desprecio con una mirada perdonavidas.

Desde muy joven, Arturo Illia dedicó su vida a la militancia política en el radicalismo de Hipólito Yrigoyen, ese líder excepcional de discurso absoluto y praxis democrática.

Esa adopción de su parte fue determinante en Illia: de allí el culto a la pobreza que imprimió a su vida; su temperamento político intransigente a la conveniencia de un acuerdo político interpartidario, como su respeto a las libertades públicas. En el terreno económico y social, vale remarcarlo, la concepción de Amadeo Sabattini es igualmente significativa.

La revolución democrática y sus censuradores.

En el sentido que propongo a mi opinión, ayuda una referencia al discurso que pronunciara al asumir la Presidencia de la Nación, que da cuenta de su ideario, un categórico diagnóstico de los males que atravesaba el país en esa época y prescripción de “perfeccionamiento democrático” como remedio para su cura, que se manifestaría sólo si las condiciones de desigualdad social vigentes eran revertidas.

Propuso en ese contexto: “esta es la hora de la gran revolución democrática, la única que el pueblo quiere y espera; pacífica sí, pero profunda, ética y vivificante, que al restaurar las fuerzas morales de la nacionalidad nos permita afrontar un destino promisorio de fe y esperanza.”

Más allá de su firme convicción en la necesidad de llevar adelante esa revolución democrática, a poco de analizar las opiniones de los actores políticos de la época, se aprecia como un grueso error de cálculo la atribución de tal anhelo al grueso de sus contemporáneos. Sin embargo, al reclamar la necesidad profundización democrática, advertía Illia los riesgos de una sustitución totalitaria, por lo que su discurso, bien leído, parecería dar cuenta de una prevención atenta a los riesgos que encerraban las quimeras de sus contradictores.

En el texto “Representación formal y representación real”, de octubre de 1965, el secretario general de la Confederación General del Trabajo, el peronista José Alonso no cuestiona sólo al gobierno de Illia, impugna asimismo al sistema de representación política, proponiendo como alternativa otra de cuño corporativo:

“En nuestro país, por lo menos desde el punto de vista de la ciencia política, partido político no significa representación. Por el contrario, lo que rige en nuestra vida política es el principio de las alternativas funcionales (…) La representación que los grupos sociales asumen de hecho en la vida política de la comunidad, está legitimada por dos aspectos fundamentales. Primeramente el que surge de una cuestión de principios y en orden al derecho natural. Siendo el partido político, en la realidad, una superestructura de conducción casi siempre ad hoc, es evidente que no puede representar aquello que no es posible ser delegado, como por ejemplo los intereses profesionales”.

Por su parte, días antes del derrocamiento del presidente Illia, el editorialista del semanario “Primera Plana”, Mariano Grondona –agudo observador político, eficaz traductor de la propuesta antidemocrática-, reclamará como remedio a las urgencias que el país atravesaba en esos tiempos excepcionales, la instauración de una Dictadura –así, con mayúsucla-.

Sobre la base de la tradición romana, opone el concepto al de la tiranía, de entidad “monstruosa”, con la porpuesta superadora de un dictador como un funcionario para tiempos difíciles. Esa anormalidad política, hecha de “ausencia de inversiones –es decir, ausencia de futuro-, en el colapso de los servicios públicos, en episodios reiterados de rebeldía sindical, en la falta de concordia política e institucional”, no había sido asumida con la energía y el talento necesarios por el gobierno radical, incapaz de dar respuesta a: “la impaciencia colectiva por la inoperancia de un estado antiguo ante un país moderno. Y, también [concluía], el doloroso recuerdo de un gran designio que los argentinos no han perdido de vista, pese a sus dificultades: el designio de construir una gran nación”.

Producido el golpe militar, Grondona lo recibe con entusiasmo juvenil. Publica el artículo “Por la Nación”, en el cual describe la emergencia de Onganía como un acto providencial de “pura esperanza, arco inconcluso y abierto a la gloria o a la derrota”, gesta que se emprendía en nombre de las generaciones futuras, para lo cual no habrían de escatimarse esfuerzos: “la etapa que se cierra era segura y sin riesgos: la vida tranquila y declinante de una Nación en retiro. La etapa que comienza está abierta al peligro y a la esperanza: es la vida de una gran nación cuya vacación termina.” El contraste con la propuesta formulada por Illia al asumir la Presidencia no podía ser mayor.

El poeta Francisco Urondo, aunque en la antípoda ideológica, al igual que Grondona clama por una revolución que juzga urgente y necesaria, mereciéndole la experiencia radical y en especial la figura de Illia un desprecio, a juzgar por el tono de un sarcasmo, demasiado cruel.

En “Hotel Guaraní”, describe la caída del Presidente radical, echado de la Casa de Gobierno como “un borracho fastidioso, anclado en su despacho de bebidas. Y era y estaba en su despacho presidencial; y de nada le valió el boato”.

Recordemos, y mucho se ha escrito sobre ello, que Illia resistió con altivez el desalojo de los golpistas del despacho presidencial en junio de 1966, defendiendo una investidura que consideraba trascendente, alternativa que merece para un impiadoso Urondo la siguiente reflexión: “Buscaba un taxi para irse a su casa, con la solemne, digna, triste investidura, con la música a otra parte. Ni siquiera lo ungieron con la prisión: había llegado demasiado tarde a todo.”

Esa escenificación paródica, hecha de una intransigencia aunque altiva, estéril, da cuenta, parodias al margen, de un estado de cosas demasiado corrompido: “cuánta larva, cuánta lombriz está devorando nuestro cadáver. Sólo la desdicha y esa propiedad de apropiarse –el pobre es odioso aun al amigo, pero muchos son los que aman al rico- que siempre acecha a todo corazón traidor que rendirse no quisiera”, que determina su: “impaciencia por andar degollando a esos palafreneros que sacan a los presidentes de un brazo, de madrugada.”

Sin embargo, la propuesta favorable al quiebre institucional más llamativa y demostrativa del alto grado de desprecio imperante entonces por la legalidad democrática, ha sido la del antecesor constitucional de Illia, Arturo Frondizi.

Tal como lo consigna su biógrafa oficial, a pocas horas de producirse el golpe publicó un mensaje en el que consideraba que: “en la Argentina de 1966 el gobierno de Arturo Illia constituye un anacronismo; es la expresión postrera de una estructura socio-económica que ha perdido vigencia. Empieza un nuevo proceso: el del desenvolvimiento pleno de todas las energías nacionales, el de su integración; es la etapa de la liberación nacional, pero sería un error suponer que este cambio se produce en una transición brusca, se han dado las condiciones para la liberación nacional [insistía] a menos que nos condenemos a la autodestrucción. La inacción, esto que se llama estilo de gobierno a la espera de la solución de los conflictos por el mero transcurso del tiempo, conduce inexorablemente a la desintegración nacional, cuyos signos aparecen en todas partes.” Instalado el gobierno militar, en un panfleto con un título que despejaba toda duda (“Mi apoyo al golpe militar argentino”), volvía sobre su idea de revolución nacional, encarnada en nombre del pueblo, por parte de los militares argentinos.

Por su parte, un Américo Ghioldi divertido expresaba días antes del golpe que: “estamos en un momento de entretenimiento, de ganar tiempo”, quien ya en junio de 1964 confidente de un funcionario de la embajada norteamericana, entendía al golpe militar como: “la casi inevitable y ciertamente la menos desafortunada alternativa.”

Juan Domingo Perón, también recibió la novedad del derrocamiento de Illia con beneplácito.

Entrevistado en el exilio madrileño por Tomás Eloy Martínez confió que el golpe: “para mí es un movimiento simpático porque acortó una situación que ya no podía continuar. Cada argentino sentía eso. Onganía puso término a una etapa de verdadera corrupción. Illia había detenido el país queriendo imponerle estructuras del año mil ochocientos, cuando nace el demoliberalismo burgués, atomizando a los partidos políticos. Si el nuevo gobierno procede bien, triunfará. Es la última oportunidad de la Argentina para evitar que la guerra civil se transforme en única salida”, para proponer la frase difundida a sus seguidores de que había que “desensillar hasta que aclare.”

Una apresurada lectura de las declaraciones del caudillo exiliado, pone en evidencia su cariz táctico: la emergencia del gobierno militar, aparecía ante sí como una posibilidad seductora respecto de su vigencia política, aunque encerrara demasiados riesgos, la que era puesta en discusión por parte del líder de la poderosa Unión Obrera Metalúrgica, Augusto T. Vandor.

Ese desafío había registrado como punto culminante la lucha en la liza electoral con candidato propio ante otro respaldado por el Líder, cuya tercera esposa había sido enviada por aquél a la Argentina para fortalecer las chances de su candidato, quien en abril de 1966 en elecciones en la provincia de Mendoza, superó en votos al sostenido por Vandor.

Esa derrota electoral sumó a aquel temible enemigo del gobierno radical al proyecto golpista: si algún sentido tenía para Vandor ese juego –en la medida que le permitía medir fuerzas con el propio Perón y eventualmente dar el gran zarpazo en la convocatoria de 1967-, había perdido razón de ser.

Las voces disonantes a ese coro golpista fueron escasas como significativas. A la previsible del Comité Nacional del Partido cuyo gobierno había sido derrocado, se sumó la del Comité Central del Partido Comunista, que supo advertir con lucidez los riesgos de la aventura: “Se está, pues, frente a una dictadura militar de tipo fascista [...] destinada a servir no los intereses de la clase obrera, del pueblo y de la nación [...] sino los intereses del imperialismo yanqui, de la oligarquía terrateniente y de los grandes capitalistas. [E]l golpe de Estado en nuestro país forma parte de un vasto plan para imponer gobiernos títeres del imperialismo yanqui en todos los países de América Latina”.

La otra excepción proviene del reformista rector de la Universidad de Buenos Aires –temprana víctima de la represión del onganiato- Ing. Fernández Long, pronunciada no bien se materializó el golpe militar.

El gobierno radical de Arturo Illia había conseguido el prodigio de reunir en apoyo de su caída a José Alonso, Mariano Grondona, Francisco Urondo, Américo Ghioldi, Arturo Frondizi, Juan Perón y Augusto Vandor; un pluralismo negativo –según el certero análisis de Natalio Botana- que alcanzaba en algunas opiniones al mismo sistema democrático, cuyo disvalor se proclamaba paralelamente con la exaltación de un modelo opuesto y superador, se lo denominase: dictadura, revolución nacional o revolución a secas.

El espejismo y el oasis.


El recuerdo colectivo de los años ominosos que siguieron a la caída de Illia, militaron en el rescate de su personalidad y estilo político.

Esa tendencia coincidió con los últimos meses de su vida quien fallecería en enero de 1983, concomitantemente con el final de una dictadura más patética y criminal aún que la iniciada con su derrocamiento.

Su oposición franca a ese régimen militar, en especial su disonante crítica a la aventura bélica de las islas Malvinas, cuya derrota comenzaba a producir efectos, sumado al drástico contraste de su perfil democrático y tolerante con el de los criminales del terrorismo de estado, explican, tal vez, la novedosa mirada favorable a su persona.

Ayudó asimismo, la ponderación sincera que le tributaba el líder del sector de la UCR que emergía de esas ruinas: el radical renovador Raúl Alfonsín, quien llegó a proponer a Illia como presidente civil de transición, no bien se conoció la rendición de Puerto Argentino.

Aunque a destiempo, en esa hora crepuscular, conoció Illia una suerte de reconciliación con una sociedad que lo había maltratado demasiado.

En esa época –y en apoyo de la candidatura presidencial de Raúl Alfonsín- se exhibía en los cines argentinos el documental: “La República Perdida” de considerable recepción.

El guión del filme (a cargo del periodista Luis Gregorich, luego funcionario de Alfonsín) presentaba una versión de la historia argentina a partir del golpe militar de 1930.

Con tono algo maniqueísta aunque eficaz, Gregorich proponía un relato en el cual explicaba la pérdida de la República por obra de la acción destructiva de las dictaduras que habían usurpado el poder a partir de septiembre de 1930 y por la presión ejercida por los factores de poder aliados del partido militar durante los intervalos constitucionales.

El discurso presentaba como modelos antitéticos de aquella constante a Hipólito Yrigoyen y a Arturo Illia, de cuyo gobierno consignaba con fidelidad el registro alfonsinista, definiéndolo como un “oasis democrático”; mirada antagónica al “espejismo democrático” denunciado por sus detractores durante su ejercicio.

Tales caracterizaciones remiten a un paisaje desértico y en mi mirada pueden traducir la verificación de parte de Illia de la soledad en la que se encontraba durante los años de su presidencia en abono de su proyecto democrático.

Ese denominador común tal vez explique su actitud de resignado fatalismo ante los preparativos de un golpe militar orquestado sin disimulo.

Pudo advertir, persevero en la metáfora, la aridez de ese terreno político hostil a la constitución de las bases de una república cuya meta final era aquella “revolución democrática, pacífica y creadora”.

Ello supone una reflexión aun más inquietante e igualmente arriesgada: se habría convencido de que los valores del sistema democrático serían apreciados en su genuina extensión una vez que el modelo opuesto evidenciase en los hechos su inviabilidad política.

En ese caso habría que reconocerle una vis profética.

Sólo la resultante trágica de las experiencias que sucedieron a su gobierno convencieron a una sociedad demasiado desaprensiva al respecto, de la importancia que merecía el resguardo de los valores y creencias encarnadas por ese político democrático y honrado, que por él y por todos nosotros mereció haber sido tratado de mejor manera.


NOTA: El contenido de esta publicación puede reproducirse total o parcialmente, siempre que se haga expresa mención de la fuente.

Referencias:

César Tcach y Celso Rodríguez: “Arturo Illia, un sueño breve”, Edhasa, Buenos Aires, 2006.

César Tcach: “Amadeo Sabattini. La nación y la isla”, FCE, Buenos Aires, 1999 y “Sabattinismo y peronismo. Partidos políticos en Córdoba (1943-1955)”, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1991.

Luciano de Privitellio y Luis A. Romero: “Grandes discursos de la historia argentina”, Aguilar, Buenos Aires, 2000.

Carlos Altamirano: “Bajo el signo de las masas (1943-1973)”, Biblioteca del Pensamiento Argentino. Tomo VI, Ariel Historia, Buenos Aires, 1999.

Francisco Urondo: "Obra Poética”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2006.

Tulio Halperín Donghi: “La República Imposible (1930-1945)”, Biblioteca del Pensamiento Argentino. Tomo V, Ariel Historia, Buenos Aires, 2004.

Emilia Menotti: “Arturo Frondizi. Biografía”, Planeta, Buenos Aires, 1998.

Partido Comunista. “Otra vez el golpe de Estado Militar”. Buenos Aires, 29 de Junio de 1966. Citado en: http://www.argenpress.info/notaold.asp?num=026418.

Marcos Novaro y Daniel Palermo: “La Dictadura Militar. 1976-1983”, Paidós, Buenos Aires, 2003.

1 comentario:

  1. Lo suyo emociona Galván¡¡
    Nos debemos esos piscolabis..


    Lúcido.

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