En este afán por volver a escribir acá, que espero que me dure al menos por un par de entradas más, vengo al pago para dejar algún recuerdo. Alguito, como le gusta que escriba el querido compadre Fuertes.
No porque ande convencido de que vale realmente la pena publicar recuerdos, sino para seguir despuntando el vicio de la escritura.
La excusa: otro 10 de diciembre.
Evocación que evidencia una de las (pocas) ventajas que me viene deparando ser el más joven de los viejos y el más viejo de los jóvenes. Tengo memoria de unos cuantos 10 de diciembre: desde el primero, de 1983; el segundo en 1999; el 25 de mayo de 2003 (que vino a ser un 10 de diciembre en otoño) y el cuarto, en 2011. Las veces que estuve, que presencié periféricamente esos eventos,e scribo para precisar conceptos.
Hay dos que preferiría olvidar. Y otros dos que atesoro como entrañables, incluso como experiencias formativas.
Anticipo y, aclaro, me pregunto y trato de responderme si tiene algún interés, algún sentido, repasar esos eventos a partir del recuerdo de quien siempre estuvo lejos de tener protagonismo alguno en esas ocasiones.
La respuesta podría ser negativa. Sin embargo, en este sitio chico desde el cual se comparten cosas chicas, tiene algún sentido recordar. Como escribí esto es algo así como un diario personal, una hoja de ruta.
Y si años atrás me dedicaba aquí a repasar el día a día, (tarea que no tengo interés alguno en retomar), aunque deba forzarme hoy a pocas horas de haber escuchado el vibrante, ético y luminoso discurso del presidente Fernández, me abstengo de opinar en caliente algo más de lo que acabo de escribir.
Sólo destaco que tengo cierta experiencia en eso de repasar discursos presidenciales en ceremonias como la de hoy. Ninguna, me había conmovido tanto.
Pero dije, y reitero, que no es cuestión de andar escribiendo en caliente, sino de dejar recuerdos chiquitos, en este bazar de cosas pequeñas y si de memoria y de pequeñez se trata, me remonto 36 años atrás.
Era un día muy similar, en temperatura, al de este 10 de diciembre: unos 36 grados, aunque sin el bochorno de la humedad que junto con el calor hacen de Buenos Aires un infierno delicioso.
Lo recuerdo igualmente luminoso: ni una perra nube nos dio respiro a las miles de personas que nos apiñamos en los alrededores de la Plaza de Mayo, a la cual llegábamos (antes del mediodía) mi Viejo y yo.
Veníamos de San Isidro en tren. Llegamos a Retiro y recuerdo, como si fuera hoy, decenas de personas bajando del tren que venía de José León Suárez con banderas rojas y negras.
"¿Juega Newell's, papá?", recuerdo haberle preguntado a mi Viejo quien, paternal y contento porque le había salido tan futbolero, me aclaró que en realidad, quienes marchaban con esas banderas eran los militantes del "Partido Intransigente" del Dr. Oscar Alende.
Me avergonzó mi soncera, dado que había seguido la campaña electoral de 1983 con una pasión que en un pibe de 10 años sorprendía a unos cuantos: leía diarios, veía programas de televisión, me morfaba los discursos de Alfonsín (a quien imitaba a los gritos, en compañía de alguien o solo) en quien vea la reencarnación de un héroe. Por contraste, Ítalo Luder, Deolindo Bittel y por sobre todo, Herminio Iglesias (bestia negra de los niños bienpensantes de la clase media suburbana a la que pertenecía), eran los malos.
Y sabía (o creía saber) quien era el Dr. Oscar Alende. Candidato presidencial a quien un integrante de la familia política de mi padre había votado, única excepción de ese clan monocolor que se había volcado sin excepción por la candidatura de Alfonsín.
Conocía, también, el logo partidario de esa agrupación, la del Bisonte; negro y rojo con las letras "P" e "I" en blanco al centro.
Como siempre que venía a Buenos Aires exigí viajar en subte y allá fuimos. Línea C: estación Retiro, hasta estación Avenida de Mayo. A la salida de la boca de subte: un cielo refulgente, azul. La gente (joven en su enorme mayoría y con una boina blanca calzada en el marote) exultante, eufórica. Saltaban y bailaban. Y miles y miles de papelitos en el aire, en el suelo.
Luego de haberle roto artesanalmente las bolas, mi Viejo me compró una bandera plástica: mitad argentina, mitad rojo y blanca, los colores de la Unión Cívica Radical, el partido de toda la vida del presidente que asumía.
De ahí, a apostarnos sobre el vallado que separaba la vereda de la Avenida de Mayo con la calzada. Conocí la impunidad de la infancia, porque era tarde, Alfonsín estaba terminando su discurso y en una media hora pasaría por ahí, en el Cadillac descapotable de Perón.
"No ves que estoy con el pibe, la puta madre que te parió", le soltó Garcete (padre) a un fulano que no quería resignar el lugar que había conseguido para ver pasar al Presidente, aunque asumió su derrota apenas reparó en mi edad y estatura. Aunque volvió a quejarse (y a perder) cuando más aún tuvo que correrse para dejarle lugar para que él me acompañase a mí.
Hay recuerdos que mienten un poco, como dice Solari. La memoria tiene sus meandros, sus misterios, sus entresijos.
Digo esto porque en mi recuerdo (que miente bastante, parece), Alfonsín estaba ubicado en el costado derecho de la parte trasera del Cadillac, que era la que yo tenía a mano cuando pasó a unos metros de donde yo estaba, meta agitar la banderita.
Y me miró, por un instante, me miró.
Y decía que mienten los recuerdos porque volví a ver las imágenes 187 veces más y Raúl estaba ubicado del otro lado de la parte trasera del Cadillac. Pudo haber sido que doña Lorenza se había sentado y parecía que iba en ese flanco Alfonsín o que, directamente, creí haber visto a Alfonsín y creí haber visto que él me había mirado a los ojos.
Quien lo sabe.
Y ninguna importancia tiene, concluyo a poco de escribirlo.
Sí evoco con nitidez las miles de personas contentas y sonrientes. Bailaban, lo recuerdo vivamente. Era un clima de una alegría contagiosa.
"Siga, siga, siga el baile al compás del tamboril, que llegamos al gobierno, de la mano de Alfonsín" y meta cantitos: muchos de puteadas a los milicos que se iban.
Nos quedamos un rato más (mi Viejo siempre tuvo una ansiedad de vaya uno a saber porqué y me insistía para volver a casa, que era largo viaje, que estábamos lejos y roturas de bola similares).
Cuando pegábamos la vuelta recuerdo a un morochazo de pelo largo, que iba y venía por la Plaza. Llevaba una banderita con el escudo Justicialista con un mástil de caña de pescar larguísimo.
Celebraba, a su modo, el final de la dictadura.
Algunos de los radicales que eran enorme mayoría en esa Plaza (con una número importante de los ñubelistas del PI), aplaudieron al peronista solitario, mi Viejo, lo abrazó con calidez, aunque seguramente (fiel a su estilo) le haya soltado una cargada al oído. Gastador (titeador, diría el maestro Viñas), mi padre, además de ansioso. Ansiedad que hizo que nos perdiésemos el discurso de Alfonsín que pronunció desde los balcones del Cabildo.
Para cuando ese discurso se iniciaba estábamos los dos arriba de uno de los trenes Toshiba que hacían el recorrido por el Ferrocarril Mitre (de grandes y cómodos asientos rebatibles de cuerina verde). Mientras buscábamos asiento nos cruzamos con un pibe que andaba vendiendo pastillas.
Tendría uno o dos años más que yo. Recuerdo que me miró de arriba a abajo como quien mira al más imbatible de los pelotudos y se quedó con banderita que llevaba (la que conservé por muchísimos años), aquella que era mitad celeste y blanca, mitad con los colores radicales.
Y le dijo a mi Viejo: "decile que tire eso, comprale una bandera de Perón".
Para que le (nos) quedase claro que lo que venía le iba a ser muy difícil a mi héroe de los 10 años que asumía la Presidencia, recibido con tanta alegría popular, quien me había mirado a los ojos cuando lo saludé revoleando la banderita despreciada por el pibe de las pastillas, cumplir los ambiciosos objetivos que se proponía.
martes, 10 de diciembre de 2019
sábado, 7 de diciembre de 2019
Porotos
Vuelvo, más convencido que vencido (por el contrario, con el alivio por la salida de los vencidos de octubre) a escribir en este lugar chiquito, de cosas chiquitas.
No sé bien sobre qué, pero ando con deseos de escribir. Una vez más, la luz de un fósforo, enciende mis ganas de dejar algo por escrito en este pago.
Espero que, al calor de tanta persona que me incita a hacerlo, el destello sea duradero. Alguito más que el de 2018, que se encendió en enero y en enero se apagó.
Con mi habitual auto-complacencia, diré que mi silencio fue el eco sordo de cuatro años fuleros.
Y aunque me ocupé del sujeto que está dejando de ser presidente de este desdichado país, antes de que lo fuera, no lo hice (por desgano, por abatimiento, por pereza) durante los cuatro años espantosos que andan concluyendo. Y no lo haré ahora, por esas cosas de la leña, del árbol caído y demás cuestiones.
Como tampoco cantaré loas a los que llegan: los he votado y espero que puedan asimilar las toneladas de pan amargo que tendrán (que tendremos) que comer.
Tengo tenues, (aunque poderosas) esperanzas. Expectativas en lo que viene: tener un Presidente que articula sujeto, verbo y predicado, que no sea un mentiroso serial, que no parezca que venga a rifar el futuro de dieciséis generaciones venideras de esto que sigue siendo la Argentina es algo. Es mucho, quizás.
Hago honor a lo que escribí unas líneas antes y me esfuerzo en no escribir sobre esas personitas tan dañinas. Responsables de mis cuatro años de alejamiento del día a día de la "política" nacional, por lo cual, les debo gratitud.
Me era (me sigue resultando) insoportable leer o escuchar: "el presidente de la Nación, ingeniero Mauricio Macri..." y lo que viniese. Me recuerdo, mirando incrédulo la pantalla de la televisión. Me resultaba (y sigue resultándome) insoportable asumir que el sujeto era, nomás, el "presidente de la Nación". No más comentarios sobre el muchacho.
Esa repulsión, escribía, me refugió en otros territorios, tanto mejores: el cine, el teatro y la literatura. Tuve la suerte que millones no tuvieron de poder regalarme ese exilio íntimo.
Leí bastante (anárquicamente, no dejé de ser el de siempre), no sólo literatura referida a don Pedro de Ángelis, sino a todo libro interesante que luciera en los anaqueles de la librería de mi querido amigo Alberto Casares, de la calle Suipacha 521, que visito semanalmente.
Entre textos de don Pedro, sobre tatita Hipólito, de Alberdi, de Sarmiento, de Zeballos, reparé en "Tras los dientes del perro", las memorias de Helvio I. Botana, "Poroto", segundo hijo de Natalio, el legendario personaje que fundó "Crítica", diario que entre los años '10 e inicios de los '40 del siglo pasado, puso patas para arriba el periodismo gráfico argentino (porteño, para ser preciso).
Tanto se ha escrito (se ha filmado, se han puesto obras teatrales) sobre Botana. Llamado también "Tábano", anagrama de su apellido y símbolo de su diario, cuyas ediciones eran presididas por una frase que se atribuye a Sócrates: "Dios me puso sobre la ciudad como a un tábano sobre u noble caballo, para picarlo y tenerlo despierto".
No voy a escribir sobre "Crítica", portentoso medio sobre el cual tanto se ha escrito, o sobre Botana padre, sobre quien tanto se ha dicho o escrito, sí alguna referencia haré acerca de los recuerdos de su hijo "Poroto", reveladores en mi mirada de tanto padecimiento de este sufrido país, a raíz de la obra iniciada durante los años de auge de "Crítica".
Cuando el "Tábano" o mejor, "Ciudadano Botana", (como titula Álvaro Abós la excelente biografía editada por Vergara, hace unos 15 años, en obvia alusión a la vida de Charles Forster Kane, el protagonista del monumento cinematográfico de Orson Welles, estrenado en el año de la muerte de don Natalio) marcaba el pulso de la Argentina fraudulenta de los '30s.
El poderoso empresario de las noticias, el magnate poseedor de tantas propiedades, entre ellas, la fastuosa quinta de Don Torcuato en cuyo sótano David Alfaro Siqueiros dejó aquel "experimento plástico", mural que puede apreciarse en el Museo del Bicentenario, historia-anécdota que daba para tanto más que para la desvaída película de Héctor Olivera de 2010.
Digamos que "Tábano" o "Ciudadano Botana" hizo de sí una nueva especie: la de los empresarios, la de los mercaderes de la noticia. Miles de anécdotas circulan todavía acerca de los enjuagues, los aprietes, las mentiras a medias, las verdades maquilladas durante los años de auge y ventas diarias millonarias (no es un eufemismo) del primer diario amarillo (y maravillosamente escrito) de este desdichado país. De Buenos Aires.
Algo escribiré sobre esto, quizás, en este espacio caleidoscópico.
Volvamos a Helvio Ildefonso "Poroto" Botana, el segundo de los hijos de Natalio. El primero de su sangre, aunque no el favorito, dado que Carlos Natalio "Pitón" Botana, el mayor de sus hermanos, habría sido reconocido por "Tábano" cuando ya había sido parido por Salvadora Medina Onrubia, la escritora anarquista que desposaría. Ese matrimonio novelesco le daría al país dos hijos más (además de "Poroto", claro está): Jaime y Georgina, la "China", madre a su vez de Raúl Damonte Taborda, "Copi" apodo que, dicen, le puso "Abuelita" Salvadora.
Los Botana, parece, trataban a sus ascendientes con el diminutivo. Al menos, "Poroto" quien, anciano ya, evocaba a Natalio llamándolo "Papito" y a Salvadora (a quien odiaba con un odio, tal vez, justificado) como "Mamita".
"Papito" y "Mamita" escribe "Poroto" en sus memorias demasiado desordenadas, deliberadamente descuidadas.
Descuido que se evidencia en la segunda edición del libro (la que cayó en mis manos), que ni el autor ni el editor (Arturo Peña Lillo) se tomaron el trabajo de revisar, tarea que les hubiera permitido pulir los horrores ortográficos y otras lindezas que pueblan el texto, de esas que hacen doler las retinas (leí, entre las más dolorosas las expresiones: "quizo" y "antigüa").
Tampoco hubo esmero en la edición en sí: las páginas de libro, impreso en 1985, se quiebran de sólo volterarlas, la tapa, fue cuarteándose y rompiéndose a medida que fue transcurriendo la semana que me insumió la lectura de las memorias poroteanas.
"Papito", "Mamita" y unos tíos entrañables: Agustín Justo, Manuel Fresco, Alberto Barceló y otras alhajas de los años '30, eran el pan suyo de cada día en los tiernos años de la adolescencia de "Poroto", a quienes evoca mediante semblanzas enternecedoras.
Entre ellas, la que recuerda la sencillez y la ternura de la "policía brava" del tío Manuel Fresco (gobernador de la provincia de Buenos Aires durante esos años, admirador, primero de Mussolini, luego de Hitler), que recogía borrachos ilustres en los bares de provincia, les hacía dormir la mona en el calabozo, para dejarlos (sanos, salvos y lúcidos) en su casa.
Una semblanza interesante fue la de la "gesta" de "Crítica" en septiembre de 1930 cuando Natalio fue ariete del golpe de Estado contra el gobierno de Hipólito Yrigoyen. Allí estaba, en la sede de la avenida de Mayo "Poroto" a sus quince años. "Porotito". Embriagado de entusiasmo patrio entre tanto argentino hermanado para poner fin a la decadencia de la democracia radical.
Epopeya que daría inicio al tiempo de los tíos Agustín Pedro, Manuel y, también, Alberto Barceló (de quien más cercano era "Poroto"), dirigente cuya hidalguía fue tanta (recuerda "Poroto") como para habilitarle a Nereo Crovetto asilo en su casa (gobernador bonaerense hasta el 6 de septiembre de 1930), cuando sabía que iría a parar a Ushuaia o a Martín García, ocultándole a la buena policía brava de Matías Sánchez Sorondo su paradero.
Disculpando deslices de tiíto Alberto entre tantos: las hazañas de Ruggierito y otros prohombres de Avellaneda, del fraude desembozado que ampararía durante las elecciones amañadas que seguirían a la dictadura que había depuesto a Yrigoyen y a su huésped Crovetto, a las decenas de muertos en ese feudo y tantos etcéteras.
Dorados años, los '30. Plenos. Con "Papito" al mando del clan, acrecentando aún más su fortuna luego de unos meses en la Penitenciaría (por orden de Uriburu) en la que había sido tratado con los honores condignos con ese poderío económico; cuando "Mamita" se ahogaba en éter, morfina y otras sustancias para tapar el dolor del suicido (¿?) de "Pitón".
Cuando todo estaba en orden. Cuando el general Justo era la realidad y la esperanza de la gente decente (que un ACV fulminante truncaría mandándolo al otro mundo en enero de 1943). Nada que reprochar, que revisar de esos años de plenitud republicana.
Ni una alusión a la miseria profunda de la inmensa mayoría del pueblo durante ese tiempo propiciatorio de tantas desgracias (que reflejaron tan bien los poetas del tango contertulios de "Poroto", Manzione entre ellos, a quienes elige ignorar o evocar con banalidad), al asesinato de Bordabehere en pleno recinto del Senado de la Nación, al fraude descarado enaltecido en ese Congreso poblado de canallas, a las denuncias de los muchachos (su amigo Manzione, entre ellos) de FORJA, entre tantas atrocidades orquestadas por el tío Agustín Pedro a quien no sólo le perdona, sino que le justifica la artera intervención federal a la San Juan de Federico Cantoni.
Y más allá, la inundación, dijera el amigo olvidado por "Poroto": la muerte de "Papito", el derrumbe de "Crítica" en las torpes manos de "Mamita", de "Hermanito" Jaime y de "Cuñadito" Damonte Taborda; su exilio en Montevideo durante los meses de Farrell; el despojo perpetrado por Perón a la familia Botana de las acciones de "Crítica" y la lápida colocada sobre ese medio por los radicales de Ricardo Balbín, a quien "Poroto" odiaba como a ninguno.
Ruinas, sobre ruinas.
Pese a los intentos de los presidentes Lonardi, Aramburu, Onganía y Videla, a quienes el autor de las memorias que repasamos asesoró casi sin excepción, como al coronel Moori Koenig (el co-protagonista del cuento "Esa mujer" de Rodolfo Walsh, responsable de la profanación del cadáver de Evita) a los rectores de la Universidad de Buenos Aires, Solano Lima (contertulio de "Papito"), Laguzzi (por error, seguramente) y Ottalagano (a quien no le ahorra elogios) en tiempos del tercer peronismo, cuando fueron requeridos sus servicios por el comisario general José López Rega.
Aunque debe admitirse que "Poroto" vivió intensamente: tres matrimonios, unos cuantos hijos, nietos, hectolitros de alcohol y otras licencias más osadas ingeridas; una asesoría al presidente boliviano Paz Estenssoro, participación en congresos internacionales para combatir el comunismo y una relación ambivalente con la jerarquía del credo Católico, Apostólico Romano.
Devoción que le deparó a nuestro "Poroto" un lustro largo en Europa cuando decidió quedarse en el Viejo Mundo al que había llegado como integrante de la comitiva de los hacedores de la película "La Procesión", de 1960, filmada sobre un argumento suyo, seleccionada como representante argentina en el Festival de Cannes.
Con dirección de un tal Francis Lauric, actuaciones de Santiago Gómez Cou, Gilda Lousek, Amelita Vargas, el "Pato" Carret, Guillermo Brizuela Méndez y el Chueco García, entre otras celebridades, cuenta, precisamente, el peregrinar de personalidades de diverso pelaje al santuario de la Virgen a la Basílica de Luján. Inhallable, la película entonces no fue, precisamente, bien recibida por la crítica especializada.
Filmada en tiempos del despertar del cine a cargo de próceres como Manuel Antín, Simón Feldman, Lautaro Murúa, Mario Soffici, Leonardo Favio y Leopoldo Torre Nilsson, entre otros. Éste último, director de la película "Fin de Fiesta", estrenada precisamente en 1960 sobre guión de Beatriz Guido, que relataba las hazañas del "tío" Barceló (sin los ocultamientos ni las falacias de "Poroto"), interpretado por el inmenso Arturo García Buhr.
Por ello, entre tanta producción cinematográfica de calidad excepcional, llamó la atención la nominación, decidida por las autoridades argentinas, de la película filmada sobre el argumento de "Poroto" para representar al país en Cannes. Pierre Brillard, en "Cinema 60" la trató con ternura: "para quienes conocen la evolución del cine argentino en los últimos meses, la presencia de esta expresión de inmenso cretinismo en el Festival de Cannes sólo se justifica por maniobras interesadas en el sabotaje de dicho cine".
A caballo entonces, de esa expresión de cretinismo, desplegaría su lustro sabático en la Europa de los '60s, cuando descubrió su vocación pictórica: "Poroto" se dedicó a la venta de los pastiches que pintaba, pasándolos por buenos, como pondera en sus ya demasiado analizadas memorias.
Teniéndolo cerca, visitó a Perón en su exilio madrileño (a fin de informarle sobre el tema a su amigo el presidente Frondizi profundizando su rol de alcahuete estatal, que con tanta precisión había desplegado para su muy admirado ex jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército Moori Koenig), dejando una interesante semblanza de la primera residencia de Perón en Madrid, en una casa "digna y sencilla" en el barrio "El Pantío".
Volvió al país, instado por uno de los tantos personajes con los que se emborrachó, cuando en medio del delirio etílico, el compañero de ronda lo había abandonado porque no podía compartir su alcohol con quien se había despreocupado de la suerte de su madre mientras fallecía en su país.
Agonizaba (de una larguísima agonía), Salvadora Medina Onrubia, "Mamita". Redentora de tantos anarquistas, por todos, Simón Radowitzky, el ácrata que había hecho justicia con Ramón L. Falcón, cuyo indulto gestionó y logró ante Hipólito Yrigoyen en 1929. De una crueldad infinita hacia "Poroto" (cuenta María Moreno que "Pitón" no se habría suicidado, sino que habría caído muerto por una torpeza o por decisión de nuestro personaje).
"Hijito Poroto" relata en su libro que con la finalidad de mitigar el sufrimiento de su madre, quien penó a lo largo de casi medio siglo la muerte de su primogénito ahogada en éter y morfina, no tuvo mejor idea que disfrazar a un amigo suyo que se le parecía a fin de caracterizarlo como su hermano muerto y presentárselo a Salvadora quien era espiritista y creía en los misterios de las apariciones y otras macanas.
Lo hizo, "Poroto", en un ejercicio de una crueldad versallesca, aunque lo relata como un acto de piedad hacia "Mamita".
Por supuesto que a partir de entonces el cuadro de Salvadora se agravó. Moriría a los pocos días, hundida en el delirio más profundo, repitiendo como una letanía (según el relato de "Hijito Poroto" quien naturalmente, no se perdió el espectáculo): "Odio, odio, odio". La enfermera que la cuidaba, en cambio, interpretó: "Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios".
Son las cosas del querer.
Basta de "Poroto". Este lugar chiquito de cosas chiquitas le ha dedicado el espacio que nadie (de acuerdo con la compulsa que realicé para escribir estos delirios) le consagró.
De hecho, no se sabe cuando murió. Si es que falleció. Aunque de estar con vida el año que viene soplaría 105 velitas, por lo cual, lo damos por finado.
Sus memorias llegan a los albores de la Presidencia de Alfonsín, respecto de quien (aunque no lo denueste con la intensidad deparada a Balbín), destila espesa bilis, dado que a diferencia de los prohombres de su idílico pasado, no había reparado en él ni reclamado sus servicios: le dedica un extenso ditirambo por el que procura desacreditar a quienes se hacían llamar intelectuales: "impopular acción pero natural por la deformación que los 'cultos' han hecho del uso de la inteligencia".
Demasiados servicios había prestado a la Patria "Poroto". Era hora de descansar.
Escribí que nadie (o casi) habían reparado en el trabajo que comento. Corresponde aclarar que en abril de este año Damián Tabarovsky publicó una columna en "Perfil", titulada: "Memorias livianas" (https://www.perfil.com/noticias/columnistas/memorias-livianas.phtml) sucinto análisis del trabajo evocado, cuyo "copete" resume el sentido del texto: "¡Qué lindas las anécdotas de la burguesía bohemia de entonces! Lástima que después se pudrió todo."
Concluye el autor con estas evocaciones: "La policía dejó de ser amable, a los intelectuales y poetas de izquierda se les bajó el copete de la soberbia mandándolos al exilio o conduciéndolos a mesas de tortura y asesinato. Más tarde, muchos periodistas se dedicaron a la extorsión y a toda clase de operaciones corruptas, entre otros menesteres. ¿Cómo serán los libros de memorias de nuestro tiempo?"
Ya escribí que mucho le había dedicado a "Poroto" Botana. Aunque creo que implícitamente lo hice, proponer un contrapunto a las consideraciones de Tabarovsky me insumiría mucho más tiempo que el considero prudente.
Me quedo con el final y anoto que no sé cómo serán las memorias de "nuestro tiempo", o mejor, qué habrán de escribir los hijos de los dueños de los medios de este tiempo. Aunque no sé qué interés habrían de tener las evocaciones de Bárbara Lanata o de Esmeralda Mitre, por nombrar a dos hijas de dos empresarios de medios de este tiempo.
Incubado durante el tiempo recordado con tanta ternura por "Poroto".
Cuando se amasó el pan amargo que habremos de tragar a lo largo de la Presidencia que está a unas horas de iniciarse, cuestión que debemos tener en cuenta por más que el Presidente electo auspicie algo mejor (o menos malo) que lo que se está dejando atrás.
NOTA: El contenido de esta publicación puede reproducirse total o parcialmente, siempre que se haga expresa mención de la fuente.
No sé bien sobre qué, pero ando con deseos de escribir. Una vez más, la luz de un fósforo, enciende mis ganas de dejar algo por escrito en este pago.
Espero que, al calor de tanta persona que me incita a hacerlo, el destello sea duradero. Alguito más que el de 2018, que se encendió en enero y en enero se apagó.
Con mi habitual auto-complacencia, diré que mi silencio fue el eco sordo de cuatro años fuleros.
Y aunque me ocupé del sujeto que está dejando de ser presidente de este desdichado país, antes de que lo fuera, no lo hice (por desgano, por abatimiento, por pereza) durante los cuatro años espantosos que andan concluyendo. Y no lo haré ahora, por esas cosas de la leña, del árbol caído y demás cuestiones.
Como tampoco cantaré loas a los que llegan: los he votado y espero que puedan asimilar las toneladas de pan amargo que tendrán (que tendremos) que comer.
Tengo tenues, (aunque poderosas) esperanzas. Expectativas en lo que viene: tener un Presidente que articula sujeto, verbo y predicado, que no sea un mentiroso serial, que no parezca que venga a rifar el futuro de dieciséis generaciones venideras de esto que sigue siendo la Argentina es algo. Es mucho, quizás.
Hago honor a lo que escribí unas líneas antes y me esfuerzo en no escribir sobre esas personitas tan dañinas. Responsables de mis cuatro años de alejamiento del día a día de la "política" nacional, por lo cual, les debo gratitud.
Me era (me sigue resultando) insoportable leer o escuchar: "el presidente de la Nación, ingeniero Mauricio Macri..." y lo que viniese. Me recuerdo, mirando incrédulo la pantalla de la televisión. Me resultaba (y sigue resultándome) insoportable asumir que el sujeto era, nomás, el "presidente de la Nación". No más comentarios sobre el muchacho.
Esa repulsión, escribía, me refugió en otros territorios, tanto mejores: el cine, el teatro y la literatura. Tuve la suerte que millones no tuvieron de poder regalarme ese exilio íntimo.
Leí bastante (anárquicamente, no dejé de ser el de siempre), no sólo literatura referida a don Pedro de Ángelis, sino a todo libro interesante que luciera en los anaqueles de la librería de mi querido amigo Alberto Casares, de la calle Suipacha 521, que visito semanalmente.
Entre textos de don Pedro, sobre tatita Hipólito, de Alberdi, de Sarmiento, de Zeballos, reparé en "Tras los dientes del perro", las memorias de Helvio I. Botana, "Poroto", segundo hijo de Natalio, el legendario personaje que fundó "Crítica", diario que entre los años '10 e inicios de los '40 del siglo pasado, puso patas para arriba el periodismo gráfico argentino (porteño, para ser preciso).
Tanto se ha escrito (se ha filmado, se han puesto obras teatrales) sobre Botana. Llamado también "Tábano", anagrama de su apellido y símbolo de su diario, cuyas ediciones eran presididas por una frase que se atribuye a Sócrates: "Dios me puso sobre la ciudad como a un tábano sobre u noble caballo, para picarlo y tenerlo despierto".
No voy a escribir sobre "Crítica", portentoso medio sobre el cual tanto se ha escrito, o sobre Botana padre, sobre quien tanto se ha dicho o escrito, sí alguna referencia haré acerca de los recuerdos de su hijo "Poroto", reveladores en mi mirada de tanto padecimiento de este sufrido país, a raíz de la obra iniciada durante los años de auge de "Crítica".
Cuando el "Tábano" o mejor, "Ciudadano Botana", (como titula Álvaro Abós la excelente biografía editada por Vergara, hace unos 15 años, en obvia alusión a la vida de Charles Forster Kane, el protagonista del monumento cinematográfico de Orson Welles, estrenado en el año de la muerte de don Natalio) marcaba el pulso de la Argentina fraudulenta de los '30s.
El poderoso empresario de las noticias, el magnate poseedor de tantas propiedades, entre ellas, la fastuosa quinta de Don Torcuato en cuyo sótano David Alfaro Siqueiros dejó aquel "experimento plástico", mural que puede apreciarse en el Museo del Bicentenario, historia-anécdota que daba para tanto más que para la desvaída película de Héctor Olivera de 2010.
Digamos que "Tábano" o "Ciudadano Botana" hizo de sí una nueva especie: la de los empresarios, la de los mercaderes de la noticia. Miles de anécdotas circulan todavía acerca de los enjuagues, los aprietes, las mentiras a medias, las verdades maquilladas durante los años de auge y ventas diarias millonarias (no es un eufemismo) del primer diario amarillo (y maravillosamente escrito) de este desdichado país. De Buenos Aires.
Algo escribiré sobre esto, quizás, en este espacio caleidoscópico.
Volvamos a Helvio Ildefonso "Poroto" Botana, el segundo de los hijos de Natalio. El primero de su sangre, aunque no el favorito, dado que Carlos Natalio "Pitón" Botana, el mayor de sus hermanos, habría sido reconocido por "Tábano" cuando ya había sido parido por Salvadora Medina Onrubia, la escritora anarquista que desposaría. Ese matrimonio novelesco le daría al país dos hijos más (además de "Poroto", claro está): Jaime y Georgina, la "China", madre a su vez de Raúl Damonte Taborda, "Copi" apodo que, dicen, le puso "Abuelita" Salvadora.
Los Botana, parece, trataban a sus ascendientes con el diminutivo. Al menos, "Poroto" quien, anciano ya, evocaba a Natalio llamándolo "Papito" y a Salvadora (a quien odiaba con un odio, tal vez, justificado) como "Mamita".
"Papito" y "Mamita" escribe "Poroto" en sus memorias demasiado desordenadas, deliberadamente descuidadas.
Descuido que se evidencia en la segunda edición del libro (la que cayó en mis manos), que ni el autor ni el editor (Arturo Peña Lillo) se tomaron el trabajo de revisar, tarea que les hubiera permitido pulir los horrores ortográficos y otras lindezas que pueblan el texto, de esas que hacen doler las retinas (leí, entre las más dolorosas las expresiones: "quizo" y "antigüa").
Tampoco hubo esmero en la edición en sí: las páginas de libro, impreso en 1985, se quiebran de sólo volterarlas, la tapa, fue cuarteándose y rompiéndose a medida que fue transcurriendo la semana que me insumió la lectura de las memorias poroteanas.
"Papito", "Mamita" y unos tíos entrañables: Agustín Justo, Manuel Fresco, Alberto Barceló y otras alhajas de los años '30, eran el pan suyo de cada día en los tiernos años de la adolescencia de "Poroto", a quienes evoca mediante semblanzas enternecedoras.
Entre ellas, la que recuerda la sencillez y la ternura de la "policía brava" del tío Manuel Fresco (gobernador de la provincia de Buenos Aires durante esos años, admirador, primero de Mussolini, luego de Hitler), que recogía borrachos ilustres en los bares de provincia, les hacía dormir la mona en el calabozo, para dejarlos (sanos, salvos y lúcidos) en su casa.
Una semblanza interesante fue la de la "gesta" de "Crítica" en septiembre de 1930 cuando Natalio fue ariete del golpe de Estado contra el gobierno de Hipólito Yrigoyen. Allí estaba, en la sede de la avenida de Mayo "Poroto" a sus quince años. "Porotito". Embriagado de entusiasmo patrio entre tanto argentino hermanado para poner fin a la decadencia de la democracia radical.
Epopeya que daría inicio al tiempo de los tíos Agustín Pedro, Manuel y, también, Alberto Barceló (de quien más cercano era "Poroto"), dirigente cuya hidalguía fue tanta (recuerda "Poroto") como para habilitarle a Nereo Crovetto asilo en su casa (gobernador bonaerense hasta el 6 de septiembre de 1930), cuando sabía que iría a parar a Ushuaia o a Martín García, ocultándole a la buena policía brava de Matías Sánchez Sorondo su paradero.
Disculpando deslices de tiíto Alberto entre tantos: las hazañas de Ruggierito y otros prohombres de Avellaneda, del fraude desembozado que ampararía durante las elecciones amañadas que seguirían a la dictadura que había depuesto a Yrigoyen y a su huésped Crovetto, a las decenas de muertos en ese feudo y tantos etcéteras.
Dorados años, los '30. Plenos. Con "Papito" al mando del clan, acrecentando aún más su fortuna luego de unos meses en la Penitenciaría (por orden de Uriburu) en la que había sido tratado con los honores condignos con ese poderío económico; cuando "Mamita" se ahogaba en éter, morfina y otras sustancias para tapar el dolor del suicido (¿?) de "Pitón".
Cuando todo estaba en orden. Cuando el general Justo era la realidad y la esperanza de la gente decente (que un ACV fulminante truncaría mandándolo al otro mundo en enero de 1943). Nada que reprochar, que revisar de esos años de plenitud republicana.
Ni una alusión a la miseria profunda de la inmensa mayoría del pueblo durante ese tiempo propiciatorio de tantas desgracias (que reflejaron tan bien los poetas del tango contertulios de "Poroto", Manzione entre ellos, a quienes elige ignorar o evocar con banalidad), al asesinato de Bordabehere en pleno recinto del Senado de la Nación, al fraude descarado enaltecido en ese Congreso poblado de canallas, a las denuncias de los muchachos (su amigo Manzione, entre ellos) de FORJA, entre tantas atrocidades orquestadas por el tío Agustín Pedro a quien no sólo le perdona, sino que le justifica la artera intervención federal a la San Juan de Federico Cantoni.
Y más allá, la inundación, dijera el amigo olvidado por "Poroto": la muerte de "Papito", el derrumbe de "Crítica" en las torpes manos de "Mamita", de "Hermanito" Jaime y de "Cuñadito" Damonte Taborda; su exilio en Montevideo durante los meses de Farrell; el despojo perpetrado por Perón a la familia Botana de las acciones de "Crítica" y la lápida colocada sobre ese medio por los radicales de Ricardo Balbín, a quien "Poroto" odiaba como a ninguno.
Ruinas, sobre ruinas.
Pese a los intentos de los presidentes Lonardi, Aramburu, Onganía y Videla, a quienes el autor de las memorias que repasamos asesoró casi sin excepción, como al coronel Moori Koenig (el co-protagonista del cuento "Esa mujer" de Rodolfo Walsh, responsable de la profanación del cadáver de Evita) a los rectores de la Universidad de Buenos Aires, Solano Lima (contertulio de "Papito"), Laguzzi (por error, seguramente) y Ottalagano (a quien no le ahorra elogios) en tiempos del tercer peronismo, cuando fueron requeridos sus servicios por el comisario general José López Rega.
Aunque debe admitirse que "Poroto" vivió intensamente: tres matrimonios, unos cuantos hijos, nietos, hectolitros de alcohol y otras licencias más osadas ingeridas; una asesoría al presidente boliviano Paz Estenssoro, participación en congresos internacionales para combatir el comunismo y una relación ambivalente con la jerarquía del credo Católico, Apostólico Romano.
Devoción que le deparó a nuestro "Poroto" un lustro largo en Europa cuando decidió quedarse en el Viejo Mundo al que había llegado como integrante de la comitiva de los hacedores de la película "La Procesión", de 1960, filmada sobre un argumento suyo, seleccionada como representante argentina en el Festival de Cannes.
Con dirección de un tal Francis Lauric, actuaciones de Santiago Gómez Cou, Gilda Lousek, Amelita Vargas, el "Pato" Carret, Guillermo Brizuela Méndez y el Chueco García, entre otras celebridades, cuenta, precisamente, el peregrinar de personalidades de diverso pelaje al santuario de la Virgen a la Basílica de Luján. Inhallable, la película entonces no fue, precisamente, bien recibida por la crítica especializada.
Filmada en tiempos del despertar del cine a cargo de próceres como Manuel Antín, Simón Feldman, Lautaro Murúa, Mario Soffici, Leonardo Favio y Leopoldo Torre Nilsson, entre otros. Éste último, director de la película "Fin de Fiesta", estrenada precisamente en 1960 sobre guión de Beatriz Guido, que relataba las hazañas del "tío" Barceló (sin los ocultamientos ni las falacias de "Poroto"), interpretado por el inmenso Arturo García Buhr.
Por ello, entre tanta producción cinematográfica de calidad excepcional, llamó la atención la nominación, decidida por las autoridades argentinas, de la película filmada sobre el argumento de "Poroto" para representar al país en Cannes. Pierre Brillard, en "Cinema 60" la trató con ternura: "para quienes conocen la evolución del cine argentino en los últimos meses, la presencia de esta expresión de inmenso cretinismo en el Festival de Cannes sólo se justifica por maniobras interesadas en el sabotaje de dicho cine".
A caballo entonces, de esa expresión de cretinismo, desplegaría su lustro sabático en la Europa de los '60s, cuando descubrió su vocación pictórica: "Poroto" se dedicó a la venta de los pastiches que pintaba, pasándolos por buenos, como pondera en sus ya demasiado analizadas memorias.
Teniéndolo cerca, visitó a Perón en su exilio madrileño (a fin de informarle sobre el tema a su amigo el presidente Frondizi profundizando su rol de alcahuete estatal, que con tanta precisión había desplegado para su muy admirado ex jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército Moori Koenig), dejando una interesante semblanza de la primera residencia de Perón en Madrid, en una casa "digna y sencilla" en el barrio "El Pantío".
Volvió al país, instado por uno de los tantos personajes con los que se emborrachó, cuando en medio del delirio etílico, el compañero de ronda lo había abandonado porque no podía compartir su alcohol con quien se había despreocupado de la suerte de su madre mientras fallecía en su país.
Agonizaba (de una larguísima agonía), Salvadora Medina Onrubia, "Mamita". Redentora de tantos anarquistas, por todos, Simón Radowitzky, el ácrata que había hecho justicia con Ramón L. Falcón, cuyo indulto gestionó y logró ante Hipólito Yrigoyen en 1929. De una crueldad infinita hacia "Poroto" (cuenta María Moreno que "Pitón" no se habría suicidado, sino que habría caído muerto por una torpeza o por decisión de nuestro personaje).
"Hijito Poroto" relata en su libro que con la finalidad de mitigar el sufrimiento de su madre, quien penó a lo largo de casi medio siglo la muerte de su primogénito ahogada en éter y morfina, no tuvo mejor idea que disfrazar a un amigo suyo que se le parecía a fin de caracterizarlo como su hermano muerto y presentárselo a Salvadora quien era espiritista y creía en los misterios de las apariciones y otras macanas.
Lo hizo, "Poroto", en un ejercicio de una crueldad versallesca, aunque lo relata como un acto de piedad hacia "Mamita".
Por supuesto que a partir de entonces el cuadro de Salvadora se agravó. Moriría a los pocos días, hundida en el delirio más profundo, repitiendo como una letanía (según el relato de "Hijito Poroto" quien naturalmente, no se perdió el espectáculo): "Odio, odio, odio". La enfermera que la cuidaba, en cambio, interpretó: "Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios".
Son las cosas del querer.
Basta de "Poroto". Este lugar chiquito de cosas chiquitas le ha dedicado el espacio que nadie (de acuerdo con la compulsa que realicé para escribir estos delirios) le consagró.
De hecho, no se sabe cuando murió. Si es que falleció. Aunque de estar con vida el año que viene soplaría 105 velitas, por lo cual, lo damos por finado.
Sus memorias llegan a los albores de la Presidencia de Alfonsín, respecto de quien (aunque no lo denueste con la intensidad deparada a Balbín), destila espesa bilis, dado que a diferencia de los prohombres de su idílico pasado, no había reparado en él ni reclamado sus servicios: le dedica un extenso ditirambo por el que procura desacreditar a quienes se hacían llamar intelectuales: "impopular acción pero natural por la deformación que los 'cultos' han hecho del uso de la inteligencia".
Demasiados servicios había prestado a la Patria "Poroto". Era hora de descansar.
Escribí que nadie (o casi) habían reparado en el trabajo que comento. Corresponde aclarar que en abril de este año Damián Tabarovsky publicó una columna en "Perfil", titulada: "Memorias livianas" (https://www.perfil.com/noticias/columnistas/memorias-livianas.phtml) sucinto análisis del trabajo evocado, cuyo "copete" resume el sentido del texto: "¡Qué lindas las anécdotas de la burguesía bohemia de entonces! Lástima que después se pudrió todo."
Concluye el autor con estas evocaciones: "La policía dejó de ser amable, a los intelectuales y poetas de izquierda se les bajó el copete de la soberbia mandándolos al exilio o conduciéndolos a mesas de tortura y asesinato. Más tarde, muchos periodistas se dedicaron a la extorsión y a toda clase de operaciones corruptas, entre otros menesteres. ¿Cómo serán los libros de memorias de nuestro tiempo?"
Ya escribí que mucho le había dedicado a "Poroto" Botana. Aunque creo que implícitamente lo hice, proponer un contrapunto a las consideraciones de Tabarovsky me insumiría mucho más tiempo que el considero prudente.
Me quedo con el final y anoto que no sé cómo serán las memorias de "nuestro tiempo", o mejor, qué habrán de escribir los hijos de los dueños de los medios de este tiempo. Aunque no sé qué interés habrían de tener las evocaciones de Bárbara Lanata o de Esmeralda Mitre, por nombrar a dos hijas de dos empresarios de medios de este tiempo.
Incubado durante el tiempo recordado con tanta ternura por "Poroto".
Cuando se amasó el pan amargo que habremos de tragar a lo largo de la Presidencia que está a unas horas de iniciarse, cuestión que debemos tener en cuenta por más que el Presidente electo auspicie algo mejor (o menos malo) que lo que se está dejando atrás.
NOTA: El contenido de esta publicación puede reproducirse total o parcialmente, siempre que se haga expresa mención de la fuente.
domingo, 28 de enero de 2018
La Feliz (III)
Escribía en una entrada anterior, entre otras reflexiones más o menos torpes, más o menos arbitrarias, que a los diez años me había enamorado de Mar del Plata, bautizada (no sé a ciencia cierta desde cuándo) la Feliz.
Si bien pasé muchos años sin visitarla, siempre existía en mi memoria, ese recuerdo entrañable: el de esa ciudad que me había deslumbrado en enero de 1984.
Tanto jodía desde entonces que mis padres, que preferían la tranquilidad (a medias) bucólica de Villa Gesell (ese sitio indefinible), cedían a mis pedidos y por uno o dos veranos fuimos a Mar del Plata.
Por supuesto, nada volvió a ser como aquella vez, porque la primera vez es siempre la primera vez y, también al descubrir que el mayor atractivo de aquel veraneo, fue esa temeraria libertad absoluta que me permitieron ejercer mis tíos. Porque una cosa es ser sobrino y otra muy distinta, ser hijo.
Aunque, rebelándome a una prohibición, decidí irme por las mías al Sacoa, para pasarme las 4 horas diarias que me regalaba cuando aquellos dias de gloria de enero de 1984.
Y me costó cara la licencia: apenas doblé la esquina del hotel y vi a Garcete padre, brazos en jarra, mirando a los cuatro costados, supe que la mano venía pesada.
Puta que fue pesada la mano de mi Viejo, el puño de mi Viejo. Así lo recuerda todavía mi ojo izquierdo. Aplicado alumno de la ley que enseña que "letra con sangre entra", no me atreví a nuevas osadías y acepté los límites que imponía ese estado de cosas.
Restricciones al margen, seguí disfrutándola y luego de muchos años de ausencia (eran los años de la Convertibilidad y había que veranear en el exterior, Brasil, para más datos) regresé -al margen de los fines de semana en los que me escapaba para ver a River Plate en un torneo de verano, con el querido Alejo Amuchástegui- un noviembre de 1998 por un fin de semana, cuando se ampliaban sus playas con máquinas infernales y el Provincial se aprestaba a cerrar sus puertas.
La recuerdo a mi madre, gambeteando murciélagos con terror, que se habían adueñado de la recepción de un primer piso en penumbras, a los muebles desvencijados de los cuartos, a las piletas clausuradas y otras delicias.
Se hundía el país y Mar del Plata anunciaba la caída.
Todo sería peor años después, cuando pasé unos días horrorosos, en enero de 2006.
Con el Provincial cerrado -semanas antes, George Bush había hocicado en la reunión de las Américas de noviembre de 2005-, el centro vandalizado: los lobos marinos graffiteados, la arena de la Bristol en la que se apiñaban las familias felices de aquel enero del '84, reemplazada por una capa de concreto (juro que lo vi) y parlantes en los que atronaba la cumbia villera.
Fue tal la impresión que atiné a huir de Mar del Plata, aunque no tenía demasiadas alternativas. Me preguntaba qué había pasado con esa ciudad que había sido esplendorosa y me dije que, si el país se había caído, Mar del Plata no habría de haber sido una excepción.
De hecho, la estampida de 2001 se hizo sentir, y fuerte en el Municipio de General Pueyrredón, huida del intendente incluido, Blas Aurelio Elio Aprile, un dirigente que falleció joven y divide a los marplatenses entre quienes lo evocan con admiración y los que lo detestan.
Radical el hombre, profesor de filosofía en colegios secundarios de esa ciudad, fue electo en el marco del aluvión de votos que había consagrado presidente a Fernando de la Rúa en 1999.
Aprile, intendente electo, dio una nota a la revista 3 Puntos (editada por Héctor Timerman, quien sería Canciller de CFK, pero que entonces apoyaba a De la Rúa, para meses más tarde, abandonar ese proyecto para integrar el ARI de Elisa Carrió, anoto al pie, para condolernos de nosotros mismos) mediante la cual anunciaba los ejes de su futura gestión, diagnosticando que los males de la Feliz habían nacido en... 1945.
En su lectura, el cambio de fisonomía de la Mar del Plata aristocratizante de fines del siglo XIX con rambla francesa y todo, había traducido a su vez, una mutación drástica en el perfil socio-económico de los veraneantes: la proliferación de hoteles sindicales y su clientela, le ocasionaban a la infraestructura de la ciudad, en la mirada de quien luego sería destituido, más gastos que beneficios.
Aunque resignado, se esperanzaba con los proyectos que estaban de estreno en las playas del sur, que animaba la esperanza de disputarle a Punta del Este alguito de la clientela que, desde aquel fatidico 1945, la había abandonado para siempre.
Años más tarde volví con más regularidad y (como el país), Mar del Plata volvió a ponerse de pie.
Ya no se veían familias que se quedaran una quincena entera, sino las que eran motejadas como golondrinas, porque iban y venían (las que podían) los fines de semana.
La cartelera teatral no volvió a ser la que había sido en los gloriosos ochentas y más atrás también: no volvieron Alfredo Alcón, Rodolfo Bebán o Carlos Muñoz (para evocar un artista inmenso), sí alguna que otra obra digna, aplastada bajo el peso de las propuestas sofovicheanas de paladar negro: El champán las pone mimosas, Le referi cornú, Más pinas que las gallutas o Regatos Salvajes, para evocar (algunas) de esas expresiones de lo peor del género humano.
Las peatonales del centro jamás volvieron a ser lo que eran, disputándose ambas, Rivadavia y San Martín, la intensidad de la decadencia; los teatros del centro, reconvertidos -con alguna excepción- en iglesias evangélicas, bingos o (el Corrientes, en el cual cientos nos apiñábamos para saludar a Alberto Olmedo y recibir los desplantes de Porcel en enero de 1984) en una galería loca, con acceso a la sala, al fondo.
Con todo y contra unos cuantos, que me preguntan porqué persevero en seguir veraneando en esa ciudad y, especialmente, porqué elijo parar en el Provincial, reabierto en 2010, creo, sigo en la mía.
Nada cambió tanto como para no poder seguir tomándole el pulso a ese lugar entrañable. Sigo pudiendo pasarme las horas mirando las olas estrellarse en las rocas que se extienden entre el Torreón del Monje y playa Varese.
Vuelvo siempre, para corroborar que el cartel de Havanna reluce todavía en la punta del edificio emblemático, que los lobos marinos siguen ahí y que nuevas familias se toman la foto que todos tenemos, que el muelle de pescadores sigue convocando gente que pesca, que el Casino y el Provincial (que aún exhibe en las vitrinas una réplica de la lancha de las glorias deportivas de Daniel Scioli, el gobernador que, bien o mal, quiso tanto a esa ciudad, con sus fotografías de Evita, Perón, el Chueco Fangio y de los presidentes sudamericanos que se alojaron allí un par de veces) siguen, aunque castigados por la desinversión, el herrumbre del salitre y los embates de los vientazos del otoño y el invierno, inconmovibles.
Oliendo sus olores, mirando sus colores, oyendo esos sonidos tan característicos que todavía suenan.
Combo que ratifica que, luego de tantos y tantos cascotazos, Mar del Plata siga siendo La Feliz.
Si bien pasé muchos años sin visitarla, siempre existía en mi memoria, ese recuerdo entrañable: el de esa ciudad que me había deslumbrado en enero de 1984.
Tanto jodía desde entonces que mis padres, que preferían la tranquilidad (a medias) bucólica de Villa Gesell (ese sitio indefinible), cedían a mis pedidos y por uno o dos veranos fuimos a Mar del Plata.
Por supuesto, nada volvió a ser como aquella vez, porque la primera vez es siempre la primera vez y, también al descubrir que el mayor atractivo de aquel veraneo, fue esa temeraria libertad absoluta que me permitieron ejercer mis tíos. Porque una cosa es ser sobrino y otra muy distinta, ser hijo.
Aunque, rebelándome a una prohibición, decidí irme por las mías al Sacoa, para pasarme las 4 horas diarias que me regalaba cuando aquellos dias de gloria de enero de 1984.
Y me costó cara la licencia: apenas doblé la esquina del hotel y vi a Garcete padre, brazos en jarra, mirando a los cuatro costados, supe que la mano venía pesada.
Puta que fue pesada la mano de mi Viejo, el puño de mi Viejo. Así lo recuerda todavía mi ojo izquierdo. Aplicado alumno de la ley que enseña que "letra con sangre entra", no me atreví a nuevas osadías y acepté los límites que imponía ese estado de cosas.
Restricciones al margen, seguí disfrutándola y luego de muchos años de ausencia (eran los años de la Convertibilidad y había que veranear en el exterior, Brasil, para más datos) regresé -al margen de los fines de semana en los que me escapaba para ver a River Plate en un torneo de verano, con el querido Alejo Amuchástegui- un noviembre de 1998 por un fin de semana, cuando se ampliaban sus playas con máquinas infernales y el Provincial se aprestaba a cerrar sus puertas.
La recuerdo a mi madre, gambeteando murciélagos con terror, que se habían adueñado de la recepción de un primer piso en penumbras, a los muebles desvencijados de los cuartos, a las piletas clausuradas y otras delicias.
Se hundía el país y Mar del Plata anunciaba la caída.
Todo sería peor años después, cuando pasé unos días horrorosos, en enero de 2006.
Con el Provincial cerrado -semanas antes, George Bush había hocicado en la reunión de las Américas de noviembre de 2005-, el centro vandalizado: los lobos marinos graffiteados, la arena de la Bristol en la que se apiñaban las familias felices de aquel enero del '84, reemplazada por una capa de concreto (juro que lo vi) y parlantes en los que atronaba la cumbia villera.
Fue tal la impresión que atiné a huir de Mar del Plata, aunque no tenía demasiadas alternativas. Me preguntaba qué había pasado con esa ciudad que había sido esplendorosa y me dije que, si el país se había caído, Mar del Plata no habría de haber sido una excepción.
De hecho, la estampida de 2001 se hizo sentir, y fuerte en el Municipio de General Pueyrredón, huida del intendente incluido, Blas Aurelio Elio Aprile, un dirigente que falleció joven y divide a los marplatenses entre quienes lo evocan con admiración y los que lo detestan.
Radical el hombre, profesor de filosofía en colegios secundarios de esa ciudad, fue electo en el marco del aluvión de votos que había consagrado presidente a Fernando de la Rúa en 1999.
Aprile, intendente electo, dio una nota a la revista 3 Puntos (editada por Héctor Timerman, quien sería Canciller de CFK, pero que entonces apoyaba a De la Rúa, para meses más tarde, abandonar ese proyecto para integrar el ARI de Elisa Carrió, anoto al pie, para condolernos de nosotros mismos) mediante la cual anunciaba los ejes de su futura gestión, diagnosticando que los males de la Feliz habían nacido en... 1945.
En su lectura, el cambio de fisonomía de la Mar del Plata aristocratizante de fines del siglo XIX con rambla francesa y todo, había traducido a su vez, una mutación drástica en el perfil socio-económico de los veraneantes: la proliferación de hoteles sindicales y su clientela, le ocasionaban a la infraestructura de la ciudad, en la mirada de quien luego sería destituido, más gastos que beneficios.
Aunque resignado, se esperanzaba con los proyectos que estaban de estreno en las playas del sur, que animaba la esperanza de disputarle a Punta del Este alguito de la clientela que, desde aquel fatidico 1945, la había abandonado para siempre.
Años más tarde volví con más regularidad y (como el país), Mar del Plata volvió a ponerse de pie.
Ya no se veían familias que se quedaran una quincena entera, sino las que eran motejadas como golondrinas, porque iban y venían (las que podían) los fines de semana.
La cartelera teatral no volvió a ser la que había sido en los gloriosos ochentas y más atrás también: no volvieron Alfredo Alcón, Rodolfo Bebán o Carlos Muñoz (para evocar un artista inmenso), sí alguna que otra obra digna, aplastada bajo el peso de las propuestas sofovicheanas de paladar negro: El champán las pone mimosas, Le referi cornú, Más pinas que las gallutas o Regatos Salvajes, para evocar (algunas) de esas expresiones de lo peor del género humano.
Las peatonales del centro jamás volvieron a ser lo que eran, disputándose ambas, Rivadavia y San Martín, la intensidad de la decadencia; los teatros del centro, reconvertidos -con alguna excepción- en iglesias evangélicas, bingos o (el Corrientes, en el cual cientos nos apiñábamos para saludar a Alberto Olmedo y recibir los desplantes de Porcel en enero de 1984) en una galería loca, con acceso a la sala, al fondo.
Con todo y contra unos cuantos, que me preguntan porqué persevero en seguir veraneando en esa ciudad y, especialmente, porqué elijo parar en el Provincial, reabierto en 2010, creo, sigo en la mía.
Nada cambió tanto como para no poder seguir tomándole el pulso a ese lugar entrañable. Sigo pudiendo pasarme las horas mirando las olas estrellarse en las rocas que se extienden entre el Torreón del Monje y playa Varese.
Vuelvo siempre, para corroborar que el cartel de Havanna reluce todavía en la punta del edificio emblemático, que los lobos marinos siguen ahí y que nuevas familias se toman la foto que todos tenemos, que el muelle de pescadores sigue convocando gente que pesca, que el Casino y el Provincial (que aún exhibe en las vitrinas una réplica de la lancha de las glorias deportivas de Daniel Scioli, el gobernador que, bien o mal, quiso tanto a esa ciudad, con sus fotografías de Evita, Perón, el Chueco Fangio y de los presidentes sudamericanos que se alojaron allí un par de veces) siguen, aunque castigados por la desinversión, el herrumbre del salitre y los embates de los vientazos del otoño y el invierno, inconmovibles.
Oliendo sus olores, mirando sus colores, oyendo esos sonidos tan característicos que todavía suenan.
Combo que ratifica que, luego de tantos y tantos cascotazos, Mar del Plata siga siendo La Feliz.
sábado, 27 de enero de 2018
La Feliz (II)
En mi última entrada anduve aconsejando la lectura de un libro que me gustó mucho, "La Feliz. Aquel verano del 88", de Camilo Sánchez, con el cual inauguré (de la mejor manera posible) mi 2018 en materia de lecturas.
Libro que devoré, precisamente, en La Feliz, al final de mi mini-vacación de enero de 2018.
Y, como vengo haciéndolo cada vez que puedo, mi descanso comienza allí, en Mar del Plata, esa ciudad-laboratorio argentina que desde siempre reflejó lo que el país era o pretendía ser.
Una vidriera grotesca, un espejo deformante, como esos del Italpark, del ser nacional.
Recuerdo haber leído hace un tiempo Mar del Plata, el ocio represivo, del inefable Sebreli cuya lectura me irritó tanto como me irrita Sebreli y lo que escribe (y de tanto fastidio que me produjo, arrojé ese libro en un estante de mi biblioteca, a punto tal que para injuriarlo en esta entrada, quise consultarlo y no lo encontré).
Ese texto, uno de los mojones de ese autor hacia su destino actual: el espectro de la derecha más recalcitrante, eso que viene siendo desde hace unos 20 años, dejando muy atrás las figuraciones intelectuales pseudo izquierdistas (siempre antiperonista, claro está), que cultivaba al tiempo de la edición de su denostación a Mar del Plata. Al pueblo argentino, el objeto de su desprecio de siempre.
El desprecio de una señora reaccionaria, altiva y racista. Con esa fama ganada en ámbitos que nunca fueron los suyos (recuerdo las evocaciones fulminantes de Viñas y Rozitchner de su paso oportunista por Contorno) persona que no se quiere ni un poco en este pago, por lo que no le voy a prestar más atención, por rechazo y por fastidio.
Tan lejos de Néstor Perlongher, para evocar a quien sí queremos tanto: ese puto libertario que gozaba con y quería tanto a los morochos que aquella, desde siempre, despreció.
Contra esos lugares comunes escritos con tanta presuntuosidad y pareja auto-sobreestima, desde pibe que estoy enamorado de Mar del Plata, amor que transitó por intereses diferentes, según la edad.
Me enamoré (y para siempre) de Mar del Plata en enero de 1984.
Esplendorosa, radiante, como el país que estaba convencido de dejar en el pasado para siempre y de un plumazo (y lo creía con demasiada ingenuidad) las secuelas de la trágica dictadura inmediatamente anterior.
Evoco al pibe de diez años que la disfrutó tanto: su sorpresa ante esos culos entangados y esas tetas ubérrimas, como los de la Mulatona que enloquecía a Clemente, de las muchachas que exultantes, comenzaban a disfrutar las licencias de la democracia de estreno, a aquella playa Bristol atestada de familias que se apretujaban (una pegada a la otra) en la arena más popular de la Patria, que llegaban arrastrando críos y viejos, con un equipaje tan abultado como el que habían traído desde sus casas para pasar la quincena (así se veraneaba entonces, esa era la duración de las vacaciones de la clase media y media-baja declinante por esos tiempos).
Llegaban al mediodía, exhaustos, eufóricos, con sus bolsos, sus sombrillas, esas heladeritas infames llenas con botellas de todo, fiambre, pan, naranjas y todo lo que entrase en esos cuadradotes de plástico que pesaban 50 kilos; las truchas embadurnadas de Sapolán Ferrini (las más coquetas de la familia con la variante naranja que tenía esencia de zanahoria -juraban esas chicas que así se broncearían mejor y más parejo-).
Felices, con una felicidad (aunque poco explicable), contagiosa.
Yo, con esa precocidad al pedo que siempre me caracterizó, los observaba con curiosidad y afecto, escapándome del cuidado de los mayores, caminando por la rambla como un energúmeno, haciendo una parada en algún balneario, avisándole a los cuidadores que iría a descansar a alguna carpa desocupada. Quien le iba a decir que no a un pendejo atrevido.
Mi balneario preferido era "Punta Iglesias", porque tenía pileta. Entraba, saludaba, dejaba mi remera en una carpa desocupada, me daba un chapuzón y me tiraba a dormir una siestita con la Patoruzú usada que compraba por dos mangos en el kiosco de la explanada de la Bristol.
Aunque también me metía en la mar, como se decía antes. En cuyas aguas encontré, una mañana gloriosa (para mí, trágica para quien se aventuró al mar con tanto descuido), un billete de cien pesos argentinos, otro flotando cerquita, otro más allá, hasta reunir 800, una suma que con creces solventaba los gastos que a mi tía Mary le insumía mi estadía con ella en ese lugar que me enamoraba para siempre.
Llegué, eufórico, a la carpa que compartía con las Rolandi, y arrojé la masa húmeda de papel moneda. Y luego de advertirme que preguntase si alguien había perdido tamaña suma (era mucha guita), consejo que simulé cumplir, me instaron a que volviese a las aguas del Mar Argentino a buscar otros billetitos.
A la tardecita, rumbeaba para el centro.
Empezaba a ponerse lindo. Ese centro, con esas peatonales atestadas de gente, de confiterías elegantes y cancheras, siempre desbordadas y, previo paso por la puerta del teatro Corrientes, adonde iba a saludar a Piluso si lo encontraba entrando o a Portales, que se prestaban gustosos a esos baños de afecto popular (éramos una multitud los que esperábamos el ingreso de Alberto Olmedo), me iba a los fichines de Sacoa. A Porcel no lo quise nunca por suerte, era agresivo con quienes se acercaban a saludarlo. Los sacaba cagando.
Si no iba antes al teatro en el que trabajaba mi tío político, a quien tanta gratitud le tuve por tantos años por ese veraneo inolvidable y que, por esas cosas de las relaciones familiares, hace mucho que (deliberadamente, aclaremos) no sé nada de él, en el que se exhibía la obra Papi de Carlos Gorostiza, que protagonizaban Luis Brandoni, Darío Grandinnetti y Julio De Grazia.
Yo, me hice amigo de De Grazia.
A Brandoni, no le pasaba bola, no sé por qué.
De Grandinetti, sabia que era de River, por ser el más joven de todos, debía ser al que le prestara más atención, pero siempre estaba ocupado.
Su camarín era un desfile de mujeres que yo, tenía 10 años, pensaba que eran asistentes. Costureras, pensaba, que tenían que estar arreglándole el vestuario. El cierre del pantalón.
Suposición, nacida aquella vez en la que entré al camarín de Darío sin golpear. No llegué a ver nada, sólo a una de esas muchachas arrodilladas.
Muy amablemente, me dijo Darío (un fenómeno, qué duda cabe), que podía seguir entrando, pero que golpease la puerta. Mi tío, casi me mata.
Mi amigo, decía, era Julito.
Llegaba con sus anteojos de marco grueso, puteando, siempre. De piloto, siempre.
"Son unos hijos de puta, hijos de re mil putas", gritaba Julio, mientras recorría a grandes zancadas en pasillo que lo llevaba a su camarín.
"Los voy a cagar a tiros, a esos periodistas hijos de puta, hijos de re mil putas", bramaba Julito, entrando atropelladamente al teatro.
Como si apretara un botón, apenas me veía interrumpía por unos segundos la catarata de puteadas, me saludaba con un: "¿Qué hacés Horacito?", me guiñaba un ojo; y reiniciaba el rosario de puteadas que culminaba tras un portazo infernal, encerrándose en su camarín.
"Que nadie me rompa las pelotas o los cago a tiros a todos", amenazaba, Julito.
A mí me divertían esos arranques, porque eran los de un amigo. Y como estaba (demasiado) acostumbrado a los gritos y a las puteadas, no me alteraban.
Y ante la sorpresa de quienes asistían a esas explosiones, apenas entraba con esa estampida al camarín, yo tocaba la puerta y después de un: "¿Quién carajo me rompe las pelotas?" , respondía: "Horacio, Julito" y me hacía pasar, advirtiéndome que el permiso era: "Solamente a vos".
Empezaba a maquillarse y le cambiaba el ánimo. Yo le hablaba boludeces, de River, siempre, y él empezaba a relajarse. Lo recuerdo, mirándose al espejo, haciendo morisquetas, que yo le festejaba y nos reíamos juntos.
Una vez, la mano venía más pesada que lo habitual.
Yo, como siempre, entré al teatro como Pedro por su casa y el aire se cortaba con una tijera.
Me quedaba hasta que empezaba la obra (por esos códigos de ese tiempo, no se me permitía asistir a una obra en la cual los protagonistas hablaban sobre una prostituta, por lo que cuando salían a escena, y escuchaba los aplausos de la platea, me tenía que ir, caminando solo por esa Mar del Plata gloriosa, al departamento en el que me esperaba mi tía Mary para que cenásemos alguna cosita), pero esa vez, la obra no empezaba.
Julito no quería salir a escena.
Yo, en medio de un hervidero de personas que iban y venían, desesperados por ese pasillito. Recuerdo a Brandoni, indignado, puteando; a Darío, en cambio, la situación parecía divertirlo.
En medio de ese hervidero, el pendejo caradura asistía a ese sainete previo al sainete.
Mi tío, me miró con ojos de odio, preguntándose qué mierda hacía yo ahí, aunque el ceño se le aflojaría cuando (deduje después) se le ocurrió algo, una última posibilidad para salvar esa función a platea llena.
Se acercó a alguien (sería el director, que creo, era Gandolfo) y tras unos instantes, esa persona asintió.
"Horacio, esto que te propongo está mal, no corresponde. Pero te lo pido igual. ¿Intentás convencer a ese hijo de puta de que salga a escena?"
Por supuesto que dije que sí.
Golpeé la puerta, se escuchó una puteada y luego de identificarme, Julito me dejó pasar.
Como si fuéramos viejos amigos, le pedí que se dejara de joder, que hiciera la función.
Se cagó de risa. Me acuerdo cómo se cagó de risa.
Y a los gritos, anunció: "Salgo, porque me lo pide el pibe, manga de hijos de puta".
Y me guiñó un ojo.
Y salió a escena, anticipando, antes que los cagaría a tiros a todos.
A los tiros se iría de este mundo, Julito, frente a un televisor que daba una noticia que (se dijo, se dice), le resultaba intolerable.
Mi amigo del inolvidable verano del '84.
viernes, 26 de enero de 2018
La Feliz.
El anteúltimo día de mi semana de vacaciones, recordé que tenía pendiente una lectura: "La Feliz. Aquel verano del 88" de Camilo Sánchez, un periodista amigo.
Ambas condiciones, amigo y periodista, dos grandes alicientes.
La primera, por obvias razones. La segunda, porque la literatura hecha por periodistas siempre fue mi preferida: desde una de mis primeras lecturas ("La novela de Perón", de Tomás Eloy Martínez), hasta las que me ocupan por este tiempo (las obras de Pietro de Angelis, a quien estamos haciendo descansar).
Si un estilo tengo cuando escribo, es periodístico.
No por nada me identifiqué y quise y quiero todavía imitar (aunque fracase en el intento) a periodistas-escritores: Sarmiento. Arlt, Walsh, Soriano, Rivera, Verbitsky, Asís, María Moreno y otros tantos y otras tantas.
La Feliz, es un exponente de la más noble tradición de la literatura hecha por periodistas.
No sólo porque es un libo exquisitamente escrito, con pluma llana y emotiva (conmueve Sánchez, y mucho, cuando describe la muerte, absurda y cruel, de Alberto Olmedo) sino en especial, por la metáfora que sirve de eje e hilo conductor: el derrumbe de dos ídolos populares, anticipatorio a su vez, del derrumbe de un país.
Porque, además (sobre todo) La Feliz es un homenaje a Carlos Monzón y (muy especialmente) a Alberto Olmedo, a quienes Camilo Sánchez, como millones de ese país que se moría, admira.
Dos santafecinos hechos en la miseria más extrema, estigma que los acompañaría hasta el final quienes, por caminos tan iguales y tan diferentes, serían glorificados.
En el medio: Adrián Martel, un turrito, un busca sin gracia ni talento, cuyos días acabarían veinte años después de aquel verano maldito, con toda la pena del mundo y ninguna gloria.
Aunque en rigor, el libro se ocupa de los tres hombres de la foto con apelativos, ficcionalizándolos. Son El Campeón, El Claun y El Langa.
Personajes, rodeados por una troupe igualmente nominada: La Diva, La Rubia, La Morocha, La Mística, El Segundo (Javier Portales, el que mejor parado queda, descripto con una admiración tierna y contagiosa), El Secretario, El Locutor de la Nación y tantos y tantas, perfectamente identificables.
Otras personalidades en cambio, son nombradas como se las conoce: los retadores de El Campeón (Benvenutti, Briscoe, Nápoles, etc.), su entrenador (Amílcar Brussa) sus amigos -dizque más que amigos- (Alberto Lectoure y Alain Delon), su primera mujer Pelusa y sus hijos Silvia y Abel (al hijo de La Rubia, se lo apoda Cachi); Fidel Pintos, Alberto Ure y Osvaldo Soriano, entre otros, en los pasajes dedicados a El Claun.
Aunque más que las alusiones (más o menos entrañables, más o menos ácidas) me ha sorprendido una omisión, sin dudas, deliberada: Jorge Porcel es el gran ausente en el relato, silencio por demás significativo; tanto o más que el desprecio que se le dedica a Báez, el célebre ciruja alcahuete, apodado entonces Cartonero por un periodista (uno de los más brillantes de ese tiempo), perlita que no voy a develar.
Seguiría escribiendo, pero no es cuestión.
Quedó clarito que me gustó y mucho La Feliz: ese relato dulce y amargo, como la cocaína de máxima pureza que corría a raudales en la noche de aquella Mar del Plata, de aquel verano de 1988, que daría inicio, sostiene Sánchez y coincido, a una década que terminaría en diciembre de 2001, libro editado (no por nada) en este presente evocatorio (por aquello que sucedió y que anda repitiéndose) de una farsa, como la que don Carlos Marx describía en su 18 Brumario.
Ambas condiciones, amigo y periodista, dos grandes alicientes.
La primera, por obvias razones. La segunda, porque la literatura hecha por periodistas siempre fue mi preferida: desde una de mis primeras lecturas ("La novela de Perón", de Tomás Eloy Martínez), hasta las que me ocupan por este tiempo (las obras de Pietro de Angelis, a quien estamos haciendo descansar).
Si un estilo tengo cuando escribo, es periodístico.
No por nada me identifiqué y quise y quiero todavía imitar (aunque fracase en el intento) a periodistas-escritores: Sarmiento. Arlt, Walsh, Soriano, Rivera, Verbitsky, Asís, María Moreno y otros tantos y otras tantas.
La Feliz, es un exponente de la más noble tradición de la literatura hecha por periodistas.
No sólo porque es un libo exquisitamente escrito, con pluma llana y emotiva (conmueve Sánchez, y mucho, cuando describe la muerte, absurda y cruel, de Alberto Olmedo) sino en especial, por la metáfora que sirve de eje e hilo conductor: el derrumbe de dos ídolos populares, anticipatorio a su vez, del derrumbe de un país.
Porque, además (sobre todo) La Feliz es un homenaje a Carlos Monzón y (muy especialmente) a Alberto Olmedo, a quienes Camilo Sánchez, como millones de ese país que se moría, admira.
Dos santafecinos hechos en la miseria más extrema, estigma que los acompañaría hasta el final quienes, por caminos tan iguales y tan diferentes, serían glorificados.
En el medio: Adrián Martel, un turrito, un busca sin gracia ni talento, cuyos días acabarían veinte años después de aquel verano maldito, con toda la pena del mundo y ninguna gloria.
Aunque en rigor, el libro se ocupa de los tres hombres de la foto con apelativos, ficcionalizándolos. Son El Campeón, El Claun y El Langa.
Personajes, rodeados por una troupe igualmente nominada: La Diva, La Rubia, La Morocha, La Mística, El Segundo (Javier Portales, el que mejor parado queda, descripto con una admiración tierna y contagiosa), El Secretario, El Locutor de la Nación y tantos y tantas, perfectamente identificables.
Otras personalidades en cambio, son nombradas como se las conoce: los retadores de El Campeón (Benvenutti, Briscoe, Nápoles, etc.), su entrenador (Amílcar Brussa) sus amigos -dizque más que amigos- (Alberto Lectoure y Alain Delon), su primera mujer Pelusa y sus hijos Silvia y Abel (al hijo de La Rubia, se lo apoda Cachi); Fidel Pintos, Alberto Ure y Osvaldo Soriano, entre otros, en los pasajes dedicados a El Claun.
Aunque más que las alusiones (más o menos entrañables, más o menos ácidas) me ha sorprendido una omisión, sin dudas, deliberada: Jorge Porcel es el gran ausente en el relato, silencio por demás significativo; tanto o más que el desprecio que se le dedica a Báez, el célebre ciruja alcahuete, apodado entonces Cartonero por un periodista (uno de los más brillantes de ese tiempo), perlita que no voy a develar.
Seguiría escribiendo, pero no es cuestión.
Quedó clarito que me gustó y mucho La Feliz: ese relato dulce y amargo, como la cocaína de máxima pureza que corría a raudales en la noche de aquella Mar del Plata, de aquel verano de 1988, que daría inicio, sostiene Sánchez y coincido, a una década que terminaría en diciembre de 2001, libro editado (no por nada) en este presente evocatorio (por aquello que sucedió y que anda repitiéndose) de una farsa, como la que don Carlos Marx describía en su 18 Brumario.
sábado, 30 de diciembre de 2017
Primeras peripecias de un napolitano en el Plata.
Sostuve, en mi entrada/reentrada anterior, que este espacio chiquito de cosas chicas, centraría su atención por un entrañable rato, en la figura de Pedro de Angelis, nacido el 20 de junio de 1784 en Nápoles, bautizado bajo los nombres de Pedro Antonio Diego Enrique Estanislao, al uso de la época que ante la llegada de un crío a la familia no escatimaba homenajes a padres, abuelos, tíos y, por supuesto, a las divinidades del Santoral católico.
Nápoles, finales del siglo XVIII. Tiempo y lugar de una centralidad total.
Esa región del sur de la península italiana era el centro administrativo del Reino de Nápoles, gobernada con mano de hierro por el monarca Fernando IV, en las vísperas de un terremoto que en 1789, con epicentro en París, trastocaría todo, con puntual repercusión en la Nápoles del adolescente Pietro (aunque su biógrafa principal, Josefa Sabor, lo designe con su nombre castellanizado, aquí lo trataremos al modo italiano).
Ya tendremos tiempo de ocuparnos de esos coletazos y del Reino de Nápoles y las Dos Sicilias, cuyo crepúsculo empezaba a despuntar al nacimiento de Pietro.
Escribí, en la entrada anterior, que llegaría al Río de la Plata en 1826, instado por el representante de Bernardino González Rivadavia (aquel alcalde de Buenos Aires que se creía presidente) en Francia, cuando se encontraba (diría Cadícamo) anclado en París, adonde había recalado en su peregrinaje centroeuropeo, del que nos ocuparemos en su oportunidad.
Lo cierto es que, al igual que otros intelectuales, científicos y sabios de la época, De Angelis fue convencido de radicarse en estas Provincias Unidas por 1826 por gestión de Philibert Varaigne, tal, el representante parisino de González.
Y hasta aquí se vino, con su esposa, Melanie Dayet y con el matrimonio de José Joaquín de Mora, un gaditano a quien la Restauración borbónica había arrojado al exilio.
Llegaron, Pietro, su esposa y los Mora, en el peor momento posible.
Corrían en los últimos días de diciembre de 1826 sin poder desembarcar en Buenos Aires, sitiada por la armada imperial brasileña, en guerra con las Provincias Unidas.
Aterrado, Pietro le escribió a Rivadavia: “Heme aquí, casi prisionero en Montevideo, sin que pueda prever cuál será el desenlace de este acontecimiento. Nada me atrevo a pediros, pero ruego a V.E. se digne comunicar sus órdenes e interesarse por mi situación. Separado de mi familia y de mis amigos, me veo con terror retenido en una ciudad enemiga, donde no tengo más protección que la bondad con que V.E. se digne interesarse por mi suerte”, quien ordenó a su ministro Julián Segundo de Agüero que arbitrase los medios: “más convenientes para la salida de Montevideo y traslado a la Capital de Mr. De Angelis con su esposa y el Sr. d. José Mora con su familia”.
La travesía accidentada fue relatada por Josefa Sabor: fueron dirigidos por tierra desde Montevideo hasta el Puerto de las Vacas (actual Carmelo), para ser conducidos a Buenos Aires por agua en un lanchón, habiendo atravesado el delta del Paraná hasta Buenos Aires.
Último punto del Globo que no podría (o no querría) abandonar nunca, donde fallecería y aun hoy, sus restos continúan sepultados.
Que cierre esta entrada Lucio Mansilla.
Sobrino de Rosas, hijo del héroe de la Vuelta de Obligado, veterano de la guerra del Paraguay e intrépido visitante de los ranqueles, Mansilla a fines del siglo XIX anduvo dejando testimonio de una vida extensa y accidentada, dando cuenta de los personajes de una época denostada entonces (y en el 2000, también) desde su perspectiva privilegiada.
Los textos publicados en el delicioso: "Entre Nos. Causeries del jueves", ese gran conversador que fue el dandy Mansilla, entre otros relatos relacionados con el tiempo de su tío Juan Manuel ("Los siete platos de arroz con leche", disponibles en http://www.biblioteca.org.ar/libros/300718.pdf, es imperdible), acude al rescate de De Angelis.
En el relato "El Señor don Pedro", escrito con ternura y admiración hacia nuestro personaje, explica brevemente las circunstancias que abordé en esta entrada: la llegada de De Angelis al Plata, de la siguiente manera:
NOTA: El contenido de esta publicación puede reproducirse total o parcialmente, siempre que se haga expresa mención de la fuente.
Nápoles, finales del siglo XVIII. Tiempo y lugar de una centralidad total.
Esa región del sur de la península italiana era el centro administrativo del Reino de Nápoles, gobernada con mano de hierro por el monarca Fernando IV, en las vísperas de un terremoto que en 1789, con epicentro en París, trastocaría todo, con puntual repercusión en la Nápoles del adolescente Pietro (aunque su biógrafa principal, Josefa Sabor, lo designe con su nombre castellanizado, aquí lo trataremos al modo italiano).
Ya tendremos tiempo de ocuparnos de esos coletazos y del Reino de Nápoles y las Dos Sicilias, cuyo crepúsculo empezaba a despuntar al nacimiento de Pietro.
Escribí, en la entrada anterior, que llegaría al Río de la Plata en 1826, instado por el representante de Bernardino González Rivadavia (aquel alcalde de Buenos Aires que se creía presidente) en Francia, cuando se encontraba (diría Cadícamo) anclado en París, adonde había recalado en su peregrinaje centroeuropeo, del que nos ocuparemos en su oportunidad.
Lo cierto es que, al igual que otros intelectuales, científicos y sabios de la época, De Angelis fue convencido de radicarse en estas Provincias Unidas por 1826 por gestión de Philibert Varaigne, tal, el representante parisino de González.
Y hasta aquí se vino, con su esposa, Melanie Dayet y con el matrimonio de José Joaquín de Mora, un gaditano a quien la Restauración borbónica había arrojado al exilio.
Llegaron, Pietro, su esposa y los Mora, en el peor momento posible.
Corrían en los últimos días de diciembre de 1826 sin poder desembarcar en Buenos Aires, sitiada por la armada imperial brasileña, en guerra con las Provincias Unidas.
Aterrado, Pietro le escribió a Rivadavia: “Heme aquí, casi prisionero en Montevideo, sin que pueda prever cuál será el desenlace de este acontecimiento. Nada me atrevo a pediros, pero ruego a V.E. se digne comunicar sus órdenes e interesarse por mi situación. Separado de mi familia y de mis amigos, me veo con terror retenido en una ciudad enemiga, donde no tengo más protección que la bondad con que V.E. se digne interesarse por mi suerte”, quien ordenó a su ministro Julián Segundo de Agüero que arbitrase los medios: “más convenientes para la salida de Montevideo y traslado a la Capital de Mr. De Angelis con su esposa y el Sr. d. José Mora con su familia”.
La travesía accidentada fue relatada por Josefa Sabor: fueron dirigidos por tierra desde Montevideo hasta el Puerto de las Vacas (actual Carmelo), para ser conducidos a Buenos Aires por agua en un lanchón, habiendo atravesado el delta del Paraná hasta Buenos Aires.
Finalmente instalados, el presidente en retirada (renunciaría en junio de 1827, cuando el frágil sistema institucional por él concebido se desmoronase) les es encargada la publicación de los periódicos: “Crónica Política y Literaria de Buenos
Aires” y “El Conciliador”. Escribiré sobre ambos.
Digamos, entonces, elegantemente, que para junio de 1827 De Angelis y la Melanie se quedaron en Buenos Aires, en bolas.
Con el mentor fuera del poder, quien comenzaría a probar el plato frío y amargo de la venganza (pocos años más tarde iniciaría un exilio que finalizaría a su fallecimiento, en Cádiz, en septiembre de 1845, sumido en una pobreza extrema), en un medio ajeno y desconocido, sujeto a los más variados y ásperos vaivenes político-institucionales (a la política laicista de Rivadavia, se le oponía Quiroga con el eufemístico lema: "Religión o Muerte", para no abundar, como solía decir el maestro Viñas).
Luego de fugaces emprendimientos en común, uno a cargo de las mujeres del matrimonio Mora, el "Colegio Argentino", de la "Escuela Lancasteriana", en manos de Pietro y del liceo denominado "Ateneo" de De Angelis, Mora y el francés Curel, fracasados todos por la espantosa de relación entre los socios, y de algún trabajo que se le había encargado desde la Universidad de Buenos Aires (igualmente breve y fallido), De Angelis comienza a dedicarse a la tarea que sustentaría al matrimonio, abordada con utilitarismo, siendo sus pasiones muy otras: el periodismo, de la cual mucho se escribirá en este pago.
Tiempos duros ésos, para Pietro.
Decepción que se manifestó en una carta a su hermano, destacada por Josefa Sabor, cuando escribió: “He sido tentado varias
veces a escribirte desde este último punto del Globo, y siempre me he encogido
de este deseo. Siento una especie de vergüenza al admitir que se han hecho 3.500
leguas sin tener un proyecto firme y que hemos pasado más de cuatro años lejos del
mundo civilizado sin resultado y sin utilidad”.
Que cierre esta entrada Lucio Mansilla.
Sobrino de Rosas, hijo del héroe de la Vuelta de Obligado, veterano de la guerra del Paraguay e intrépido visitante de los ranqueles, Mansilla a fines del siglo XIX anduvo dejando testimonio de una vida extensa y accidentada, dando cuenta de los personajes de una época denostada entonces (y en el 2000, también) desde su perspectiva privilegiada.
Los textos publicados en el delicioso: "Entre Nos. Causeries del jueves", ese gran conversador que fue el dandy Mansilla, entre otros relatos relacionados con el tiempo de su tío Juan Manuel ("Los siete platos de arroz con leche", disponibles en http://www.biblioteca.org.ar/libros/300718.pdf, es imperdible), acude al rescate de De Angelis.
En el relato "El Señor don Pedro", escrito con ternura y admiración hacia nuestro personaje, explica brevemente las circunstancias que abordé en esta entrada: la llegada de De Angelis al Plata, de la siguiente manera:
“Rivadavia vino
y con él llegaron, por decirlo así, algunos industriales, artistas o sabios,
como se quiera, que pintaban mejor que doña Crescencia y conocían la economía
política un poco mejor que don Juan Bernabé y Madero, que en todo caso, podían
ser consultados y oídos, siempre que se tratara de la cultura social, de lo que
era de buen tono en Europa, porque sin
ser aristócratas, eran gentes más o menos finas, que se había rozado con los
señores de por allá, pasando por las grandes facultades de la enseñanza literaria
o científica.
"Se comprende y se explica que algunos años después –bajo
Rivadavia, época de gran flato de palabras; que en seguida, cuando se inicia el
trastorno, creyendo el fanatismo político que el hierro es una solución, y que,
bajo la misma dictadura, que trajo lo que trajo, porque los hombres que mejor
intencionados no vieron que otro, gobernado por la tiranía de los impulsos
subjetivos, como que no había tenido la educación de ninguna disciplina, fatal,
y lógicamente no podía producir sino efectos desastrosos, fuese cual fuese la
intensidad de su patriotismo-, se comprende y se explica, repito, que en esos
tres momentos de nuestra historia contemporánea, fueran oídos, atendidos o
consultados, creyendo buenas sus ideas, sus opiniones, sus consejos, hombres
que, por poseer alguna ciencias, se creía y se pensaba que debían tener mucha
conciencia.
"Hombres que tenían además ese prestigio extrínseco, no menos real
por eso, del extranjero, con alguna representación, que se incorporaba más o
menos bona fide al movimiento social de una agrupación política, que nace a las
grandes aspiraciones de la libertad y
del progreso. Se comprende y se explica, lo repito, finalmente, que en vez del
libro que primero se comenta en la tertulia de antaño por los que creen entenderlo
mejor, aceptando sus doctrinas como un evangelio, sea el sabio o el pretendido
sabio, capaz de hacer el libro, lo que se consulte aceptando su propio
comentario como artículo de fe.
"Entre esos
industriales, artistas o sabios, había uno de origen italiano, napolitano por
añadidura, hombre incuestionablemente ilustrado, lleno de seducciones amables y
de gracia, que había sido ayo de los hijos de Murat, que estaba casado con una
mujer interesantísima por su belleza y distinción, de origen ruso, que hablaba
el francés como una rusa, que es cuanto
se puede decir, y que completaba el cuadro de la casa, de la situación, de la
influencia y de la autoridad que en materias de trascendencia y en otros
detalles de la cultura moderna, debía necesariamente tener el personaje
importado a quien me refiero, que era, ni más ni menos, que el señor don Pedro
de Angelis, a quien ustedes conocen de reputación”.
"Ayo de los hijos de Murat", escribió Mansilla (y no mentía) que había sido Pietro en su juventud, cuestión que abordaré en la entrada que sigue, destinada a quien entonces era conocido de reputación" hoy, un perfecto desconocido, como destacaba en mi anterior parrafada.
Trataré, insisto, de hacerlo conocer algo más.
NOTA: El contenido de esta publicación puede reproducirse total o parcialmente, siempre que se haga expresa mención de la fuente.
lunes, 25 de diciembre de 2017
Elogio al ladrón.
Mi escritura en este blog merece ser destacada como una de las tantas inconstancias de mi vida.
Quienes (pocos y pocas, pero buenos y buenísimas) alguna vez leyeron las entradas/catarsis que con apresuramiento he ido dejando caer por aquí saben de qué se trata: de emprender el abordaje del mismo tema de siempre desde diversos ángulos.
Una ensalada demasiado variada: Borges y sus torpezas antiperonistas, a través de los diarios de su amigo Adolfo Bioy Casares; la coyuntura de los años del kirchnerismo al inicio de su despedida; el cine, la televisión y sus divas decadentes, alguito de teatro, River Plate (siempre, River Plate) y, desde ya: el ser radical según pasan los años.
Vuelvo, quien sabe por qué, con la frente marchita (puta que desde el '14 al final del '17 pasaron y nos siguen pasando cosas) a escribir acá.
Instado, por aquello del instinto vital, a hacer algo que me aleje de un presente que me tiene bastante triste y desconcertado y con el aliento del siempre presente Alberto Filippi, de un tiempo a esta parte vengo ocupándome de Pedro De Angelis, aquel intelectual (fue tantas cosas Pietro, que insumirían varias líneas presentarlo, ya me extenderé en futuras entradas) que escribía en tiempos de Rosas.
Napolitano el hombre, había recalado en el Río de la Plata a fines de 1826, convocado por un presidente (o algo parecido) que se estaba yendo del poder (o algo parecido) cuando él llegaba. Ya escribiré sobre ese evento, que moriría en Buenos Aires, en febrero de 1859, sin haber podido volver intención que, parece, tenía.
Lo curioso en él es el olvido que se abatió sobre su memoria habiendo hecho tanto.
Habiendo dejado tanto.
Abominado, por haber sido el escriba de Rosas y también por extranjero, De Angelis (aunque se lo haya recuperado durante la última década) es un perfecto desconocido, incluso para quienes frecuentan el estudio, la lectura, la atención, de la historia argentina.
Olvido que tiene sus razones y, de eso andaré escribiendo, traduce una condena: la de haber colaborado con Rosas, dado que a su caída, todo lo que se le asoció corrió la suerte del Restaurador de quien, ni el polvo de sus huesos la América tendría, entre 1877 y 1990, en cumplimiento de la profecía de Mármol, José, personaje sobre el que algo, también diremos en este pago.
Ignorado e injuriado, De Angelis.
Se dijo (se dice) del Archivero de Rosas que era: acomodaticio, falso, mazorquero, mercenario y, entre otros elogios, ladrón.
El insulto de siempre hacia los condenados por los mentores de la política excluyente y autoritaria.
Ladrón fue Rosas.
Ladrones, Yrigoyen y Perón.
Hasta Alfonsín lo fue, por un entrañable tiempo, hasta que desde las usinas que tanto hicieron para que su proyecto hocicara -del modo más humillante- pasados los años (una vez fallecido, para ser precisos) empezaron a reconocerle valores mediante fórmulas falaces y simplificadoras.
Ladrón, De Angelis de quien, a partir de hoy se escribirá mucho en este espacio chiquito de cosas chiquitas, para intentar conocerlo un poquito mejor.
Voy a dedicarle esta entrada y las que siguen a Noemí Villa, quien me dio la posibilidad de conversar sobre De Angelis en la Biblioteca Popular de San Isidro, de cuya Comisión Directiva es Vicepresidenta. Y también, claro quede, porque es mi Vieja.
NOTA: El contenido de esta publicación puede reproducirse total o parcialmente, siempre que se haga expresa mención de la fuente.
Quienes (pocos y pocas, pero buenos y buenísimas) alguna vez leyeron las entradas/catarsis que con apresuramiento he ido dejando caer por aquí saben de qué se trata: de emprender el abordaje del mismo tema de siempre desde diversos ángulos.
Una ensalada demasiado variada: Borges y sus torpezas antiperonistas, a través de los diarios de su amigo Adolfo Bioy Casares; la coyuntura de los años del kirchnerismo al inicio de su despedida; el cine, la televisión y sus divas decadentes, alguito de teatro, River Plate (siempre, River Plate) y, desde ya: el ser radical según pasan los años.
Vuelvo, quien sabe por qué, con la frente marchita (puta que desde el '14 al final del '17 pasaron y nos siguen pasando cosas) a escribir acá.
Instado, por aquello del instinto vital, a hacer algo que me aleje de un presente que me tiene bastante triste y desconcertado y con el aliento del siempre presente Alberto Filippi, de un tiempo a esta parte vengo ocupándome de Pedro De Angelis, aquel intelectual (fue tantas cosas Pietro, que insumirían varias líneas presentarlo, ya me extenderé en futuras entradas) que escribía en tiempos de Rosas.
Napolitano el hombre, había recalado en el Río de la Plata a fines de 1826, convocado por un presidente (o algo parecido) que se estaba yendo del poder (o algo parecido) cuando él llegaba. Ya escribiré sobre ese evento, que moriría en Buenos Aires, en febrero de 1859, sin haber podido volver intención que, parece, tenía.
Lo curioso en él es el olvido que se abatió sobre su memoria habiendo hecho tanto.
Habiendo dejado tanto.
Abominado, por haber sido el escriba de Rosas y también por extranjero, De Angelis (aunque se lo haya recuperado durante la última década) es un perfecto desconocido, incluso para quienes frecuentan el estudio, la lectura, la atención, de la historia argentina.
Olvido que tiene sus razones y, de eso andaré escribiendo, traduce una condena: la de haber colaborado con Rosas, dado que a su caída, todo lo que se le asoció corrió la suerte del Restaurador de quien, ni el polvo de sus huesos la América tendría, entre 1877 y 1990, en cumplimiento de la profecía de Mármol, José, personaje sobre el que algo, también diremos en este pago.
Ignorado e injuriado, De Angelis.
Se dijo (se dice) del Archivero de Rosas que era: acomodaticio, falso, mazorquero, mercenario y, entre otros elogios, ladrón.
El insulto de siempre hacia los condenados por los mentores de la política excluyente y autoritaria.
Ladrón fue Rosas.
Ladrones, Yrigoyen y Perón.
Hasta Alfonsín lo fue, por un entrañable tiempo, hasta que desde las usinas que tanto hicieron para que su proyecto hocicara -del modo más humillante- pasados los años (una vez fallecido, para ser precisos) empezaron a reconocerle valores mediante fórmulas falaces y simplificadoras.
Ladrón, De Angelis de quien, a partir de hoy se escribirá mucho en este espacio chiquito de cosas chiquitas, para intentar conocerlo un poquito mejor.
Voy a dedicarle esta entrada y las que siguen a Noemí Villa, quien me dio la posibilidad de conversar sobre De Angelis en la Biblioteca Popular de San Isidro, de cuya Comisión Directiva es Vicepresidenta. Y también, claro quede, porque es mi Vieja.
NOTA: El contenido de esta publicación puede reproducirse total o parcialmente, siempre que se haga expresa mención de la fuente.
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