domingo, 6 de octubre de 2013

Decisiones.

Son las cinco menos veinte de un domingo y como todos los días domingo, comienzo a empren
der mi vuelta desde Buenos Aires a San Juan.

Vuelve a repetirse la rutina de todos los domingos, de casi todos, desde julio de 2012 a esta parte: emprender el regreso a San Juan, dejando atrás un fin de semana en Buenos Aires.

Reiteraré la secuencia de cada domingo: impresión del chek-in, llamado al radio taxi, espera en el café de siempre, donde me atiende la amiga Basilia, quien ya sabe que tiene que traerme un té con limón y un agua con gas. Mientras espero el pedido, repaso los titulares de Página/12, tomo el té (con limón) y espero que se haga la hora para embarcar. Le mando un mensaje de texto al amigo José, que me pasará a buscar por el aeropuerto de San Juan a las 22.05 (si el avión, como suele suceder, sale y llega con puntualidad).

Siempre es corto el fin de semana. Se me escapa, como casi todo lo temporal, como agua entre los dedos.

Siempre me queda algo por hacer en Buenos Aires, siempre me pesa, emprender al vuelta a San Juan.

Especialmente este domingo, cuando me pasa lo que me pasa en este momento, cuando ando triste, preocupado en verdad.

Es cuando me pregunto las razones de mis decisiones; me inquieto acerca de si esas decisiones (aceptar un puesto, dos puestos, en verdad, en San Juan) fue una buena  decisión. Apenas me lo pregunto, me contesto que sí, este domingo con más vacilaciones que otros.

Y al examinar mi estado de ánimo, me pregunto acerca de las razones por las cuales pienso como pienso y creo en lo que creo.

Si uno elige, decide en realidad pensar y  creer en lo que se piensa y en lo que se cree.

Y no. Uno no lo elige, o por lo menos no es el libre albedrío el que determina que uno crea en lo que crea, piense como piensa, son decisiones que tienen sus razones. Y su costo.

Por ejemplo, el de obstinarme (inútilmente) en quedarme en Buenos Aires, sin más razones que querer quedarme en mi casa.

Como en andar muy triste y preocupado por la salud de una persona muy importante para tantos y tantas, entre ellos, quien escribe.

Y creer, y acompañar a esa señora que anda enferma, cuya enfermedad nos duele y nos preocupa a tantos y a tantas, tiene el costo de haber perdido (a lo largo de estos años decisivos, para uno) gente que creía querida y que a partir del rechazo a esa señora y a lo hecho por el marido que, no por nada, falleció en la tarea que ahora lleva adelante su viuda; que de tan ardua, tan decisiva, hace mella en su salud ya no es querida por uno.

No sólo por el disenso, válido, genuino, necesario en ciertos casos, sino por el modo de expresión de esa discrepancia, que tantísimos expresan con fundamento y respeto. No hay problemas con ellos, que piensan distinto a uno y bienvenido sea. El problema, son aquellos y aquella que mientras escribo con preocupación y con tristeza, sé que andan ilusionados, contentos, entusiasmados. Y eso los vuelve detestables para uno que arrastra un sentimiento de pesar por estos momentos.

Desde que me enteré de esta noticia tan dura, hablé con muy poca gente, Cecilia Mendoza  entre ellas. Es una de las personas que uno quiere y respeta: coincide con uno, pero discrepa con cierta adhesión a la señora enferma porque, conociendo la procedencia partidaria de uno, propone, en todo caso, una adhesión menos enfática. Que rescata cosas importantes, que adhiere, a veces; siempre a partir de una mirada crítica.

Anda tan preocupada como yo. Me hizo saber esa preocupación y se preguntó por qué siempre depende todo en nuestra historia de una persona, de la salud, de la supervivencia, del designio de una persona.

Habiéndolo pensado, coincido con Cecilia y me convenzo de que así es. Que no hubiera sido todo como lo fue sin Néstor Kirchner no hubiese sido electo de 2003, o su esposa no lo hubiese sucedido en 2007 y se la hubiera reelegido en 2011.

Que la impronta de ambos decide el momento que se vive y que la expresión de lo que ellos forjaron (que no nació del capricho o para satisfacer sus deseos íntimos) respondió a una tradición ideológica, política muy clara y por ello ha concitado el apoyo de millones. Y el rechazo visceral de otros tantos.

En definitiva, Simón Bolívar acertó cuando esbozaba constituciones con presidentes que tuvieran potestades monárquicas, porque por este pago la mano siempre vino así. Y quizás corresponda que así sea; que no dé lo mismo que gobierne uno o el otro; que no suceda el bochorno de los Estados Unidos, donde se han permitido un presidente proveniente de una minoría, para que todo sea lo mismo, adentro y afuera. O lo que sucede en Europa, en España, particularmente, donde el socialismo le limpió el terreno a los populares para que los dos (con cierto matiz intrascendente) hagan lo mismo.

Por todo eso es que, debo andar más triste que otros tantos domingos, a esta hora, cuando sé que tengo que volver a San Juan, dejado atrás un fin de semana que me resultó especialmente breve.

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