martes, 2 de junio de 2020

Diario de la cuarentena. Día 74.



"Una definición simplista diría que Patoruzú es un cacique tehuelche oriundo de la Patagonia profunda, vestido con un poncho sin estridencias pero dueño de una fortuna ancestral y de una fuerza descomunal. Nada que un lápiz bien afilado no pudiese dibujar. pero ese disfraz abrigaba el talento de Dante Quinterno, quien encarnó en ese personaje a un héroe con las características que todos querían y necesitaban ver: generoso, honrado, valiente, sensible e ingenuo hasta la exageración". 

Ezequiel Martínez, Director de Cultura de la Biblioteca Nacional, presentaba de ese modo el libro-homenaje A todo Patoruzú, publicado a los noventa años de la aparición de uno de los personajes estelares de la galería del comic argentino, a quien centenares de miles (sino millones de pibes y no tanto) seguimos a lo largo de unas cuantas décadas.

Y, claro queda, que no sólo por la identidad tehuelche del personaje de la historieta, como de la descripción que Martínez hizo de la personalidad de Patoruzú, la comparación con el cacique Órkeke, a quien le dediqué la entrada pasada, querido diario, está cantada.

Digamos, tal vez con algún arrojo temerario (no tanto como para parangonar al cacique tehuelche con el general Uriburu como he leído por ahí, senda que no voy a recorrer, por aquello de la imposibilidad de regresar del ridículo) los ecos de la visita a Buenos Aires del cacique muerto de una pulmonía a fines de invierno de 1883 resonaban todavía.

Porque la personalidad de Patoruzú al igual que la de Órkeke era, en esencia, de pura bondad. Hacia los suyos y también hacia quienes habían sido sus crueles anfitriones. Carecía, en cambio, de la sutileza (o del cinismo que aquéllos exudaban por cada uno de sus poros) para entrever que detrás de tanta pompa se (mal) disimulaba el ejercicio, bajo y perverso de la burla a quien no comparte los mismos códigos culturales, quien confiado en la buena fe de quienes simulaban tratarlo con delicadeza cuando, en el mejor de los casos, lo observaban como a un bicho raro.

Órkeke era un buen hombre. Por eso rompieron lanzas en su defensa Luis Piedrabuena y Estanislao Zeballos (tan luego) al protestar airadamente contra la extendida permanencia del cacique en Buenos Aires (consciente del riesgo fatal que acaecería finalmente) y lamentó con pena contagiosa, su muerte absurda.

Un hombre bueno el cacique tehuelche, con quien los tilingos nuevos ricos se ensañaron. Sin motivo, sólo con el afán de burlarse de quien no toma nota de esa burla. Eran los ancestros de esos pobres tipos que dan vergüenza propia cuando uno tiene la tragedia de topárselos en el exterior. Miran todo con desdén y no pocas veces se despachan con esas bromas irritantes, como la de hacerle alguna pregunta a una persona que no maneja el idioma español, intercalando palabritas ingeniosas (v. gr. culo, pija, cajeta). Contienen la risa los imbéciles, fascinados de sólo pensar la cantidad de "likes" que tendrá el posteo o los cientos de imbéciles como ellos que habrán de doblarse de la risa con esas hazañas al repasar en los "estados" de WhatsApp.

Dejemos a un lado a esa escoria. 

Quiero hallar en ese personaje que me acompañó a lo largo de mi infancia una evocación tierna del cacique Órkeke. Lo intentaré.

El nacimiento del personaje ocurre a la semana exacta de la asunción de Hipólito Yrigoyen, por segunda vez, a la Presidencia: el viernes 19 de octubre de 1928, en las páginas de "Crítica" el diario de Natalio Botana, en el que tanto tallaba su esposa, nuestra conocida Salvadora Medina Onrubia (la "divina Dama", al decir de don Hipólito).

La tira en la que hace su debut, escrita y dibujada por Dante Quinterno, por supuesto se llamaba: Aventuras de don Gil Contento". En una edición anterior, el tío del Gil Contento que vivía en Chubut le había hecho saber que estaba muriendo y que le encomendaba que cuidase a su ahijado: "el último vástago de los tehuelches gigantes que habitan la Patagonia". Que pusiera especial cuidado en la guarda del muchacho porque: "no quisiera morir dejando a este indio ingenuo a merced de las maldades humanas". Su nombre: Curugua-Curiuguagüigua

"¡Guagua! ¡Piragua! ¿Vos sos meu tutor, chei? Curugua-Curiuguagüigua te saluda!", le dice desde el vagón del tren en el que era recibido por Gil Contento, quien le dice: "Por fin llegaste, '´Patoruzú'! Te bautizo con ese nombre porque el tuyo me descoyunta las mandíbulas." Luego de mostrarle un vehículo en el que había cargados "tus maletas y chucherías", le pregunta al indio su le falta algo, a lo cual empieza a gritar: "¡Carmela! ¡ande está Carmelaaaaaa! ¡Faltando meu Carmelaaaa! ¡Buuuuú! ¡uuú!", para que haga su aparición en el cuadro siguiente una avestruz gigante: "¡aquí está Carela! ¿Ande ti habías quedao, gurisa?... ¡Ni yo puedo vivir sin eya ni eya tampoco sin meu!" Gil, para nada contento exclama. "¡Qué familia me dejó el tío finado!"  

De Quinterno nos consta su anti-yrigoyenismo, su gusto por el dinero y los modos para generarlo y reproducirlo con su ingenio y el esfuerzo ajeno y también, como hipótesis, que no era supersticioso. Porque a los dos días de su aparición, la tira dejó de ser publicada en "Crítica" y el personaje no fue archivado por su creador. Muy por el contrario.

A los pocos días, comienza a publicar en la competencia, el diario "La Razón". Y en el desgraciado mes de septiembre de 1930, en la tira "Julián de Montepío", un Gilito aggiornado: nochero y jugador. Por eso vivía en el "Montepío" empeñando alguna bien para seguir en la rueda de la ludopatía. El antecesor de Isidoro Cañones.

Julián espera ansioso una carta de su tío Rudecindo un millonario sin descendientes que finalmente, llega: "Caro sobrino: a estas horas habré cantado pa'l carnero Esta tarde, a la puesta del sol, andá a buscar a la estación tuita la herencia que desde aquí te dejo". Como una exhalación, se dirigió al lugar indicado, encontrándose con un mastodonte de poncho, vincha y pluma decirle: "¡Huija, rendija! ¡Salú, padrino!... Aquí está patoruzú y unas, líneas del dijunto padrino Rudecindo".

Y así comienza la relación entre el padrino porteño y el ahijado tehuelche, objeto de un proceso "civilizatorio" de parte de tamaño tarambana. Por supuesto que Patoruzú hará todo lo contrario de lo que le indica el infeliz aquel, ganándose el favor de los lectores, que lo erigirán en julio de 1931 en el protagonista de la tira, que comenzará a llevar su nombre.

Hasta la aparición de la revista, en noviembre de 1936, previo paso de Quinterno por Estados Unidos, invitado por Walt Disney, quien solía mirar con atención (y admiración y envidia codiciosa) los trabajos de muchos dibujantes de ese tiempo.

Con el tiempo, saldrá otra publicación con el personaje niño "Las correrías de Patoruzito" e incluso, su padrino botarate tendrá la suya "Locuras de Isidoro", andanzas de un playboy al estilo del Juan Carlos Thorry del cine de los años '40, siempre muy bien acompañado por bombas sexuales como Cachorra que a los pre adolescentes que leíamos la historieta nos provocaba los primeros escozores.

Y en el medio una galería de personajes muy consustanciados con cada presente, al menos hasta 1977, cuando dejaron de editarse tiras originales y comenzó el refrito.

Además de Isidoro (y la versión infantil, Isidorito), integran la troupe los dos hermanos del protagonista: Upa, el menor, que siempre se metía en algún quilombo del que lo salvaba el hermano. Sus parlamentos eran monosilábicos y gracias al libro-homenaje nos enteramos que había sido abandonado por su padre Patoruzek en una cueva, debido a su retraso mental. Siempre íntegro, el hermano mayor lo rescata y lo adopta. Tuvo su hora de gloria Upa, cuando en 1942 se estrenó Upa en apuros, largometraje a color (parcialmente disponible acá) y Patora, fulera como ella sola y perdidamente enamorada de Isidoro. Se la creía muerta de viruelas, aparece en la historia a fines de los años '50.

Una ama de crianza la Chacha (autora de prodigiosas empanadas); Ñancul (capataz de la estancia de Patoruzú); el coronel Urbano Cañones (tío de Isidoro) y por supuesto Pampero, el pingo del cacique. Entre los enemigos destaco al indio brujo Chiquizuel y su nieto Chupamiel. 

Las publicaciones de mi infancia, que me permito evocar con la ternura del tipo grande que mira para atrás y se recuerda leyéndolas con ansiedad en colectivos y en trenes. 

Aunque las que más disfrutaba ese pibe, eran las que leía en las carpas desocupadas de los balnearios de Mar del Plata, en un inolvidable verano, el de enero de 1984, que compraba por dos mangos en el kiosco de revistas de la Bristol.

Memorias, nacidas del recuerdo del absurdo martirologio de otro cacique tehuelche, de carne y hueso, cuya osamenta sería descarnada a cal y canto apenas lo fulminara una neumonía al final del invierno porteño de 1883.

Esqueleto exhibido en el Museo de La Plata, que sería visitado por miles de pibes, muchos de los cuales,en sus mochilas y portafolios llevarían comics que relataban las correrías de otro cacique tehuelche. 



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