domingo, 14 de junio de 2020

Diario de la cuarentena. Día 86.

Querido diario:

Cumplí con mi promesa de mi última entrada y te di paz a lo largo de toda la semana que pasó.

Como escribí entonces, querido diario, no tengo ya seis horas diarias para dedicarte (lectura, relectura, escritura y reescritura, aunque se note poco) que me demandaron el común de las macanas escritas acá de un tiempo a esta parte.

Desde finales de abril, para ser preciso. Durante todo mayo, para resumir.

Entonces la defensoría en la que trabajo no estaba de turno. Tampoco entonces debía someterme al flagelo de las clases vía "zoom" a las cuales me ha condenado este azote que como especie venimos sufriendo desde hace ya, demasiado tiempo.

Como sea, contra todo consejo razonable, avanzo.

Si tuviera que hacer un balance de esta casi centena de días de encierro, apuntaría en el haber mis lecturas. Leí como hacía años que no lo hacía. Y, lo mejor, leí (y escribí) sobre lo que quería leer y escribir. Para mí y para mis afectos que me leen.

Desde finales de abril que buceo (como puedo, con las herramientas que tengo a mano) en el sustrato de la sociabilidad porteña de los años '20, despiadadamente relatada por Roberto Arlt en su novela-monumento Los Siete Locos.

A partir de una pregunta esencial: ¿exageraba, como pareciera, Arlt al diseñar las miserias de sus personajes? 

Dado que, con alguna excepción muy aislada (la hermana menor de los Espila, tal vez) todos y todas son seres abyectos. Algunos, inclusive, gozosos de y en su abyección, como Erdosain.

Y, con la arbitrariedad que me caracteriza, me dediqué a escribir sobre el tiempo político de esa escritura, y sus antecedentes inmediatos y mediatos.

Fue así, como le presté atención a los ideólogos de la generación anterior al advenimiento de Yrigoyen a la Presidencia de la Nación, excluyentes todos en su relación con el otro, sea inmigrante o habitante de parajes poco explorados hasta 1879 y un poquito más.

Respecto de estos últimos, analicé con cierto detalle, el pensamiento de Estanislao Zeballos a través de sus escritos y el de algún prohombre que calmaba un apetito inconfesable con el bocato di Cardenale del botín de una expedición al Chaco: unas indiecitas de seis u ocho años. 

Un  panorama desolador, como me hicieron saber los pocos, pero entrañables y puntuales, seguidores de estas anotaciones.

Hasta que me topé con Lucio Victorio Mansilla.

Me había intrigado que mi admirado David Viñas le prestase tanta atención. De hecho, la última vez que (brevemente) interactué con él le consulté sobre su postergado ensayo: Mansilla, entre Rozas y París. Me intrigaba su interés en una personalidad que consideraba marginal: ese enfant terrible, que se jactaba del poderío de su riqueza amasada por sus antecesores y que él dilapidaba. 

Excepción hecha del relato Los siete platos de arroz con leche que leí por interés en el retrato que hizo de su tío materno, el Restaurador de las Leyes al final de su segundo mandato como gobernador, que por Mansilla mismo, no había leído nada de él íntegramente.

Lo consideraba un comodón, altivo y desdeñoso; un fresco, un banal.

Fresco y banal (y batata, ya que estamos) soy yo, querido diario: porque luego de la lectura detenida de Una excursión a los indios ranqueles Mansilla me deslumbró.

Ya sé querido, diario, ya sé: tarde amanecimos, pero más vale tarde que nunca.

Vamos metiéndonos entonces en el asunto. Una excursión a los indios ranqueles, me deslumbró, decía, porque , en mi mirada constituye el revés exacto y preciso, del ideario de tanto prócer excitado por el exterminio en cierne de esos años.

Si los exterminadores proponían excluir, Mansilla procuraba (a su modo, pero sin imposiciones drásticas) una confluencia.

Es un libro extraordinaria, maravillosamente escrito.

La pluma de Mansilla es extraordinaria no sólo por su estilo elegante y llano (atributo de quien sabía qué quería decir y cómo hacerlo), sino especialmente por el manejo de la ironía digno de Cervantes. Como pocas veces me sucede, querido diario, tuve que interrumpir varias veces la lectura, atacado por una carcajada.

Y a la vez que discurre en asuntos triviales que condimenta con anécdotas relatadas con tan exquisito humor, construye un ensayo único e imperecedero acerca del tiempo que le tocó vivir; de una experiencia irrepetible: la de su viaje al país de los ranqueles.

Porque como anticipé en la entrada anterior, Mansilla es enviado por el mismísimo presidente Sarmiento, a ultimar un tratado de paz con los ranqueles que el propio Mansilla había motorizado en su condición de responsable del Fuerte "Sarmiento", ubicado en la frontera del río Cuarto con los dominios ranqueles. El tratado en cuestión obligaba a los indígenas a reconocer la jurisdicción del Estado argentino sobre las planicies que se extendían entre ese río y el Quinto, como a su vez, a poner fin a los malones de esas tribus. A cambio, el gobierno argentino se comprometía al envío de animales en pie, yerba, tabaco, azúcar y otros enseres.

Ese acuerdo había sido iniciativa del coronel Mansilla que había ejecutado desatendiendo (cagándose) en la jerarquía dado que no había dado intervención o noticia a su superior inmediato (el general Arredondo) ni siquiera al ministro de Guerra, Martín de Gainza. 

Valiéndose de la relación que había entablado con el Presidente (a raíz de la ordalía que Mansilla había sufrido con su hijo adoptivo, cuando el desastre de Curupaytí en la Guerra del Paraguay) se dirigió directamente a Sarmiento, quien aprobó lo actuado, encomendándole que se entrevistase con los tres grandes caciques de la "gran familia ranquelina", Mariano Rosas (el principal), Baigorrita y Ramón.

Y allí fue Mansilla, con un reducido grupo de 18 hombres (entre ellos dos sacerdotes franciscanos), periplo que se extendió entre el 30 de marzo y el 17 de abril de 1870, dejando luego testimonio de su gestión mediante entregas cotidianas entre mayo y septiembre de ese año en el diario "La Tribuna" de Héctor Varela, a quien dedicaría el libro editado años más tarde. 

Escribí, querido diario, que la obra es ante todo, sin perjuicio de su ostensible riqueza como producción literaria, un documento histórico relevante, único en su especie en el tiempo de su producción.

Puesto que, si Zeballos dejó la memoria del exterminio (con la cual se solazó), desenterró cadáveres, profanó sus tumbas y acopió las osamentas de esos cadáveres; Mansilla trató a esos seres en vida e hizo la crónica de sus existencias, anhelos y pensamiento.

La edición que leí con tanto placer del libro que comento es reciente, editada por "Penguin Random House Editorial" en Buenos Aires en 2018, con una carilla de presentación a cargo de una tal Alejandra Laera y un prólogo de unas veinte páginas de Alan Pauls.

Si me hubiese gustado la deleznable película "La sociedad de los poetas muertos" dirigida por no-se-quién e interpretada por el siempre insufrible Robin Williams (que en paz descanse) y además, si tuviese cierta desconsideración hacia el libro como objeto, hubiera seguido el consejo del profesor de literatura que interpretó Williams (que en paz descanse) en esa película, tan o más deleznable y detestable que "Buenos días Vietnam" o "Patch Adams" también protagonizadas por el malogrado artesano de la sobreactuación, y arrancaría (con mi dentadura) el prólogo del padre de Rita Pauls.

Sin embargo, querido diario, siento apego por el libro como objeto, y el objeto-libro que tengo ante mis ojos mientras escribo en tus páginas, reproduce un texto que me ha dejado muy entusiasmado, por lo que no lo mutilaré, no obstante haría justicia con la ablación.

Tilingo siempre, empachado de tanta lectura mal digerida, el hermano de Gastón Pauls realiza una suerte de estudio preliminar que, palabra más, palabra menos, presenta a Mansilla como un integrante más de la elite de su tiempo que entendía en el imperativo de aniquilar a los indígenas para apropiarse de su tierra. 

El consuegro de Evangelina Salazar afirma, también, que Mansilla habría proclamado expresamente esa profesión de fe a lo largo de la obra, lo cual considera probado mediante sus alusiones constantes a la condición de "bárbaros" de los ranqueles,  quienes considera que deben ser inexorablemente exterminados.

Es evidente que el ex cuñado de Agustina Cherri no ha leído a Zeballos o entendió que no debía relacionarse un texto con el otro. Que daba igual ir, entrevistarlos en su territorio, dormir y comer en sus toldos, apadrinar a sus hijos, conferenciar largamente, someterse al escrutinio (y al escarnio) de una junta que se extendió por la friolera de once horas, intercambiar obsequios (que Mansilla atesoraría) y dejar por escrito su pensamiento profundo, que ir de cacería a por ellos, para luego profanar sus tumbas.

Una enormidad digna de gente intoxicada, insisto, por tantas lecturas mal leídas y peor digeridas.

Hay momentos (muchísimos) notables del texto, quien quiera consultarlo puede hacerlo acá.

Voy a destacar mal que te pese, querido diario, algunos párrafos notables.

A despecho de Pauls, digamos que Mansilla tenía una auto-percepción en tanto hombre civilizado de una complejidad antagónica a la de sus conmilitones, que refuerza en el espacio territorial dominado por la barbarie: "La civilización consiste, si yo me hago una idea exacta de ella, en varias cosas. En usar cuellos de papel, que son los más económicos, botas de charol y guantes de cabritilla. En que haya muchos médicos, muchos enfermos, muchos abogados y muchos pleitos, muchos soldados y muchas guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se impriman muchos periódicos y circulen muchas mentiras. En que se edifiquen muchas casas, con muchas piezas y muy pocas comodidades. En que funcione un gobierno compuesto de muchas personas como presidente, ministros, congresales, y que se gobierne lo menos posible"

El texto, no puedo dejar de relacionarlo con un diálogo maravilloso que, en privado, el cacique Mariano Rosas y el coronel Mansilla mantuvieron en privado al concertar los detalles del acuerdo que habrían de celebrar.

Explica Mansilla que: "como yo era en aquellos momentos un embajador, y como siendo uno embajador debe tomar las cosas a lo serio, después de algunas palabras encomiando su conducta [la del cacique] entré a explicar, que el tratado de paz debía ser sometido a la aprobación el Congreso, no podía ser puesto en ejercicio inmediatamente. Me valí para que el indio comprendiera lo que es Poder Ejecutivo, Parlamento, Presupuesto y otras yerbas, de figuras retórica campesina. Y sea que estuve inspirado, cosa que no me suele suceder el hecho es que Mariano Rosas se edificó. Me convencieron de ello sus bostezos. Podía quedarse dormido si continuaba haciendo gala de mis talentos oratorios, de mis conocimientos en la ciencia del derecho constitucional, de las seducciones que el hombre civilizado cree siempre tener para el bárbaro. Me resolví, pues, a hacerle esta interpelación: ¿Y qué le parece hermano, lo que he dicho? ¡Qué me ha de parecer!, que estando firmando el tratado por el Presidente, que es el que manda, no nos costará mucho hacerles entender a los otros indios eso que usted me está explicando. Haremos una junta grande y en ella entre usted y yo diremos lo que hay. Mientras tanto, hermano [repuso Mansilla], cuente conmigo para ayudarlo en todo. Yo cuento con usted [dijo el cacique], porque veo que si no quisiera a los indios no habría venido a esta tierra".

Y más adelante entablaron ambos un diálogo imperdible:

- "Y dígame hermano -me preguntó-; ¿cómo se llama el Presidente
- Domingo F. Sarmiento.
- ¿Y es amigo suyo?
- Muy amigo.
- Y si dejan de ser amigos, ¿cómo andarán las paces con nosotros que ha hecho usted?
- Pero, bien, no más hermano, porque yo no puedo pelearme con el Presidente, aunque me castigue. Yo no soy más que un triste coronel y mi obligación es obedecer. El Presidente tiene mucho poder, él manda todo el ejército. Además, si yo me voy, vendrá otro jefe, y ese jefe tendrá que hacer lo que le mande el general Arredondo, que es de quien dependo yo.
- ¿Y Arredondo es amigo del Presidente?
- Muy amigo.
- ¿Más amigo que usted?
- Eso no le puedo decir, hermano, porque, como usted sabe, la amistad no se mide, se prueba.
- Y dígame hermano, ¿cómo se llama la Constitución?
Aquí se me quemaron los libros. Y sin embargo, si el Presidente podía llamarse D. F. Sarmiento, ¿por qué, para aquél bárbaro, la Constitución, no se habría de llamar de algún modo también?
- La Constitución hermano... La Constitución... se llama así no más pues, Constitución.
- Entonces, ¿no tiene nombre? 
- Ese es el nombre.
- ¿Entonces no tiene más que un nombre, y el Presidente tiene dos?
- Sí.
- ¿Y es buena o es mala la Constitución?
- Hermano, los unos dicen que sí, y los otros dicen que no.
- ¿Y usted es amigo de la Constitución?
- Muy amigo, por supuesto.
- ¿Y Arredondo?
- También.
- ¿Y cuál de los dos es más amigo de la Constitución?
- Los dos somos muy amigos de ella.
- Y el Congreso, ¿cómo se llama?
- El Congreso.. se llama Congreso.
- ¿Entonces no tiene más que un solo nombre, lo mismo que la otra?
- Uno solo, sí.
- ¿Y es bueno o es malo el Congreso?
Confieso que la pregunta me dejó perplejo. Pero había que contestar. Hice mis cálculos para responder en conciencia, y cuando iba a hacerlo, dos perros que andaban por allí se echaron sobre un hueso y armaron un zinguizarra infernal interrumpiendo el diálogo. Aproveché la coyuntura para retirarme. Entré en mi rancho, me senté en la cama, apoyé los codos en los muslos, la cara en las manos, y me quedé por largo rato sumido en profunda meditación. 
- He perdido el tiempo -me decía-, con los ecos del espíritu, No es tan fácil explicar lo que es una Constitución, lo que es un Congreso [...] Los símbolos impresionan más la imaginación de las multitudes que las alegorías".

Notable ese ejercicio sociológico, antropológico que ensayó, con la paciencia de un mártir Mansilla, con el correspondiente esfuerzo de su interlocutor para comprenderlo.

Otros dos momentos destacables son aquellos en los cuales ambos hermanos hablan con total franqueza, en especial el cacique, quien le hace saber que tenía en claro que codiciaban esas tierras para trabajarlas y que serían desalojados de ella por la fuerza, le pide sinceridad a Mansilla quien le dijo: "algunos creen eso, otros piensan como yo, que ustedes merecen nuestra protección, que no hay inconveniente en que sigan viviendo donde viven, si cumplen sus compromisos. El indio suspiró como diciendo: 'Ojalá fuera así' y me dijo: 
-Hermano, en usted yo tengo confianza, ya se lo he dicho, arregle las cosas como quiera".

Reflexión complementada con destacable honestidad intelectual por el coronel del ejército: "nuestra civilización no tiene el derecho de ser tan rígida y severa con los salvajes, puesto que no una vez sino varias, hoy los unos, mañana los otros, todos alternativamente hemos armado su brazo para que nos ayudaran a exterminarnos en reyertas fratricidas, como sucedió en Monte Caseros, Cepeda y Pavón, con estos antecedentes, decía, se comprenden y explican fácilmente las precauciones y temores de Mariano Rosas".

Otro momento, es aquel ocurrido en el toldo del cacique, una de las tantas veladas en las que se lo invitó a cenar, cuando hizo su entrada un subordinado de Mansilla mal trazado, a quien puso en su lugar, marcialmente. El anfitrión le observó que hiciera eso, que era impropio del lugar porque "aquí somos todos iguales".

Y en cuanto a las reglas para el acceso a su toldo le aseguró que: "puede entrar a la hora que guste, con confianza, de día o de noche es lo mismo. Está en su casa. Los indios somos gente franca y sencilla, no hacemos ceremonia con los amigos, damos lo que tenemos, y cuando no tenemos pedimos. No sabemos trabajar, porque no nos han enseñado. Si fuéramos como los cristianos, seríamos ricos; pero no somos como ellos y somos pobres. Ya ve cómo vivimos".

A partir de entonces, todo sería cuesta abajo para el coronel de la civilización argentina: sufrirá un trato desdeñoso y ambiguo de su hermano Mariano (que Mansilla justificará como una contradanza propia del juego de la diplomacia), irá siendo despojado de casi todos sus bienes con más o menos elegancia será humillado por el cacique Baigorrita en su toldo, quien se había empecinado en trenzarle la barba a la altura de la pera, lo que consiguió, será despedido de Leubucó, asiento del trono de Mariano, con cajas destempladas.

Se despiden con un dialogo áspero. El cacique se negaba a entregarle al doctor Macías, un médico que llevaba muchos años cautivo en sus dominios con quien Mansilla había compartido sus estudios en el liceo. Accedería, de mala gana, ante la advertencia del coronel de que sería visto como un gesto hostil de su parte de cara a la aprobación del tratado que pondría en consideración del Congreso, de acuerdo con la infernal ingeniería institucional que, con tanto esfuerzo, había procurado explicarle.

Al tiempo que le dio esa ofrenda de despedida le dijo, premonitoriamente: "Hermano, cuando los cristianos han podido nos han muerto, y si mañana pueden matarnos a todos nos matarán. Nos han enseñado a usar ponchos finos, a tomar mate, a fumar, a comer azúcar, a beber vino, a usar bota fuerte. Pero no nos han enseñado ni a trabajar, no nos han hecho conocer a su Dios. Y entonces, hermano. ¿qué servicios les debemos? Yo habría deseado que Sócrates hubiese estado dentro de mí en aquel momento, a ver qué contestaba con toda su sabiduría. Por mi parte hice acto de conciencia y callé".

En el epílogo de su trabajo, luego de anotar que no se cansaría de repetir que: "no hay mal peor que la civilización sin clemencia", abunda en su propuesta, sostenida en criterios raciales, propios de la época, sobre los cuales me detendré en mi próxima visita a tus páginas querido diario, porque la entrada se ha vuelto demasiado larga: "la conquista pacífica de los ranqueles, cuya fisonomía física y moral conocemos ya, para absorberlos y refundirlos, por decirlo así, en el molde criollo, ¿sería un bien o un mal? En el día parece ser un punto fuera de disputa, que la fusión de las razas mejora las condiciones de la humanidad [...] Cuando nuestros padres españoles llegaron a América ¿qué mujeres traían? ¿El Gobierno de la Metrópoli hizo con sus colonias lo que los Gobiernos de Francia e Inglaterra hicieron con las suyas? ¿Mandó a ellas cargamentos de prostitutas? ¿No tuvieron los conquistadores que casarse con mujeres indígenas, entroncando recién entre sí, pasada la primera generación? Y entonces, si es así, ¿todos los Americanos tenemos sangre de indio en las venas, por qué ese grito constante de exterminio contra los bárbaros? Los hechos que se han observado sobre la constitución física y las facultades intelectuales y morales de ciertas razas, son demasiado aisladas para saber de ellas consecuencias generales, cuando se trata de condenar poblaciones enteras a la muerte o la barbarie. ¿Quién puede decir cuál es el punto donde se ha de detener una raza por efecto de su propia naturaleza".

Y concluye: "las calamidades que afligen a la humanidad, nacen de los odios de razas, de las preocupaciones inveteradas, de la falta de benevolencia y de amor. Por eso el medio más eficaz de extinguir la antipatía que suele observarse entre ciertas razas y en los países donde los privilegios han creado dos clases sociales, una de opresores y otra de oprimidos es, la justicia".
  

¡Bravo, Lucio Victorio!

Continuaremos, querido diario.


No hay comentarios:

Publicar un comentario