miércoles, 30 de diciembre de 2009

La vecinita tiene antojo (nostalgia de los años felices)


No diré que nadie, pero seguramente muy pocos, estuvimos alguna desentendidos por completo de lo que se cuece en el programa de Tinelli, se lo vea directamente o como en mi caso, en uno de los tantos refritos que ese medio endogámico reproduce a lo largo de todos los días de la semana.
Ha pasado mucha agua bajo el puente desde las trasnoches en las cuales aquel gordito de risa fácil y voz destemplada que presentaba “bloopers” afanados a señales poco conocidas en los primeros años 90 (el servicio de televisión por cable ofrecía entonces no más de 5 canales, la Internet no existía) en un contexto intimista, chacotón, de vestuario, de adolescentes tardíos resistentes a dejar de serlo; a este Tinelli hecho de enjuagues, operaciones, negocios multimillonarios en ese medio, el fútbol, la política y los negociados a secas.
No digo nada original si reflexiono sobre el vértigo de su carrera y menos lo soy si propongo un paralelo entre ese progreso impúdico y la decadencia generalizada, fruto de un modelo bien distinto de aquel que hiciera de él ese gordito provinciano, insoportable y rústico (aunque simpático), que pasaba “bloopers” a las mediasnoches de Telefé en los albores del menemato.
Tinelli apostó fuerte desde siempre y eso no se le puede discutir.
En especial cuando decidió hacer valer su ascendiente y predicamento en arenas políticas. El primer recuerdo que me llega de ese cariz fue su maridaje con Carlos Menem, quien en mayo de 1995 cerró su campaña electoral en el set de Telefé, entrevista de “Marce” mediante. El segundo, una prolija operación política en perjuicio de un Presidente demasiado estúpido. Más adelante, chichoneos varios con Néstor Kirchner y por fin, el auspicio a la candidatura de Francisco De Narváez en junio de este año.
Todo comenzó con un sketch paródico del programa “Gran Hermano”, bautizado en clave humorística como “Gran Cuñado”, una muestra más de la consideración y el aprecio que tienen Tinelli y su productora por su público.
En el segmento una troupe de imitadores parodiaban a los candidatos que se proponían para las elecciones legislativas, recurso que había sido utilizado en 2001, epílogo de la gestión de aquel Presidente inconcebiblemente torpe que fue a hocicar en ese programa y era respecto de quien se dirigía la caricatura más cruel.
A diferencia de la versión 2009, el sketch señero no rescataba a ninguna de las figuras políticas convocadas de la burla (corrían los meses del “que se vayan todos”), sin embargo en su última edición pareció hecha a medida (como se dijo) del candidato de la contienda electoral de junio de ese año: Francisco De Narváez.
El recurso era efectivo desde su audacia e imaginación: se presentaba a un actor que no lo imitaba con demasiada fidelidad, pero que hacía que gustase su perfomance: componía un personaje “canchero” y aunque lo caricaturizase como un hombre poderoso, no descuidaba poner el acento en su campechanía.
Por ejemplo, sus latiguillos versaban en la descripción de su patrimonio, siempre fastuoso, que remataba con la advertencia de que pese a ello era un “hombre común”, para fingir una sonrisa estentórea que gustaba al conductor quien reía con ganas del recurso de su empleado. Otro caballito de batalla había sido el proponer eslóganes absurdos, como: “votame-votate”, “quereme-querete” y otro juego de palabras más pobre aún: “alica-alicate”.
Para mi sorpresa, utilizó el propio candidato ese recurso en un acto de campaña (en Gral. Rodríguez, lo recuerdo bien) oportunidad en la que –parodiando a Carlitos Balá cuando preguntaba a su platea infantil acerca del gusto de la sal- proponía la primera de las palabras y la calificada concurrencia respondía la segunda. Sí, supo anticipar entonces el neologismo: “alica” y la multitud contestó compacta: “alicaaaaaaaateeeeee”, entre vítores y carcajadas; paso de comedia incomparable al del patetismo posterior cuando propuso un discurso de campaña algo más tradicional, con pose de hombre de Estado.
Lo peor llegó al final.
Se floreó por el programa de Tinelli bailando –una vez más con su clon- el pegadizo reggaeton: “La vecinita tiene antojo”. Se supo que lo practicó y a decir verdad no le salió tan mal.
Me entusiasmé con que ese paseo por el set de Tinelli sería el preludio de un desastre y para variar me equivoqué, le ganó “por poquito” (Néstor dixit) al mismísimo Kirchner.
El lunes siguiente a la elección, el estudio del programa de Tinelli lució una escenografía amarillo Pro, con las insignias del partido de De Narváez y Macri, quienes bailaron y festejaron el triunfo allí.
Quien baila, canta, se florea con su riqueza en estos días que corren es un personaje bastante indefinible del que ya nos ocupamos en este espacio, quien acapara la atención del conductor del engendro con vanagloria y obsecuencias varias: Ricardo Fort, quien gusta -sin gracia alguna- mostrar lo que gasta y lo que tiene, humillando a acompañantes circunstanciales a cada momento a fuerza de su poderío económico. O del líquido que dispone en verdad.
Me pregunto a propósito de todo esto y no obstante aparezca antojadizo: ¿la centralidad de estos personajes en ese programa que será cualquier cosa, pero que lejos está de ser inocente, no sugiere algo más que una exhibición patéticamente obscena?¿No habrá en todo ello sino una declaración de principios?
O tal vez todo sea la expresión nostalgiosa de esos tiempos felices en los cuales no aparecía como una incorrección política la acumulación grotesta y su exhibición despreocupada en estas pampas asoladas por la pobreza.

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