jueves, 7 de junio de 2012

El silencio de las cacerolas.

Como tantos, desde hace un tiempo, vengo masticando reflexiones (más o menos torpes) acerca del movimiento cacerolero que volvió a la vida hace un par de semanas.

A través de Facebook, me enteré de que hoy (no sé si se realizó) marcharían legiones a la Plaza de Mayo a levantarse contra la "diktadura korrupta" o alguna genialidad por el estilo.

Como un deja vu, de lo sucedido a poco de asumir Cristina su primera Presidencia, cuatro representantes de sectores relacionados con actividades agropecuarias, vuelven a manifestarse en las rutas, a despecho de esa elección y de lo opinado ayer nomás por sus representados en las urnas, con condigna convocatoria, luego de alentar a la violencia en la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, de hecho con empellones y trompadas y con más sofisticación, proponiendo cierto contubernio entre disputados que responden al vicegobernador Mariotto con legisladores radicales, partido al que determinado grupo ha decidido pasarle factura por el apoyo de los legisladores nacionales de ese Partido a la recuperación para la nación de YPF, decisión nacida del valor que la actual conducción de la UCR ha decidido darle a principios amasados en el mejor pasado radical.

Por ende, nada nuevo bajo el sol: los "ruralistas" se niegan a retroceder el amplísimo campo recuperado tras las penurias de los 90s, dejado atrás ese tiempo tan duro para tantos de ese ámbito, forzados entonces a vender las pocas pertenencias que tenían a la vera de alguna ruta transitada en época estival. Revivificados, resisten el aumento de una alícuota de monto insignificante para las ganancias que vienen obteniendo a partir de las políticas implementadas por esa Presidenta que los ayudó a amasar veloces riquezas como nadie antes a quien detestan con inconcebible pasión.

Nada nuevo dije. Y evoco para ello un programa de mi otrora consultado Jorge Lanata, en tiempos del colapso de 2002, cuando el entonces presidente de la Sociedad Rural Argentina, Enrique Crotto, ante el comentario de Horacio Verbitsky acerca de la propuesta del ministro Lavagna de aumentar las retenciones, explotó con frescura incomparable advirtiendo que "prenderían fuego el país" en ese caso.

Vienen intentándolo, con poca suerte, y es esperable (y pronosticamos) que, no obstante los cálculos que realizan acerca de la debilidad actual de Cristina y su gobierno, vuelvan a fracasar.

Como un deja vu, los mismos vecinos que en 2008 batieron cacerolas en contra de Cristina, vuelven a golpearlas por estos días, manifestando su rechazo, su odio sin más, a un gobierno reelegido hace apenitas diez meses y moneditas.

He leído en algún lugar que los reclamos harían pie en: la inseguridad, la corrupción y la imposibilidad de comprar moneda extranjera, sin que el orden del enunciado tenga relación con la relevancia de sus preocupaciones.


Si introdujera en esta crónica despareja al becario de la Facultad de Ciencias Sociales de Estocolmo, con el que juega en sus maravillosos editoriales el gran Maria Wainfeld, podríamos arriesgar que los vecinos de Barrio Norte, Recoleta, Palermo, Belgrano y Caballito, protestan contra quien administra la ciudad en la que viven y debiera (si tuviese capacidad, talento o vergüenza) resolver uno de esos tres problemas y desterrar la corrupción en el manejo de la cosa pública. Como no soy sueco ni (tan) boludo, no arriesgo la hipótesis.

Aunque sirve para desarrollar el tema con el que cierro esta entrada que comparto: no debiera sorprender a nadie que en esos barrios se realicen manifestaciones hostiles al Gobierno Nacional, desde que en esas manzanas se concentra el odio más visceral al proyecto y a la Presidenta. No digo ninguna novedad, tampoco al apuntar que los vecinos de esas manzanas siguen perseverando en un odio que se remonta a más de medio siglo y más atrás, también.

Las crónicas que reflejaron (incluso con ironía sadomasoquista) las expresiones de la semana pasada, en especial las del diario La Nación, reportaron con especial interés la concentración de la esquina de Callao y Santa Fe, capital nacional del antiperonismo más cerril (gorilismo, para abreviar) como saben los memoriosos y quienes, como quien escribe, cultivamos la memoria.

Esquina en la que funcionó por años el Petit Café, cuyos parroquianos dieron pie a una definición corriente en los cincuentas y sesentas: los petiteros. Los chetos, caqueros, la gente bian de entonces, establecimiento que supo ser tenido en la mira por los peronistas a mediados de los 50s, al prenderlo fuego prolijamente como respuesta a alguna masacre de las perpetradas por entonces contra la negrada peruca; que tan popular que muchos años atrás (vengo a enterarme mientras escribo) en 1928, dio pie a una ironía de Víctor Soliño y Roberto Fontaina al describir a un: "Niño bien, pretencioso y engrupido. Que tenés berretín de figurar. Niño bien, vos que usás dos apellidos y tenés de escritorio y Petit Bar".

Como sea, habrán vuelto a sonar las cacerolas (y alguna que otra flanera o savarín, según don Jorge Schussheim) por las calles aledañas al finado Petit Bar. Por el barrio en el que vivo (tan o más anti-K que Recoleta) hace media hora escuché un tañido solitario. Era alguien haciendo sonar acompasadamente algún utensilio de metal.

Escuché: seis, siete, ocho veces la palangana del vecino indignado de Coghlan. Al no registrar eco de ningún otro, se apagó.


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