sábado, 28 de marzo de 2020

Diario de la cuarentena. Día 8.

Ayer fue un día relativamente bueno, tolerable, lo que no es poco.

Aunque, instado por el amigo Juan (con quien nos venimos acompañando en este tiempo tan hostil) acepté escribir una suerte de "correspondencia de la cuarentena".

Pa' matar el tiempo.

Me satisfizo bastante el resultado, pero destruyó mi columna, por lo cual, hoy escribiré lo menos posible.

Por ello comparto, la carta que se me ocurrió escribir.

"Buenos Aires, 21 de marzo de 1962.

Mi querido general.

Sabiéndolo instalado definitivamente en Madrid en una nueva etapa de tan nefando exilio, le escribo para brevemente hacerle saber de la situación en la Patria, a la que regresé en 1958 luego de casi tres años de exilio.

No quiso la Providencia que coincidiéramos en nuestro destierro, aunque en momentos distintos fuimos acogidos por los mismos pueblos.

Sabrá que a su caída, cuando intuí el alcance que tendría la feroz y tenaz persecución a la que seríamos sometidos los patriotas, decidí asilarme en la embajada de Panamá en Buenos Aires. Sabía que me esperaba la Penitenciaría de Las Heras, las mazmorras de Gallegos y Ushuaia o los paredones de fusilamiento.

Nunca le tuve miedo a la cárcel y sé que Usted tampoco, pero no quise darles el gusto a los cipayos de tenerme bajo sus botas, privado de la libertad, humillado y vejado. 

Elegí, como usted, como otros patriotas, el exilio.

Y le decía que había estado donde Usted residiría luego: Panamá y España.

Fueron meses difíciles, muy angustiantes al pensar en los que habían quedado en Buenos Aires, rehenes de esas hienas, mi mujer, mis hijas. El destino de mi biblioteca, el de mi archivo. Temía con fundamentos. A ellas les embargaron la casa, la de toda la vida, a partir de las calumnias de los sicarios de esa Comisión abyecta que crearon los cipayos de la dictadura. Mi biblioteca, saqueada y mi archivo destruido. 

Años de esfuerzo, de enorme sacrificio caídos bajo el peso de la ignominia de los canallas.

Sepa disculpar estas lamentaciones, mi General. Muchos patriotas, Usted al frente, han pasado penurias peores. No olvido a los millares privados de la libertad, a los torturados, a los fusilados. A las víctimas de exilios mucho más extendidos y descarnados que el mío, aunque no puedo evitar caer en la protesta ante tanta vileza, tanto atropello.

Regresé a la Patria cuando la amnistía del canalla de Frondizi, al que le queda poco. No le auguro más que una semana en la Presidencia a ese  cínico inmoral. Apenas si cumplió con las amnistía a la cual se comprometió ante Usted en Santo Domingo, acuerdo que ahora niega. Él, y la rata ésa de Frigerio: a cual más infame, más traidor.

Como seguramente conozca Usted, no sabe Frondizi cómo salir del atolladero en el que él mismo se metió. Convocó a elecciones para perderlas y, recién entonces, desconoció nuestro triunfo. Con esa decisión, el Maquiavelo de papel maché éste, consiguió el prodigio de unirnos en una oposición sin retorno a peronistas y a cipayos. A nosotros, porque nos robó el triunfo electoral, a ellos porque nos permitió demostrarle al país que pese a tantas persecuciones e infundios, seguimos siendo la primera fuerza política.

Todos ahora sabemos lo que sabíamos desde antes, pero algunos se obstinaban en no ver: no hay política ni futuro en este desolado país sin Perón y el peronismo, como lo viene escribiendo Usted en la nutrida e indispensable bibliografía que viene produciendo desde el momento mismo de su vil derrocamiento.

Usted siempre lo supo: Frondizi es un canallita menor. Lo recuerdo cuando apenas recibido de abogado venía a implorarme una audiencia con don Hipólito cuando el infame de Agustín Justo lo tenía recluído en los altos de la casona helada de la calle Sarmiento en la que finalmente, fallecería. Desde entonces (años 31 o 32) me caía como una patada al hígado Frondizi: esmirriado (alto como yuyo que se va en vicio, dijera mi Tata), con sus culos de botella, sus aires de superioridad, con ganas de comentarle al Viejo no sé qué macana, qué teoría estrambótica.

Discutiéndome de historia argentina, con los conocimientos de una maestrita de colegio normal.

Tan o más insoportable e infatuado que cuando lo padecía en el Congreso, en el tiempo en el cual él era Diputado y yo Senador. Siempre en las nubes de Valencia el infeliz. Peor es Balbín, claro está, pero es poco el consuelo. Algo le debo a mi exilio, no haber tenido que desobedecerlo a Usted cuando la orden de votarlo. Jamás lo hubiese hecho, a costa de una desobediencia que me atormentaría.

No le niego que me preocupa el futuro de nuestro Movimiento, tan desperdigado, tan desunido en razón de su ausencia y de la falta de algún liderazgo capaz, no digo de sustituirlo, sino de representarlo de una manera menos indecorosa que la que vienen ensayando algunos dirigentes a los cuales el desafío les ha venido quedando demasiado por encima de su capacidad.

Para no hablar de esos neo-peronistas como el tunante de Bramuglia, al que me dicen que le queda poco. 

O de Cooke. Siempre le tuve estima, es un buen hombre, tan honesto, tan leal, tan franco. ¡Pero se ha enamorado de esos barbudos de Cuba, que van derechito a encolumnarse con Kruschev! No cometeré la osadía de cuestionar su decisión de designarlo su representante y… sucesor (¡!), aunque advierto un desarreglo mental jodido el mozo. No sé si es la Alicia Eguren ésa la que le mete esas cosas en la cabeza, o si quedó alterado luego de la dura prisión de Gallegos. No lo sé. Lo que sí está claro es que anda con el apero desordenado.

¡Como cuando quiso armar a la barriada de Nueva Chicago cuando el conflicto con el Frigorífico Lisandro de la Torre! Quería repartir armas, para enfrentar a los militares a cargo de la represión por orden del insensato de Frondizi.

Armar a las barriadas, me lo dijo, cuando me vino a ver a mi estudio, que recién instalada, en aquel tórrido enero del ‘59.

Preocupante panorama.

Yo, me he consagrado como nunca al estudio de nuestro pasado. Al tiempo de Rosas que sabe, es mi materia de un tiempo a esta parte. En buena medida le debo a Usted el Archivo que pude copiar en Londres, cuando mi visita en 1950. Las copias de la  correspondencia entre el ministro inglés Gore y Lord Strangford y la de éste con el Restaurador, a las que tuve acceso en el Foreign Office, las llevé conmigo al exilio y quedaron a salvo de las garras de los cipayos.

Adjunto a ésta, le hago llegar el trabajo “Prolegómenos de Caseros”, realizado a partir de esas fuentes que son para mí, oro en polvo, que evidencian el patriotismo del Restaurador, ante los ataques arteros de la antipatria.

En el trabajo, cuya lectura sé que será de su agrado, leerá las cartas de lectores que le dirigí día tras día al Mitre que en 1952 estaba al frente de ese periódico ruin que fundó el canallita aquél. Era cuando alzaba mi voz contra las presiones que ese medio ejercía sobre su Gobierno para que se celebrase el centenario de la abyecta y ruin batalla de Caseros; que lejos de ser celebrada, debe conmemorarse como uno de los jalones más funestos de la historia sudamericana.

Ocurrida en febrero de 1852, a unos pocos meses del nacimiento de un gran hombre que al igual que el restaurador antes, que Usted cien años después, sería destinatario del odio de los cipayos y desde luego, del amor de su Pueblo.   

Aludo, desde luego mi General, al Dr. Hipólito Yrigoyen. El estadista cuya obra fue compendiada por Ley 12.839, promulgada por Usted y en el que cupo una destacada intervención como Senador de la Nación, para honra de su memoria y recuerdo de las generaciones venideras.

El estadista, cuya prédica me reconforta en los momentos difíciles, como este. Por lo cual, me permito finalizar esta misiva recordando su verba luminosa, cuando nos dijo:

Mañana, pasado mañana, tal vez, pero algún día, fatalmente, en alguna vuelta del camino argentino los pueblos comprenderán… y, desde la cumbre, midiendo la profundidad del abismo en que nos debatimos hoy, se maravillarán de haber podido ser lo que somos actualmente. Qué importa qué se diga, hoy como ayer, con tal que vayamos… qué importa también que brame la tormenta: todo taller de forja parece un mundo que se derrumba… Y que importa, además, que seamos todos, hoy como ayer, los mismos merodeadores del hambre y de la sed humana: una estrella brilla sobre los campos de nuestra ignominia. Créanlo… Bordeando precipicios que apenas entrevemos al pasar, hacemos historia que los siglos reconocerán gloriosa”.

A la espera de encontrarlo con buena salud, recomendándole saludos a su señora esposa doña María Estela, a quien ya tendré el gusto de conocer, saluda al señor General Juan Domingo Perón, su Seguro Servidor.

Diego Luis Molinari

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