lunes, 23 de marzo de 2020

Diario de la cuaretena. Día 3.

Ha pasado ya el tercer día y si algo alivia pensar en eso, también pesa tener presente cuánto queda por delante.

Algo haremos para tolerarlo.

Por primera vez me despierto con feos síntomas: nada distinto a lo que le sucede a una persona de mi edad que viene llevando un estilo de vida no muy saludable que digamos, pero en este estado de cosas, esta molestia para respirar (aunque derivada, seguramente, de un reflujo gástrico) no ayuda demasiado.

De todos modos, no es tiempo para hipocondrias. Tampoco para volver sobre reproches al colchón que compré, al consejero y a mí por haberlo hecho o haberme dejado estar cuiando era inminnente el parate, ante mi espalda en ruinas. Si ayer hice gimnasia (hoy retomaré), vamos a dedicarnos, también, al yoga.

Tampoco son días para disentir. Todos, todas y todes estamos felices (hermosa palabra que evita echar mano a neologismos horrendos) con el presidente y sus medidas. A mí me agrada mucho Fernández. No tan conforme y de acuerdo estoy con la medida que decidió: cerrar al país durante tanto tiempo y advertir que esto podría seguir unos días más.

Pero lo dije al inicio, no es hora de joder a la Comunión de los Santos.

Encerrarse y callar.

Como sea, sueño muchísimo cada noche, cada momento en el que concilio el sueño.

Recuerdo uno de los tantos de anoche: un jefe nuevo me ponía a prueba. Me tomaba examen.

A diferencia de lo que me sucedería en otro sueño o en la vida real no me angustiaba la alternativa.

Yo, ante el caso que planteaba en una charla previa al examen, lo tapaba a preguntas. Él se molestaba pero al otro día me daba una carpeta con antecedentes que me servirían para sortear eficazmente el examen: "con esto, te sacás un diez", me auguraba. No hacía trampa, o eso interpretaba yo. Parecía premiar mi entusiasmo.

Giraba todo (parece que concilio poco el sueño, que descanso nada) sobre la prohibición de contacto. En este caso relacionada con la violencia de género.

Y entre los antecedentes, uno en el que había intervenido yo. Un abogado con el que trabajé hace muchos años, me instaba a firmar un escrito que debía firmar él y yo lo hacía. Si bien no discrepaba con la decisión tomada el nuevo jefe decía algo así como: "ves, esto es lo último que se tiene que hacer".

Había firmado un pedido de suspensión de un juicio oral. Era por violencia de género. En el escrito, el defendido por mí (acusado de violencia de género) se comprometía a no ejercerla más sobre la mujer con la que convivía. A los años, el tipo la mataba. Y se hacía el juicio nomás, esta vez por homicidio calificado por el vínculo.

Yo advertía mi firma al pie del convenio y se la mostraba al nuevo jefe, que se sorprendía mucho y simulaba estar de acuerdo con lo que había hecho, o suavizar la crítica anterior.

Mi firma era la que usaba cuando era chico, larga, con mi apellido escrito al medio. Diez centímetros (o más) tenía esa firma. Con los años fui achicándola un poco más cada año: primero la inicial, una hache bien vertical. Últimamente, firmo con una mosquita ínfima, parte de esa inicial.

Entre tanto, iba a la casa de Cacho, de mi gran amigo. Que vivía en efecto en una casa: Lebretón 90. Veía el cartel de catastro en la entrada y un anuncio del estadio de fútbol del Pato Fillol, uno que hace muchos años existía en Olazábal y Conesa y ya no existe más.

En su casa, escuchábamos a Fernández hablar sobre la pandemia. Como estaba el papá de Cacho, Miguel, me tragaba los comentarios (aunque al final me despechaba con un elogio, que él aprobaba), sólo decía una y otra vez que tenía una carpeta con documentación para estudiar para un examen.

Fin del sueño.

En fin, este diario viene siendo algo parecido a una bitácora onírica. No sé qué sentido tiene seguir escribiendo (cuando el solo acto tortura aún más mi espalda torturada); pero vamos a seguir.

En otra entrada, una reseña de todo el cine que ando viendo.





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