miércoles, 24 de marzo de 2010

24




Desde 1983 a la fecha cada 24 de marzo propuso evocaciones y significados acordes con el paradigma instalado según la época.

Así, las significaciones de este 24 de marzo, a la vez de ser producto y consecuencia de los 33 anteriores, aparece en mi mirada imbuido una vez más por una producción cinematográfica que integra una constante de expresiones realizadas en ese terreno y que al igual que otra análoga en el tema tratado, mereció un sonado Oscar de la Academia de Hollywood.

Aludo al “El Secreto de sus Ojos”, de Juan José Campanella y a “La Historia Oficial”, de Luis Puenzo, premiada precisamente, el 24 de marzo de 1986.

Ambas películas premiadas ocuparon, se dijo, la temática común de la violencia estatal, aunque desde miradas distintas condicionadas tal vez, por el clima de época en la que se produjeron y acordes con la propuesta cultural de las experiencias políticas imperantes.

La particularidad, tal vez caprichosamente destacada, de esa coincidencia ocupará las reflexiones de la entrada, puesto que, más allá del denominador común del premio internacional, los discursos propuestos acerca de lo vivido en el país durante los años de la violencia estatal traducen la elaboración que ha venido haciéndose desde 1983 a esta parte respecto de esa etapa funesta.


***

“El Secreto…” propone un relato dentro de otro.

Cuenta Campanella (en la primera producción alejada de esa atmósfera nostalgiosa y paralizante de las anteriores, resumible en aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”) la reconstrucción de un evento que marcaría la vida de uno de sus protagonistas, oscuro empleado judicial que en el marco de su labor cotidiana se interesa en el esclarecimiento de un crimen pasional acaecido a pocas semanas de la muerte del general Perón, que conmueve y pone en juego su vida, hecha hasta entonces de rutinas, renuncias y cobardías.

Jubilado de su empleo en los Tribunales porteños, el personaje compuesto por Ricardo Darín, pretende novelar los hechos a finales de los años noventa (“presente” de la película) y de ese relato se desprende la evocación de una realidad que delataba una violencia implícita que lo condicionaba, confiado hasta entonces, al igual que su compañero de trabajo y el viudo de la víctima del hecho que reconstruye, en la estructura judicial como herramienta reparadora y escudo protector ante la violencia con la que convivían.

La novedad de “El Secreto…” en el universo de películas que se ocuparon de la temática destacada, radica en el foco que hace Campanella (mediante una alteración temporal que decide, respecto de la relatada en el libro sobre el cual trabajó) en los años de Isabel Perón y el andamiaje represivo construido desde su gobierno, en particular, desde el ministerio de Bienestar Social a cargo de José López Rega.

La relevancia del dato que señalo –motivo de debates varios a partir del estreno de una película tan difundida- se subraya desde, más allá de la contextualización que propone el director, la inclusión de la persona de Isabel Perón en un momento clave de la película –con impeorable compañía- y la subsiguiente escena que se juega en el citado ministerio, maqueta del “Altar de la Patria” incluida, delirio-símbolo del paso de López Rega por esa desdichada administración.

Decía que hizo ruido esa evocación, que la compacta audiencia alcanzada por la película y el premio referido vienen a resaltar, particularidad que me permito emparentar con uno de los paradigmas instalados a partir de 2003: la equiparación y el condigno juzgamiento de los delitos cometidos desde el Estado con anterioridad al golpe del 24 de marzo, por caso, la presidenta que Campanella integra al reparto de su película llevaba al momento de su estreno más de dos años de arresto domiciliario en España, imputada por crímenes análogos al reseñado en ese filme.

“La Historia Oficial”, traída al recuerdo en estos días, propone un discurso bien diferenciado de la que viene reseñándose, no obstante comparta una sintonía –mucho más estrecha- con la propuesta cultural de la alternativa política gobernante entonces.

Llama la atención, evaluada retrospectivamente con injusticia, la mirada de una incorrección política actualmente indigerible del motivo central de la producción de Puenzo, siendo que la trama que se cuenta hace pie en el relato del “descubrimiento” del horror represivo vivido hacía un ratito nomás, por la esposa de un empresario que había prosperado económicamente en ese tiempo en sociedad con gente del régimen, para colmo, madre apropiadora de una niña de cinco años.

Esa revelación llega a "Alicia" (protagonista excluyente de la película) por boca de una amiga íntima suya, vuelta del exilio en Francia que iniciara a poco de producirse el golpe, quien le relata las penurias vividas en un campo de concentración y referencia durante ese diálogo, que en ese ámbito de crueldades otras compañeras de encierro parían niños que les eran arrebatados y entregados a familias que “no hacían preguntas y se los llevaban”, confesión que dispara una incertidumbre en la regularidad de la adopción de la niña de 5 años.

“Alicia” (vaya nombre) se ve impulsada a una búsqueda de la verdad que acepta a costa de la peor consecuencia.

Es, mirada insisto con injusticia, “La Historia Oficial” una película didáctica, tranquilizadora de los sentimientos encontrados de sus destinatarios, una platea de clase media urbana, por tanto ex adherentes más o menos fervorosos a la dictadura saliente –la película se filmó en 1984 y se estrenó al año siguiente- que transitaban entonces un derrotero de espantoso deslumbramiento como el de “Alicia”.

Nada supieron entonces y venían a azorarse en los estertores de la dictadura de la violencia estatal y la propuesta de que la esposa de un cuasi integrante de ese régimen hubiera sido igualmente ignorante operaba como un bálsamo eficaz a tanto clasemediero bien pensante que había elegido mirar para otro lado durante largos siete años.

Hablaba de injusticia en mi mirada, en tanto el desarrollo de esa temática desde entonces a la fecha. Puesto a ser honesto, debo consignar que la filmación de esa película, como la implementación de la política de Derechos Humanos instada por el gobierno radical de Raúl Alfonsín, fueron plausibles desde su audacia.

Su evocación remite a ese discurso hecho a medida del comentado restañamiento culpógeno y en especial desde la traducción de la propuesta, de escasa ética política y parejo apego a la realidad vivida, conocida como: “teoría de los dos demonios” acuñada entonces por el alfonsinismo gobernante, que equiparaba la violencia de las organizaciones armadas con la desplegada como respuesta, desde el Estado.

Dos escenas de la película dan cuenta de lo que viene postulándose: hacia el final, el personaje de la amiga de “Alicia”, compuesto por Chunchuna Villafañe, encara al marido de aquélla (Héctor Alterio), produciéndose entre ambos una discusión hecha de desprecios y odios mutuos. Como colofón del encontronazo, una vez que Alterio le recuerda a su pareja de los años turbulentos, entonces desaparecida (“Pedro”), ella significativamente le contesta que él y “Pedro” eran lo mismo, “las dos caras de la misma moneda”.

Por fin, “Alicia” lleva al living de su casa a la abuela de la niña que había apropiado con su esposo, Madre de Plaza de Mayo, escena capital del filme.

Luego de que Alterio maltratase a la abuela de “Gaby” y la echase de su casa como a una “loca” (una inmensa Chela Ruiz), ésta recoge la pancarta con la que había asistido a una marcha, y antes de irse besa a “Alicia”.

Había señalado la patente incorrección política de la trama vista retrospectivamente y la escena comentada no podía resumir de una manera tan gráfica esa idea: una víctima del terrorismo de Estado besa a una victimaria aunque frívola o imbécil, en absoluto inocente.

Cuesta no encontrar en ese beso cierto ideal del alfonsinismo gobernante. Una reconciliación así graficada, superado el juicio trascendental –y único en el anhelo de muchos de sus integrantes, tal vez, el Presidente mismo- a los principales responsables de la dictadura pasada que se desarrollaba mientras era exhibida la película en los cines del país.

Ahora, encuentro en la remota obra de Puenzo y en la más cercana de Campanella otro común denominador, desde que las víctimas del terrorismo estatal que allí se tratan o aluden no eran militantes comprometidos con las propuestas de las organizaciones terroristas.

El personaje de Darín y su amigo muerto en “El Secreto…”; la hija y el yerno de Chela Ruiz y el jugado por Chunchuna en “La Historia Oficial”, son personas alcanzadas por la represión estatal o paraestatal ajenas a esas militancias extremas, recurso que tal vez propuso, en especial en la película de Puenzo, la empatía de las audiencias a las que eran dirigidas con el drama vivido por sus personajes.

Esa particularidad se reitera y es más inquietante en la reconstrucción hecha del secuestro y desaparición de jóvenes estudiantes secundarios en la ciudad de La Plata en septiembre de 1976, reflejada por Héctor Olivera en “La Noche de los Lápices”, estrenada contemporáneamente a la premiada película de Puenzo.

Prolífico director, ideológicamente emparentado con el gobierno de Alfonsín, Olivera manipula el relato sobre el cual construye la trama que involucró a esas víctimas jóvenes de la dictadura. A diferencia de la verdad histórica, e incluso del libro sobre el cual se realizó, omite la película consignar el involucramiento decidido de los adolescentes secuestrados en la lucha armada, en especial en la persona de Claudia Falcone.

En contraste con ello, Olivera relata la desaparición de esos chicos fruto de la movilización organizada en el marco del reclamo instado por una tarifa diferenciada en los transportes de esa ciudad en tiempos de Isabel Perón, verdad reitero, sólo parcial de las razones que se proponen, decidieron el secuestro de esos adolescentes.

Aunque no haga falta aclararlo, en nada lo que se dijo puede perseguir la justificación de lo injustificable, la particularidad se resalta en tanto permite dar cuenta del clima de época post dictadura y el tratamiento que de la militancia armada se hacía desde el cine, correlato del asumido en otros ámbitos –las organizaciones de DDHH, entre ellas- cuestión que excede las pretensiones de esta entrada.

El ocultamiento de las víctimas como activistas de las organizaciones armadas, no sólo se imbricaba en la lógica de la mentada “teoría de los dos demonios”, sino como se anticipó, daba cuenta del persistente rechazo, en particular, de los sectores medios de la sociedad que habían apoyado más o menos activamente a la dictadura militar, en particular ante el imperativo de ordenar una sociedad desquiciada por aquellas militancias.

Por caso, el peronista Fernando Solanas, transita una senda similar a la del alfonsinista Olivera, en las dos películas que estrena en esos años: “Tangos. El exilio de Gardel” y “Sur”, reflejos de los padecimientos sufridos por exiliados latinoamericanos en París y por quienes se quedaron en el país, respectivamente.

Las dos películas no proponen la temática del perseguido por su militancia armada, ni siquiera hay un personaje involucrado en esas luchas: nadie del heterogéneo y sufriente grupo de exiliados de “Tangos…” lo había sido; tampoco “Floreal” protagonista de “Sur”, ni siquiera el amigo desaparecido que decide su encierro aparece vinculado de ese modo.

Las propuestas de Solanas así, subrayan la evidencia del tabú que infiero existía entonces respecto del reflejo cultural del padecimiento sufrido durante la represión por los agentes de la guerrilla, en tanto la relación aunque tangencial de su autor con esas propuestas, bien que reivindicada en “Los Hijos de Fierro” de 1975 y en el involucramiento en ambos proyectos de Envar el Kadri, epítome de una organización con la que se encarnizaron los militares de la dictadura.

El cambio se operaría en el terreno que se destaca, como respuesta a la solución de conciliación definitiva que viene a proponer Carlos Menem a partir de los indultos ordenados al comienzo su primera Presidencia.


Durante el momento (aparentemente) menos propicio para el tratamiento de la temática vindicativa de los delitos cometidos por la dictadura, Lita Stantic estrena la película: “Un muro de silencio”, primera expresión, tal vez, que relata el secuestro y el padecimiento de un militante involucrado en la lucha armada y el de su esposa e hija menor de edad.

Si “El Secreto…” propone el relato de un relato, “Un muro de silencio”, cuenta una película dentro de otra, dirigida –la ficcional, por cierto- por una directora inglesa (jugada por Vanessa Redgrave) quien ante todo se sorprende por el desinterés de la sociedad argentina de los años ’90 de repasar una tragedia tan cercana, sorpresa que se vuelve azoramiento al enterarse de que ese temperamento es compartido por la esposa supérstite de ese militante que protagonizaría su filme.

Aunque morosa, la película es interesante y valiosísima, siendo su principal atributo la escena de cierre: la niñita hija del militante desaparecido y su compañera es entonces una adolescente que se involucra con más interés que su madre en el rodaje de esa historia que por cierto, le pertenece tanto, convenciéndola de la importancia de ese inesperado repaso biográfico que propone la directora británica.

Así, la última escena discurre ante un edificio en ruinas en el que se supone funcionó un centro de detención clandestino y se ve a las dos mujeres –madre e hija- de espaldas ante la edificación.

Sin que mediara pregunta, la madre gira hacia su hija y le dice: “todos sabían lo que estaba pasando, todos callaron”. La cámara busca el primer plano de la hija adolescente que a diferencia de la dulzura inocente que demuestra a lo largo de toda la trama aparece ahora con la mirada triste, aunque enérgica.

A esa generación dedica Stantic su obra y hay en ello vis profética, innegable resulta que más allá de las convicciones que animaran a los Kirchner a desandar el camino iniciado con las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida” en materia de juzgamiento de los delitos de lesa humanidad, el factor determinante de su reinicio han sido los hijos de los desaparecidos, cuando en los albores de la recuperación democrática habían sido sus madres.

Ha sido tal vez, influjo de los hijos que buscaban reconocerse desde la reivindicación de sus padres, que la agenda cultural de mediados del menemato vino a ocuparse de los militantes de las organizaciones armadas, sin los traumas y complejos de los ‘80s. Ejemplos son muchos, para lo cual me remito a un trabajo compilado por Claudia Feld y Jessica Stites Mor: “El pasado que miramos”, Ed. Paidós, válido para todo aquel que quiera abundar acerca del tema tratado con profundidad y desde luego, el rigor científico del que adolece esta entrada.

Que se ha hecho demasiado extensa, por lo que procuraré apresurar su conclusión.

Esa nueva mirada a la represión desde un relato sin verdades a medias o tapujos, aparece acentuada desde el documental: “Cazadores de Utopías” de David Blaustein, “Montoneros. Una Historia”, de Andrés Di Tella y “Errepé” de Gabriel Corvi y Gustavo de Jesús, las dos primeras de mediados de los ’90, la última de 2004.

Previsiblemente, estos documentales convocan a militantes de las organizaciones armadas reprimidas por el terrorismo de estado, proponiendo un discurso reivindicativo de sus pasados y pertenencias, sin dejar al margen críticas puntuales a determinado evento o personaje.

Empero, una vez más encuentro más significación en las ficciones realizadas en ese momento que en algún sentido transitan la senda propuesta por Stantic en “Un muro de silencio”.

En el último año de Menem se estrena una película capital en cuanto al tema que se trata: “Garage Olimpo”, de Marco Bechis, inmejorablemente recibida por la crítica como deplorada por el gobierno en retirada.

Dijimos que “La Historia Oficial” y “El Secreto…” en mayor o menor medida expresaron el ideario cultural en la materia de los gobiernos vigentes al momento de su filmación a punto tal que fueron esas administraciones las que promovieron sendas nominaciones de esas películas para la competencia en la que se consagraron. En cambio, el saliente gobierno menemista, ante esa posibilidad, desdeñó a “Garage Olimpo” en detrimento de… “Manuelita, la tortuga” de García Ferré.

Es la película que se reseña una de las más brutales en materia de reflejo de lo vivido en esos años, por lo pronto, según creo, es la primera que hace foco en los “vuelos de la muerte” practicados en esos años, pero sobrecoge desde un relato del encierro concentracionario de una crudeza mucho más efectiva que productos como el comentado de Héctor Olivera y de la posterior y fallidísima “Crónica de una fuga” de Israel Caetano.

Puesto que “Garage Olimpo” propone –desde el recuerdo de su director, que pasó por las mazmorras del “Atlético” en esos años crueles- una descripción cuasi banal, burocrática de la cotidianeidad de la represión en los campos de concentración, tan alejada del grotesco torturador monstruosamente sádico que vejaba adolescentes y mortificaba embarazadas compuesto por Alberto Busaid en “La Noche de los Lápices” o al parejamente perverso torturador de “Crónica…” jugado con torpeza y patetismo por Diego Alonso.

Los torturadores de la película que evoco son laburantes, que como en una oficina, se gastan bromas (a través de una cámara de CCTV un “compañero de trabajo” se burla del otro porque al detener a un secuestrado no había sido cuidadoso, por haberle encontrado disimulada antes del acto de la tortura una pastilla de cianuro entre sus ropas) y por cierto, se quejan de la “carga laboral” que supone torturar a otro detenido fuera del horario establecido.

Desde luego que no hay una mirada comprensiva del director-víctima hacia ellos, sólo que, retratándolos al natural, sin exacerbar sus miserias para consumo de un público infantiloide, lograba especial éxito en el propósito que se había procurado.

Hay una historia de amor, que complica todo y lo vuelve más indigerible, sobre lo que no me voy a extender, sólo destaco que la potencia de la mirada de Bechis se subraya en la cotidianeidad de los represores que su filme refleja en el ámbito del centro de detención, como destaqué, y a su vez en el trayecto del torturador “Félix” (Carlos Echeverría) del albergue en el que residía hasta el chupadero.

Se lo observa, al pasar, tomando una cerveza en uno de los paradores de las terminales de tren, como uno más, munido de un maletín donde llevaba la picana eléctrica. Infiero que Bechis, víctima de otro “Félix”, retrata a ese criminal como uno más entre otros que igualmente podrían serlo o compartían con desinterés un ámbito de refrigerio con un criminal presto a continuar con su faena abyecta y cotidiana.

Ese ingrediente novedoso en la temática que viene a introducir Bechis, inaugura una vuelta de tuerca en la agenda de Derechos Humanos que desarrollaré durante las conclusiones de esta entrada, que porfía en no concluir.

Puesto que lo dicho –con el arbitrio que imprimo a todas las apresuradas opiniones que dejo caer en este espacio- me retrotrae a “El Secreto…”, dado que al igual que en “Garage Olimpo” la siniestralidad del relato hace pie, por lo menos en mi impresión, en la anotada cotidianeidad de una represión, solapada o explícita, aunque siempre, presente.

El quinteto protagónico de la obra de Campanella de alguna manera se conduce, está condicionado, por dos personajes de una centralidad opacada y decisiva: el juez del Juzgado de Instrucción, Dr. Fortuna Lacalle (un formidable Mario Alarcón) y el exonerado funcionario a sus órdenes, Romano.

Si en el segundo, la decisión de participar del aparato represivo estatal aparece evidente desde el vamos (es quien insta o permite que en una Comisaría se apremie a dos albañiles falsamente imputados por la comisión de un delito gravísimo) y se acentúa al final, cuando despedido (¿?) de la justicia por ese evento pasa a revistar en las filas del ministerio de López Rega, con la finalidad de “cazar subversivos”, como confiesa a su ex compañero y enemigo Espósito y a la joven Secretaria del Juzgado, Menéndez Hastings; el juez Fortuna Lacalle, para quienes tenemos un pasado en la estructura judicial es un personaje demasiado reconocible, desde su carencia absoluta de interés y contracción laboral, sin que ello suponga una generalización que sería, una vez más sobre la base de mi experiencia, injusta.

Ese juez, patético, que llega a su despacho con un bolso y una raqueta de tenis, para firmar oficios y sentencias que no lee siquiera por arriba, desde que se auto declara insano, ese personaje simpático, aunque chanta, al integrar el aparato formalmente represivo del estado, conocerá con lujo de detalles las andanzas extra-laborales de sus empleados.

La escena en la que el juez los amenaza haciéndoles saber a sus díscolos empleados que de sus vidas, todo conocía hasta el menor detalle –escena macabramente risueña, por otra parte- anticipa en mi mirada las consecuencias carísimas que uno de esos amonestados sufrirá meses más tarde ante la desobediencia y desafío de su parte a las órdenes de quien, el superviviente, menospreciaba como un “imbécil”.

Prometo que esto termina.

Un nuevo eslabón de la mirada fílmica de ese pasado que quiero aludir es la complejísima obra de Albertina Carri: “Los Rubios”, en tanto relata la clandestinidad y desaparición de sus padres durante la dictadura. Carri en el marco de la constante destacada, lejos de ocultarla, pone a la luz la militancia de ambos y acentúa la complicidad civil ante ese infortunio.

Es un filme revulsivo, complejo, doloroso, desde la búsqueda íntima de la realizadora, recorrido que aparece reflejado en la película misma, en la cual una actriz (Analía Couceyro) la representa, pero a su vez la propia Carri en su rol de directora, marca su interpretación y entrevista a personas que tuvieron relación con sus padres, así fuera casual, a poco de que fueran secuestrados.

Es ese marco el que decide el título de la película, cuando una vecina de la casa en la cual se produjo el secuestro del matrimonio (que Albertina Carri mediante una provocación demasiado impactante reproduce con muñecos “Playmobile”) recuerda a “los rubios”, que vivían en ese tiempo en la cuadra y se ensaña con esa “hija de puta” (en alusión a la madre de quien la entrevistaba) quien cuando fue interceptada en la calle por el grupo de tareas, habría sindicado como suya la casa de esa vecina, que sería allanada por la patrulla militar.

El desprecio con que, en términos de Horacio González, esa arpía suburbana alude a las personas secuestradas y su contento con ese final, dicen mucho acerca de la complicidad y en este caso, el decidido apoyo de una porción significativa de la población a la represión llevada a cabo por la última dictadura militar.


***

Como deslicé al inicio de esta entrada, la agenda gubernamental y cultural en materia de debate y juzgamiento de las consecuencias aún vigentes de la represión ilegal desde el Estado, han ido de la mano; como puede verificarse desde aquella tentativa acotada (aunque fundacional) del alfonsinismo de los ’80 de propender a un juzgamiento ejemplar y acotado, hasta estos días de procesos múltiples y según parece, para nada definitivos.

Que se impulse esa política con tanta decisión por parte de la administración de la presidenta Fernández, supone una reactualización indispensable de ese debate en el que tantas cuitas quedan por ventilarse, con un implícito reconocimiento a las víctimas de esa cacería.

Por todas, el rol de una sociedad, en especial de una clase media, que en el mejor de los casos como la “Alicia” de “La Historia Oficial”, miraba para otro lado, sino apoyaba con decisión la profiláctica limpieza perpetrada.

Será por eso, infiero, que a Cristina se la odia tanto.

Me voy a la Plaza, que se me hizo tarde.

Dedicado a Cachito.

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