martes, 14 de enero de 2020

Como aquella princesa del librito de cuentos. Eva Perón en España (cuarta parte. Lillian, la amiga fiel)

Recapitulemos.

Dije en la primera entrada de esta saga que volvería a escribir sobre el periplo de Eva Perón en España en el año 1947. Viaje realizado en respuesta a una invitación del dictador español Francisco Franco al Presidente argentino, general Perón, en el marco de la relación bilateral que (aunque se había iniciado en 1942) se relanzaba durante esos años en razón a las enormes dificultades que ambos Estado sufrían como consecuencia del fin de la Segunda Guerra Mundial.

Había dicho, también, que Perón había decidido que en su representación fuese su esposa quien, para 1947, ni remotamente ejercía el liderazgo que forjaría a su regreso.

Que fueron meses difíciles para ella y para él.

Difíciles, en especial para Eva, quien encaraba una tarea extraordinaria: proseguir la relación que Perón había construido con las distintas dirigencias sindicales desde la Secretaría de Trabajo y Previsión entre 1943 y 1945, a la vez que desplegaba (y materializaba ella misma) un dispositivo  de asistencia social inédito en alcance y magnitud.

Con las enormes resistencias que el despliegue de ambos suscitaba, dentro y fuera del país.

Debería estar ocupándome de otras cuestiones que me urgen sin embargo, sin saber bien porqué ni para qué, sigo con esta reconstrucción casera, aunque rigurosa e intelectualmente honesta. Con mi escritura ripiosa, caracoleada que viene y que va, que avanza y que retrocede. Sigo para relatar un periplo que ya ha sido demasiado contado.

Tal vez por eso. Porque ha sido demasiado fabulado, demasiado manoseado y (antes y ahora) evocado para construir torpes falacias alrededor de Eva y del gobierno que representaba.

Hubo una reciente publicación (que aludí en la primera entrada y no volveré a mencionarla) con cuya lectura empañé mis días de descanso reciente, hiel que me instó a reescribir mi lectura sobre el paso de Evita por España.

Aunque ahora, bien aconsejado, decido eludir toda referencia al autor de ese panfleto (y a su panfleto) como a las obras de la serpiente que sisea las patrañas publicadas por editorial Sudamericana en 2017.

Por varias razones: desgano, repugnancia y astucia, que aunque no me sobre tengo bastante como para eludir conferirle relevancia (desde este modesto bazar) a las provocaciones de quienes quieren que leamos y escribamos la escoria que ellos editan.

Sobran tribunas de doctrina y otros ámbitos acordes para la difusión de estiércol con pie de imprenta. En este pago, este torpe escriba (pobre, pero limpito) seguirá en la suya.

Aunque del viaje de Evita se trate y, naturalmente, el protagonismo sea el de la esposa del general Perón, en esta entrega quedará (quizás) en un segundo plano. 

Porque la protagonista de esta entrada es Lillian Lagomarsino de Guardo. 



 "A comienzos de 1947 -memora Perón- nos llegó una invitación especial para una visita a España. Aquel viaje lo rehusé de entrada: cuestiones relevantes de gobierno nos obligaron a tal rechazo. Para no decepcionar a los amigos españoles nos pareció oportuna la ocurrencia de proponer que en mi lugar sea Eva la visitante. No me constaba que mi mujer hubiera traspuesto la frontera argentina, sino para cumplir un breve compromiso en Montevideo, de modo que me interesaba verla manejarse lejos de mi férula. Viajar es comparar, ayuda con la perspectiva a crecer […]. Una vez que aceptamos la propuesta sometimos a Eva a un aprendizaje riguroso en sus aspectos formales y de fondo. Llamamos a la princesa María Pía de Borbón, señora de Padilla y entró en contacto con una insigne dama burgalesa, esposa del Agregado Aeronáutico español, quien estaba al tanto de la conformación sociopolítica del poder español y sus vicisitudes internas. Un pequeño grupo de acompañantes a manera de séquito, les prestaría escolta. Sumé a la comitiva al armador y amigo sincero, don Alberto Dodero, que costeó sus propios gastos, el doctor Alsina, médico de mi mujer y al escritor Paco Muñoz Azpiri, que se había casado la noche anterior. Para que Azpiri alcanzara a subirse al avión, hubo que demorar la aeronave, que ya empezaba a carretear sobre la pista, en tantro su flamente cónyuge se desmayaba a nuestro lado" (Enrique Pavón Pereyra, Vida íntima de Perón. La historia privada según su biógrafo personal, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2011, pp. 116/7).

Los recuerdos del evento que Perón confió a su biógrafo durante sus años de exilio madrileño nos ayudan a encontrar los motivos de la elección de la persona de Evita para que lo representara en ese viaje de Estado, quien enumeró una serie de acompañantes respecto de los cuales nos vamos a ocupar en futuras entradas (con especial atención al escritor Paco Muñoz Azpiri). Aunque subrayamos que cometió la injusticia de omitir en el detalle a la persona (tal vez) más importante de esa comitiva: la protagonista de esta entrada.

Hija de una familia de inmigrantes italianos que había prosperado merced a la venta de sombreros. De hecho, el apellido Lagomarsino se asoció de antaño con esa prenda tan característica en los hombres de todos los estratos sociales hasta bien entrados los años sesentas. La holgura económica del hogar familiar le deparó a Lillian, nacida en 1911, la formación propia de una niña bien, sin llegar a ser una damita oligárquica.

Casada desde muy joven con el médico odontólogo Ricardo C. Guardo, militante de las filas del radicalismo yrigoyenista quien, durante el decisivo año 1945 integraba como consejero el Consejo Directivo de la Facultad de Ciencias Médicas. Función a través de la cual conoció a Perón cuando integraba el gobierno de facto presidido por Edelmiro Farrell. Cautivado por el carisma y las ideas del ascendiente coronel (a quien acompañó durante las jornadas de octubre de 1945 al igual que tantos radicales), fundaría el Centro Universitario Argentino, en compañía, entre otros, del médico Ramón Carrillo, mediante el cual se reclutaban universitarios que apoyasen la fórmula Perón-Quijano para las elecciones de febrero de 1946.

Cuando Guardo fue candidato a Diputado Nacional electo por la Capital Federal, elegido por el presidente Perón para la presidencia de la Cámara de Diputados. Cargo que desempeñó hasta 1948, cuando iniciaría un tiempo de ostracismo del que algo diremos. Anticipo que algunos explican ese declive en el final de la relación entre su esposa y Eva Perón finalizado el viaje de 1947.

Tanto se dijo, se escribió, se conjeturó y se injurió sobre los largos dos meses compartidos por ambas mujeres en Europa que Lillian en 1996 publicó un libro titulado "Y ahora... hablo yo" (Editorial Sudamericana) que mucho voy a consultar. En el trabajo, la autora no sólo refiere al detalle las alternativas del extenso periplo europeo, sino que relata pasajes de su vida, de su noviazgo y matrimonio con Guardo y de la relación íntima que forjó con Evita entre 1946 y su regreso al país del dichoso viaje, cuando el vínculo entre ambas se rompió.

Antes de seguir corresponde realizar una aclaración indispensable: si voy a consignar algún detalle de esa relación y del abrupto final, no lo hago para desparramar chismes de alcoba o anécdotas banales que procuren desnudar miserias humanas. No escribo para eso. Aunque muchas citas transiten esa senda (en especial las de nuestra apreciada e inefable Alicia Dujovne Ortiz) si me detengo en eso lo hago porque consolida la hipótesis que desarrollé en otra entrada respecto de la débil personalidad política de Evita entonces (lo cual, subraya la magnitud del éxito de la gira).

Como también destaca uno de los aspectos mas criticables del régimen peronista, (de las personas de Evita y, también, de Perón): la permeabilidad de ambos a la habladuría, al chisme, la preferencia a los adulones, alcahuetes, arribistas, a la gentuza de esa laya.

Con las excepciones del caso, puede advertirse que el paso de los años de gobierno peronista fue acompañado por la caída en desgracia de dirigentes capaces, aunque poco afectos al servilismo como Luis F. Gay, Domingo Mercante, Arturo Jauretche y, por supuesto, Ricardo Guardo.

Lo escribimos ya, y conviene reiterarlo ahora: el viaje que se preparaba era un evento de proporciones y la apuesta de Perón de hacerse representar por su esposa, muy arriesgada, no sólo por la entidad de la misión en sí, sino por las expectativas que creaba entre las dirigencias de ambos gobiernos.

Con eco en la opinión pública: A comienzos de febrero de 1947 la prensa argentina ya publicaba la noticia de que Evita tal vez visitara España en el mes de abril. El tema fue aparentemente la causa de una disputa entre los dirigentes peronistas y pronto, para decepción del gobierno franquista, la partida de Evita fue dilatada y la visita se convirtió en ‘una gira por Europa’, de la cual España era sólo una escala. De ese modo, primero el Vaticano se agregó al itinerario; un mes después se anunció que recorrería también Italia y luego de otro mes, Francia fue agregada a la lista. Hubo rumores, asimismo, sobre una posible visita a Gran Bretaña que al final no se realizó. En cambio incluyó a Portugal y Suiza en su gira por el Viejo Mundo; lo cual informó a su canciller el embajador de España en Buenos Aires, José María de Areilza (todo un personaje sobre el que volveremos), que: “se hizo pública para diluir un poco el exclusivo viaje a España, que asustó ciertamente, en los medios oficiales de Relaciones Exteriores de [Buenos Aires].”(El pacto Perón Franco, cit.,).

Volvamos a los preparativos del periplo. Refiere Marysa Navarro con minucia: “El 8 de febrero de 1947 la prensa argentina publicó la noticia, no confirmada de que [Evita] visitaría Sevilla y Madrid en un futuro próximo, invitada oficialmente por el gobierno español. En el mes de marzo, el gobierno argentino aceptó oficialmente la invitación y el 5 de mayo, anunció que Evita partiría el 6 de junio […]. Mientras la cancillería argentina preparaba los detalles de la gira, Evita, sin interrumpir sus tareas diarias, se ocupaba de la ropa que necesitaría en su viaje y de la comitiva que la acompañaría. Asunta, la primera costurera de Heinrette, y Juanita, […] serían de la partida, para cuidar los numerosos conjuntos que había comprado en dos casas de moda […]. Julio Alcaraz, su peluquero y amigo de muchos años, no podía faltar. Se conocían desde la época en que era peinador de los Estudios Pampa Films […]. Desde que Perón ascendió a la presidencia, iba todos los días a la residencia para componer los aparatosos peinados entonces de moda, que Evita lucía. Además de peinarla, durante el viaje, Alcaraz cuidaría sus joyas, guardadas en una valija de cuero de chancho que Perón le prestaría. Alberto Dodero, el magnate naviero y nuevo amigo personal de Perón y Evita [quien] estaba siempre dispuesto a ir a Europa y se ofreció para guiar sus excursiones, una vez concluida la visita oficial. Antes de partir, en el aeropuerto, le regaló un ‘espectacular’ collar de brillantes. A pedido de Perón Lillian Lagomarsino de Guardo accedió a acompañarla. Francisco Muñoz de Azpiri y Emilio Abras, de la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia, también vendrían, aquél para escribirle sus discursos y éste para fotografiar todas las instancias de la gira. Además de Juan Duarte, los tres edecanes presidenciales que la acompañaban en los meses previos a la partida […] también formaron parte. El grupo se completó con el médico personal de Dodero, su valet y el padre Hernán Benítez, viejo conocido de Perón y ahora amigo de Evita" (en cit., 159/160).

Como anticipé, a poco de cumplirse medio siglo del viaje, Lillian Lagomarsino de Guardo recordó las alternativas de la invitación de Evita para que la acompañase durante ese periplo, convite que viniendo de quien venía no pudo rehusar. Fue tanta la insistencia de Evita para que la acompañase, sorda ante las excusas de su amiga-colaboradora quien se excusaba por su condición de madre de cuatro hijos el menor, de apenas dos años de edad. Como cita Navarro, hasta el propio Presidente intervino, instándola a que acompañase a su esposa, porque sino, tal vez Evita no afrontaría la misión.

Hogar que ya venía desatendiendo desde los inicios del gobierno cuando, por voluntad de la propia Eva la acompañaba a sol y a sombra: "un día me llamó a las seis de la mañana, como de costumbre: -Lillian, pídale a Ricardo que le preste el auto y trate de venir enseguida. -No, Señora, ¡eso no lo puedo hacer! Ricardo no me deja usar el auto oficial, pero no se preocupe, enseguida estoy allá. -No Lillian, yo le mando un auto. Desde entonces todos los días alrededor de las siete el auto de la presidencia se paraba en la puerta de casa. Al llegar estaba generalmente Atilio Renzi, que era el administrador de la residencia, que supo cuidar a la Señora y serle fiel; Irma su mucama de siempre, incondicional; Julio Alcaraz su coiffeur que le hacía esos horribles peinados, llenos de rulos en lo lato de la cabeza, armadosm y a quien pude convencer posteriormen te para que lo hiciera de otra manera. Tomábamos un té y salíamos rumbo a la Secretaría de Trabajo donde nos esperaba Isabel Ernst, su secretaria, una alemana muy competente en cuestiones gremiales […]. En la Secretaría yo me limitaba a mirar, sentada en una silla desde un costado. Varias veces le expliqué : -Señora, yo no cumplo ninguna función acá, usted hace una obra admirtable y otda esa gente que espera viene porque quiere verla a usted, yo en realidad no hago nada y mis hijos me necesitan en casa. -¡Ay, Lillian! Usted está sentada ahí, yo la miro, usted me sonríe y eso... ¡eso me da una gran tranquilidad!" (Y ahora..., cit. pp. 96/7).

Debe decirse, ya que estamos, que a Lillian (y a Guardo) les costaba decirle que no a la Señora: contra la voluntad de ambos suspendieron las vacaciones en Mar del Plata con la prole ante el pedido de Evita a Lillian de que no la dejase sola. Evoca en sus memorias que con Guardo: "resolvimos que los chicos fueran con mi suegra, y empezamos a viajar los fines de semana a Mar del Plata. Todos los viernes a las diez de la noche en Constitución, tomábamos el tren, que esperaba nuestra llegada para partir. Los guardas del tren tenían orden de no despertarnos al llegar a Mar del Platas, y más de una vez nos encontramos en un vagón dejado en un desvío de la estación" (ídem, p. 116).

Como dijimos, Dujovne Ortiz se solaza al analizar "las causas de la fascinación" que Lillian Lagormasino ejercía sobre Evita, aunque consiente que: "es verdad que para luchar contra las malas lenguas necesitaba una amiga católica, esposa y madre irreprochable. También es cierto que Lillian la podía guiar en la elección de su ropa, ahora que Evita se atrevía por fin a pedírselo. Pero tanto si amaba como si odiaba, Evita no conocía límites. Y Lillian padeció su amor como se padece una catástrofe natural" (cit., pp. 246/7).

Llegó al fin, el día de la partida de la comitiva oficial argentina a España, el 6 de junio de 1947 en horas de la tarde, que partiría desde la base aérea de El Palomar. Evita fue objeto de una despedida de proporciones considerables, con la presencia del elenco gubernamental en pleno, Perón a la cabeza.

Registra Navarro que Evita había llegado a la terminal aeroportuaria: “acompañada de Perón, visiblemente nerviosa, excitada. Saludó repetidamente a la multitud que gritaba su nombre y después de dar un último beso a Perón, subió la escalerilla del DC4. Este aparato, especialmente acondicionado para el viaje, había sido puesto a su disposición por el gobierno español, que también le mandó dos acompañantes, el marqués de la Chinchilla y el conde Foxá. En otro avión de la  FAMA, viajaban su equipaje y el de sus acompañantes (cit. p. 161).

Lillian por su parte recordó haber llegado descompuesta por el llanto de la despedida de sus hijos, hinchada la cara y dio detalles del vuelo: "apenas despegó el avión, la Señora se arrodilló en el asiento y, mirando hacia atrás, nos habló a todos; aunque el mensaje iba más bien destinado a los hombres. Hizo hincapié en la necesidad de hacer quedar bien a nuestro país. Nos dijo que los ojos del mundo estaban puestos en este viaje. Que cada uno se cuidara y pensara lo que tenía que hacer, especialmente que tuvieran cuidado con las salidas no oficiales. Eran muchos hombres solos, y los quería prevenir, especialmente creo que se dirigía a Juancito [su hermano] y a don Alberto [Dodero]. También habló de las compras y pidió mesura" (cit. p. 122).

También dio cuenta del ánimo de Evita ante ese viaje, de sus deseos de conocer Europa, aunque desde el vamos le confió a su amiga-consejera-sufre-lo-todo el miedo que la aquejaba: "varias veces me preguntó: -Lillian, ¿si el avión se cae, usted en quién se acuerda? -De los chicos" (ídem). Ese temor se transformó en terror una vez llegadas a España. Desde la primera noche madrileña, instaladas en El Pardo, Evita la hizo llamar cuando Lillian estaba en camisón no deseando otra cosa en el mundo que dormir. Obediente, como siempre, acudió al llamado de la Señora quien empezó a darle charla. Los minutos, las horas fueron pasando y al borde del colapso Lillian le sugirió que se fueran a dormir, porque al día siguiente la agenda estaba muy cargada: "entonces, me miró con desesperación, y con gran humildad me dijo: -Lillian... ¡tengo miedo! - Ni una palabra más, me quedo acá", le contestó (ídem, p. 129). Desde entonces, ambas mujeres compartieron las habitaciones de los distintos ámbitos en los que se hospedarían hasta mediados de agosto.


Se quisieron mucho las dos amigas.

La hermosa foto de arriba lo prueba. Compartirían algún acontecimiento de la solemnidad de los que las venían agobiando desde el 6 de junio anterior.

A Evita se la ve distendida y feliz. Con el gesto de una reacción espontánea como pocas veces antes, durante y después de ese viaje se reflejaría en ella, siempre dramática, tensa, apasionada o con sonrisas pensadas para la posteridad. En la foto, en cambio, se ríe con ganas. Y también más hermosa aún de lo que era: la frescura de la sonrisa que captó la cámara, la inclinación de la cabeza y la mano que cubre parcialmente el rostro (como quien quiere disimular el gesto) en dirección a Lillian. Todo sugiere que le cuchicheaba algo muy divertido a su amiga leal. Cuya expresión es igualmente elocuente, con su sonrisa de dientes blancos, más elegante que la de Evita, aunque igualmente expresiva de la gracia compartida.

Como dije: arriesgo que quienes compartieron esas pequeñas complicidades en circunstancias como las que vivían, al menos durante ese tiempo, se querían mucho.

Correspondería que me ocupe de la recepción de Evita en Madrid, pero la entrada se ha hecho demasiado larga y es bueno que paremos aquí.

Máxime cuando deseo cerrarla con una referencia a los Guardo (Ricardo y Lillian) y lo que sobrevendría al eclipse de la estrella de ambos, post viaje europeo de 1947.

Lo dije y lo reitero: no le hallo diversión a tejer conjeturas patéticas, no debe agudizarse demasiado el ingenio para deducir qué puado haberse dicho acerca de las razones del alejamiento de las amigas. Sólo me limito a destacar la sorpresa de Lillian por esa circunstancia, explicable en alguna intriga cocinada respecto de su esposo. Digamos: que la ascendente Evita se apoyase tanto y de tal modo en la esposa del presidente de la Cámara de Diputados ha de haber encendido múltiples alarmas en la cohorte de alcahuetes que ya empezaba a asfixiar al matrimonio presidencial.

Lo cierto es que Guardo dejaría la presidencia de la Cámara a manos de Héctor Cámpora. En breve, también su banca, recluyéndose en su hogar, recuperando el tiempo perdido en esos años de vorágine full-time.

Sin embargo, no quedaría indemne de la furia de los Liberadores en especial, a partir de la llegada a la presidencia de Pedro Aramburu: interdictos sus bienes, asilado Guardo en la embajada de Haití en Buenos Aires, cuando se le concedió el salvoconducto para partir, comenzó su exilio, primero en Chile y luego en el Uruguay.

Lillian se quedó sola en Buenos Aires, sujeta a los aprietes de las múltiples fuerzas de seguridad que sin motivo legítimo alguno la hacían citaban compulsivamente, víctima a su vez de una decena de allanamientos ilegales en su domicilio asistiendo, como podía, a su marido exiliado y a sus compañeros de infortunio apelando a lo que sea (el contrabando hormiga de sweaters, por ejemplo. Cada integrante de la familia que viajaba a Chile a ver al padre, llegaba con cinco o seis pulóveres puestos, uno sobre el otro).

Terminada esa dictadura, se acreditó la legítima procedencia de todos y cada uno de los bienes que integraban el patrimonio de los Guardo-Lagomarsino y por los beneficios de la ley de amnistía promulgada por el presidente Arturo Frondizi en 1958, Ricardo Guardo retornaría al país.

Ejercería durante el gobierno de Isabel Perón funciones como embajador argentino en el Vaticano y por un breve lapso (a semanas del golpe militar de marzo de 1976), ocuparía el Ministerio de Defensa. Falleció en 1984.

Lillian en cambio, tuvo una larga existencia, falleció en Buenos Aires a los 101 años de edad, habiendo tenido oportunidad de dar nuevos testimonios, concordantes con las memorias que hemos repasado, siempre que se la consultó.

Trabajo en el que dejó una reflexión interesante cuando comenzaba a relatar las ordalías que ella y su familia debieron padecer a partir de 1955 cuando se acusaba al doctor Guardo y a otros funcionarios de haber perpetrado: "el 'delito de traición a la patria', en el que habían incurrido hasta los miembros del Congreso de la Nación desde 1946 en adelante por otorgar tanto poder al general Perón, por lo que se trataba de una 'asociación ilícita'. ¡Todos en la misma bolsa!". E instaba, en 1996: "´¿Cuántas veces los argentinos ponemos a todos en la misma bolsa? Lean despacio y piensen ustedes; en los radicales, en los peronistas, en los gremialistas, en los sacerdotes, en los militares, en los banqueros, en los musulmanes, en los funcionarios, en los periodistas, en los judíos, en los policías, en los jueces; larga es la lista. ¿Tantos ladrones, tantos inmorales, tantos corruptos? No puede ser. Hay algo que no cierra. ¡Tratemos de surpimir las etiquetas!" (idem, p. 192).

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