martes, 28 de enero de 2020

Como aquella princesa del librito de cuentos. Eva Perón en España, año 1947 (décima parte. Relaciones peligrosas: los Perón y el Conde de Motrico )

"No olvide de visitar en seguida a la señora del presidente. Le espera con impaciencia", le había advertido un funcionario de la Cancillería argentina al flamante embajador español en la Argentina que llegaba con la delicada misión que desarrollé en la entrada anterior.


"Llevaba yo el encargo [recordaba José María de Areilza 27 años después] de condecorar con la Gran Cruz de Isabel la Católica a Eva Duarte, cuyo otorgamiento había sido publicado en el Boletín Oficial de Madrid en las listas del primer de abril. La cruz que le regalaba el Gobierno era una auténtica joya con perlas, brillantes y rubíes, labrados con primor. Se preveía que además Evita viajara a España en visita oficial poco después y que queda yo facultado para, sobre el terreno, discutir con ella y el presidente todo lo relativo al itinerario, programa, séquito y calendario definitivo del acontecimiento. Me pareció correcto no visitarla, sin embargo, hasta que pasara mi ceremonia de acreditación. La noche de éste, el día 23 [de mayo de 1947], en los amplios salones de la Casa Rosada apareció Evita, por primera vez, entre la turbamulta de ministros, dignatarios, edecanes, funcionarios, periodistas y público que se sumó al acto. Iba vestida con un traje de tarde, elegante, de corte parisino indiscutible, con rutilantes joyas y con una chaqueta de visón. Me saludó fijando en mí sus penetrantes ojos oscuros que acentuaban más la palidez amarilla de la piel y el rubio trigueño de sus cabellos, peinados lisamente hacia el mono. Tenía una mirada inquisitiva, alerta, dura, de persona que está poseída por una ardiente misión. 'Le llamaré un día de éstos para que venga a verme', dijo. A poco fueron las fiestas de mayo y hubo en el teatro Colón una función de gala a la que asistimos mi mujer y yo, y en la que volvimos a saludar a la esposa del presidente, espléndida en su traje de noche ataviado con una soberbia riviere de brillantes. 'Mañana venga a usted a verme -me espetó-. Ya le dirán la hora" (Areilza, Así los he visto", cit., pp. 189-190).  

A casi treinta años de ese encuentro, perduraba la impresión que le había causado al conde de Motrico su primer contacto con la esposa del Presidente argentino quien, como hemos dicho, aún no era quien sería. Era una mujer joven que comenzaba a desenvolverse en un ámbito que no era el de su actuación anterior que la enfrentaba a tantas acechanzas y no pocos desafíos, como el enfrentarse a ese experimentado y avezado aristócrata español.


Sigamos desandando los recuerdos de Areilza quien, a las siete de la mañana del día siguiente, recibiría un llamado de la propia Evita quien se limitó a  hacerle saber que lo esperaba: "'a las cuatro y media en Trabajo y Previsión, en la planta baja donde está mi despacho. Venga con tiempo porque hay mucho de que hablar", colgó el teléfono, la señora del Presidente, convencida de que el mensaje que le había dejado al embajador español estaba clarito: a las cuatro y media de la tarde de ese día, debía presentarse en el edificio en el que había funcionado el Concejo Deliberante de la Capital Federal, sede actual de la Legistatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


"La orden conminatoria, mezcla de autoritarismo e ingenuidad, me hizo gracia", apunta el embajador en sus memorias, acudiendo a esa entrevista "picado de curiosidad". Realizó una descripción de lo que sucedía alrededor de Evita en su ámbito de trabajo, que por provenir de un representante diplomático extranjero, encuentro atractivo reproducir íntegra.


"Llegué puntual al amplio salón donde Evita recibía a su público. Quien no haya conocido esa época, difícilmente puede imaginarse el tono y el clima del ambiente en que la mujer del presidente despachaba sus infinitos visitantes. Era un continuo clamor y barullo de cientos de personas abigarradas y heterogéneas que esperaban durante horas ser recibidas por ella. Había comisiones con niños; periodistas extranjeros; una familia gaucha con sus ponchos pampeanos, y el paisano con sus largos bigotes negros, sedosos y lacios. Refugiados del telón de acero; fugitivos de Europa; intelectuales y universitarios bálticos; clérigos y monjas; señoras gordas con lentes, gritonas y sudorosas; estudiantes; empleados jóvenes, futbolistas; artistas de teatro y de circo, como en un inmenso y cambiante valle de Josafat".


No se perdió detalle, Areilza. Imaginemos la escena: el aristócrata español punta en blanco, entre ese populacho: gente desgreñada, sudorosa y vital. Cuántos mates de losa habrá rechazado con suaves ademanes que le habrán ofrecido sus compañeros de espera, fascinado y molesto por el destrato que  se le deparaba al hacerlo esperar en menuda compañía.


"Evita [prosigue el relato] sentada tras una larga mesa que presidía el auditórium, tenía ante sí varios teléfonos, un montón de dossiers, tres o cuatro edecanes, dos secretarios e indefectiblemente uno o dos ministros, un grupo de senadores y diputados, gobernadores de provincia, el presidente del Banco Central [nuestro conocido Miguel Miranda] y una nube de fotógrafos y operadores cinematográficos. En medio de este aparente caos, especie de kermesse ruidosa y confusa hasta la locura, Evita escuchaba las peticiones más varias que le eran formuladas, desde un aumento de salarios, hasta un convenio colectivo, pasando por una vivienda familiar, un ajuar, ropa de niños, puestos en una escuela, alimentos, permisos para rodar un filme, subvenciones de toda índole, denuncias contra abusos del poder, interviús, homenajes, mítines, inauguraciones, asambleas femeninas o entrega de regalos y donativos. Evita era incansable. Mantenía el agotador show durante horas y horas hasta bien entrada la noche. A veces interrumpía la audiencia para trasladarse a un salón contiguo del mismo edificio en el que dirigía la palabra a un grupo de peronistas o de trabajadores en un improvisado mitin político. Hablaba con voz ronca, algo metálica, rápidamente y sin cuidarse mucho del vocabulario o del contenido ideológico del discurso. Su único tema era la lealtad y la exaltación a la figura del general Perón en términos inflamados y muchas veces elementales, casi infantiles".


Interesante relato, en el cual se esconde, bajo mil capas de ironía, admiración y asombro ante el personaje que retrataba y la ímproba tarea que llevaba adelante.


Más adelante refiere Areilza el diálogo que sostuvo con Evita quien lo recibió, sin reserva alguna, una vez que el embajador llevaba juntados un par de litros de orina, quien directamente le dijo, fiel a su estilo: "'sé que viene usted a torpedear mi viaje a España. Y que trae la condecoración para imponerla en Buenos Aires, evitando que yo tenga que ir a Madrid a recibirla de manos de Franco. No lo niegue, porque estoy enterada de todo. Hasta de cómo es la condecoración que guarda usted en su Embajada. Nuestro servicio de información es perfecto. Ya lo irá usted notando'. Ante aquella avalancha [apunta Areilza] reaccioné con calma y serenidad. Traía, en efecto, la cruz, creyendo que la deseaba tener en su poder antes de su viaje. Pero no tenía el menor deseo de imponérsela oficialmente, si ella prefería que lo hiciera personalmente el Generalísimo en Madrid. Aquella misma tarde se la mandaría a su residencia para que la incorporara a su colección. Y en cuanto al viaje tenía instrucciones amplísimas para fijar a su conveniencias el itinerario y las fechas".


Ante ese comentario, Evita se concentró en el programa que habría de conversar con Areilza, plagado de compromisos y de visitas que excedían el interés de ella en la gira. Recuerda el diplomático que le dijo "el programa que me ha mandado nuestra Embajada en Madrid es una birria. Hay que cambiarlo todo. Quiero actos populares, estar en contacto con la gente, con los descamisados de su país... Han querido suprimir mi viaje a España enemigos míos y enemigos de su Gobierno. Dentro del propio Gobierno argentino tengo ministros que no son leales a mí, ni al general. Se lo digo para prevenirlo contra ellos. Son capaces de cualquier intriga con tal de perjudicarme. También los gringos se han movido para pedirme que no viaje a España y su embajador aquí, se lo ha dicho claramente a Perón. A mí los gringos no me importan nada. Iré aunque no les guste. Hasta la Nunciatura se ha movido para impedir que fuese hasta Roma a ver al papa con ocasión del viaje. Son las señoras de la oligarquía porteña las que han metido la manija para que el viejo pajarón reblandecido del Vaticano se asuste y diga que no me recibe. Por cierto, que también su señora debe de ser oligarca por las joyas que llevaba la otra noche en el Colón" (ídem, pp. 191-192).


Atónito, Areilza escuchaba a boca de jarro esas opiniones que pretendían amedrentarlo (con poco éxito), al tiempo que una primera figura del gobierno argentino compartía con el embajador español confidencias, intrigas palaciegas y juicios categóricos sobre figuras prominentes de la política internacional de entonces (el presidente de los EE.UU. Truman y el papa Pío XII, ni más ni menos); algo desusado por completo en contextos como ese, lo que acentuaba en Areilza la sorpresa y la fascinación ante la personalidad que tenía ante sí.

Ese primer encuentro inauguraría una relación política y personal entre el embajador español y el matrimonio presidencial, la cual hemos referido en la entrada anterior, hábilmente utilizada por el astuto diplomático merced a la cual se llegaría con rapidez a la firma del Protocolo "Franco-Perón". Intimidad propiciatoria de cortocircuitos que enturbiarían la relación entre los dos Estados.


Ese trato preferente, apunta Rein, provocaba que: "en los salones de Buenos Aires, que en ese entonces era un caldo de cultivo de rumores -a veces difamatorios o intencionadamente  maliciosos- se hablaba de relaciones íntimas entre Areilza y la Primera Dama. Sin entrar a juzgar la veracidad de esas habladurías, es indudable que molestaban a Perón y a Evita, que por una parte querían deshacerse de Areilza mas por la otra, temían confirmar esos rumores"


A su vez, destaca otra cuestión a mi criterio medular: la inexperiencia de Areilza en el terreno diplomático lo cual, sumado a sus aires aristocráticos y a su ambición y ostensible avidez, conformaba un contexto propiciatorio de  los conflictos que vendrían: "el problema principal de Areilza se debía a que la suya no era una carrera diplomática y consideraba su cargo en Buenos Aires como una parada temporal en su progreso hacia la cumbre del gobierno español. Se esmeraba en cumplir de la mejor manera, por algún tiempo, sus funciones de embajador en la Argentina y anotarse un logro importante: un acuerdo económico que garantizara la provisión de cereales a la España hambrienta. Pocos meses después de su arribo, y especialmente después de que el Protocolo Franco-Perón fuera suscrito, comenzó a mostrar signos de impaciencia y deseos de regresar a Madrid para ocupar un cargo todavía más alto. Si a ello se agrega su actitud patronal y arrogante, propia de un aristócrata español, hacia los latinoamericanos, puede comprenderse que pronto se haya convertido en una fuente de tensiones e irritación para muchos argentinos. Cuando el embajador de España comenzó a formular críticas y ridiculizar a Evita en particular -aludiendo a rumores sobre su pasado-, así como al peronismo y a los Perón en general, eso ya entrañaba un agravio y atrajo un golpe de gracia" (Rein, El Pacto...", cit. p. 202).


La cita de Rein es elocuente y alimenta la especulación de quien escribe acerca del origen de los rumores sobre las relaciones amorosas entre Evita y Areilza: el mismísimo conde de Motrico.


Areilza, con su empaque y su título nobiliario, se consideraba irresistible para la morocha arrepentida que cortejaba para conseguir el trigo que Franco necesitaba para que su régimen no sucumbiera.  Ahora bien, y más allá de la generosa autopercepción de Areilza nos preguntamos; ¿Evita, tendría amores con un aristócrata (oligarca, en su mirada) maduro? Eso sí que era conocerla poco y conocerla mal.


Sospecha que refuerza su condición de bocazas, dizque en su patria, que además de prodigar versiones propias de un macho menguante respecto de una mujer joven y hermosa que lo había deslumbrado, decía otras cosas tan o más inconvenientes, que tanto hicieron para enfriar la relación que había venido a consolidar con su designación en Buenos Aires. Recordaba Perón en el exilio que: "el conde de Montrico (sic) era un poco, diremos, indiscreto. En rueda con otros embajadores decía algunas cosas, y hacía algunos chistes fuera de lugar. Un día le preguntaron: '¿Ustedes pagan el trigo a la Argentina a sesenta pesos?' '¡Ca' -respondió- 'nosotros compramos el trigo a sesenta pesos, pero que lo paguemos... eso es otra cosa!'" (Rein, cit., p. 204).  


Alicia Dujovne Ortiz consigna una anécdota de la última visita de Areilza a la residencia de los Perón. "un día Areilza estaba en el Palacio Unzué, esperando que Evita lo recibiese, cuando la oyó vociferer: '¡Ese gallego de mierda, que espere!'. Areilza tomó su sombrero y vociferó a su vez: 'Dígale a su patrona que el gallego se va, pero la mierda queda". (de la autora, cit., p. 270).  




Cerremos esta entrada con una cita de la biógrafa de Evita quien se detuvo a analizar la foto anterior, correspondiente al agasajo del flamante embajador español en Buenos Aires al matrimonio presidencial, cuando dio rienda suelta a su pluma cargada de acidez y cianuro, en especial hacia Perón, a quien detesta sin disimulo.


"La fotografía que da testimonio del evento hubiera merecido que se la incinerara de inmediato (tal como a menudo sucede con tantas fotografías de hombres políticos, exhibidas en las paredes y a las que habría que esconder lo más pronto posible, antes de que los transeúntes descubran el verdadero ser oculto detrás de semejantes rostros). Un trío compuesto por Areilza, Perón y Evita nos mira desde esa foto con aire encantado. El caso en la mano explica la exaltación de los rasgos y el brillo de la piel. El embajador tiene la nariz fina y la ceja arqueada de señorito vanidoso, ambicioso y con espíritu cáustico. [...] ha adoptado un aire amable, un poco irónico y revelador de la alta opinión que tiene de sí mismo y de su noble linaje. En el medio, un poco atrás, Perón desnuda una sonrisa que no es la de Perón. Esta vez no la ha encendido para saludar a las masas con los brazos abiertos. Se queda un poco a la sombra de su sombra [...] ni entonces ni ahora la astucia que pliega sus ojos achinados y la sensualidad sin alegría de sus húmedos labios hubieran engañado a nadie que lo contemplase imparcialmente. Apoya apenas la mano con el vaso sobre la estola de armiño de su esposa, como para afirmar -¡pero con qué blandura!- la posesión de ambas,  estola y mujer. [...]  En todo caso, uno de los hombres -Areilza- pareciera decir: 'Mirad qué noble soy. Frecuento a estos nuevos ricos de las antípodas porque tienen cereales, pero en el fondo los desprecio'. Y el otro: 'Miren qué vivo soy. Me dedico al juego que más me divierte: imponerles a mi mujer. Las verdaderas razones del viaje me las guardo. Y lo del trigo para los gallegos, eso lo veremos'. Y ambos expresan sus sentimientos por vías indirectas. Torciendo la ceja el uno y la boca el otro. Sólo Evita, disfrazada como nunca en su vida, con un sombrero blanco puesto como un plato detrás de la cabeza, sus bucles inflados con postizos en zigzag sobre la frente, y todas sus esmeraldas, no parece jugar a nada. Bonita, vulgar y candorosa, irradia una felicidad simple y directa. La actriz es aquí la única inocente que se limita a ser lo que es". (ídem, pp. 270-271).

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