viernes, 17 de enero de 2020

Como aquella princesa del librito de cuentos. Eva Perón en España (quinta parte. El recibimiento: Madrid era una fiesta)

Finalmente, llegó el momento de repasar las alternativas vividas por Eva Perón a partir de su llegada Madrid, la noche del domingo 8 de junio de 1947. La recepción con la que fue agasajada ni bien pisó el suelo de Madrid le habrá bastado para medir la trascendencia de su misión.


Evoca Rein: “Las altas esferas del régimen vinieron a recibirla al aeródromo de Barajas; Franco y su esposa, los ministros del gobierno, los dirigentes del Movimiento, oficiales de las fuerzas armadas y sacerdotes. También fue saludada por una multitud –calculada en casi un cuarto de millón de personas- que la aclamaba, salvas de cañones y numerosas banderas. Al final de la ceremonia de bienvenida, una larga hilera de automóviles oficiales la condujo hasta el palacio de El Pardo a través de las principales calles de Madrid, donde fue calurosamente vitoreada por el pueblo.” (El Pacto Perón-Franco..., cit., p. 55).

El eco de esa llegada en la Argentina tuvo su impacto como era de esperar. No sólo a través de los medios afines al régimen peronista (casi todos, entonces), sino también por la prensa opositora que para 1947, aún tenía algo de aire que respirar.

El corresponsal del diario “La Nación”, consignó la siguiente crónica, pormenorizada y elocuente de lo que estaba sucediendo en Madrid, al detallar la salida de Evita del entonces aeródromo de Barajas al tomar: “ubicación en un coche abierto junto al generalísimo Franco y, precedido por la pintoresca guardia mora, el vehículo tomó por la carretera de Alcalá hasta la Plaza de la Independencia. Todo a lo largo de la ruta que es de más de diez kilómetros, se sucedieron ininterrumpidas manifestaciones al pasar la comitiva. Centenares de miles de espectadores animados por un día magnífico se habían reunido para dar su bienvenida a la esposa del primer magistrado argentino.” (“Madrid recibió cordialmente a la Sra. de Perón”, edición del 9 de junio de 1947).

Se reseña a su vez que, una vez pasada la revista de tropas, la visitante junto con Francisco Franco: “Entre los gritos de ‘Franco, Perón’, constantemente repetidos por el enorme gentío que a duras penas era contenido por un cordón de policía armada […] subieron a un coche abierto. Organizóse nuevamente la comitiva, y rodeada por la guardia mora, se reanudó la marcha hacia el Palacio de El Pardo, recorriéndose en medio de vítores y aplausos la calle de Alcalá, la avenida de José Antonio (antiguamente la Gran Vía), la Plaza de España, la calle de Ferraz, el Paseo de Rosales, desde el cual se divisa el río Manzanares, la calle Moret, la Plaza de la Moncloa, a través de la ciudad Universitaria, a la Puerta de Hierro, en las afueras del palacio donde residirá la Sra. de Perón mientras dure su estancia en Madrid (ídem).

El destino, que suele ser caprichoso, en este caso fue cruel.

Relata el cronista del diario de los Mitre el recorrido del cortejo por las calles céntricas de Madrid como acabamos de leer. Consignó al pasar el nombre de un barrio "Puerta de Hierro" al cual a los lectores del diario no les habrá llamado la atención. No sabían que a partir de los años '60 ese nombre sería mil veces impreso en las páginas de ese diario. Evocado, por tantos, como una esperanza o como el anuncio de una maldición. Sabemos hoy que el esposo de la visitante completaría las dos largas décadas de exilio impuesto a partir de su caída en 1955 en una residencia ubicada en ese barrio de las afueras de Madrid. Nadie sabía entonces que en esa residencia, se alojarían por un tiempo los restos mortales de la propia Evita, cuyo cadáver había sido sometido a un nuevo (ultrajante y despiadado) periplo europeo.

Leamos la prosa alambicada y rumbosa de la crónica del diario español “ABC”: “Minutos después de las ocho y media, hicieron su aparición en el horizonte el avión especial que conducía a la esposa del presidente argentino y, en correcta formación, las escuadrillas que daban escolta, y que en total sumaban 41 aparatos. En este momento el Generalísimo salió al campo de aterrizaje y fue saludada su presencia con grandes vítores y aplausos. El avión especial dio una vuelta completa al campo hasta enfilar la pista principal, y seguidamente efectuó un aterrizaje perfecto. El gentío entonces agitó pañuelos y banderitas saludando a la esposa de Perón […]. El Jefe de Estado español salió a su encuentro acompañado por su esposa e hija y, visiblemente emocionado, besó la mano de la ilustre dama y le dio la bienvenida más cordial y entusiasta. La esposa del presidente argentino, en nombre propio y en el de su esposo, agradeció en emocionadas palabras el recibimiento.” Más adelante, al consignarse las alternativas que rodearon el “memorable recibimiento del pueblo de Madrid”, sigue la crónica: “a las nueve de la noche, se iluminaron la fuente de la Cibeles, la Puerta de Alcalá, la estatua del Espartero y la Gran Vía, que era una verdadera ascua de luz” (“Madrid, desbordó su cordial entusiasmo hacia la esposa del presidente argentino, durante las dos primeras jornadas de su estancia en España”, edición del 10 de junio de 1947).

El dato final no era un detalle menor: como lo consigna Alicia Dujovne Ortiz, por esos días regía una restricción en el consumo de energía eléctrica, enmarcada en los aprietos de la difícil situación que atravesaba España: “la procesión recorrió la calle de Alcalá y desembocó en la Plaza de la Cibeles. El espectáculo era enceguecedor. ¡La puerta de Alcalá, la estatua del Espartero y la Gran Vía, inundadas de luz! Hacía tiempo que los madrileños se habían acostumbrado a una ciudad en tinieblas. Semejante iluminación les hacía concebir mil locas ilusiones. Si el Generalísimo se entregaba al despilfarro, era que confiaba en el resultado de la visita y en la rubia visitante, cuyos cabellos color de trigo parecían confirmar sus esperanzas" (Dujove Ortiz, cit., pp. 278/9).

La multituid que se lanzó a las calles del centro de Madrid para recibirla a Eva superó las especulaciones que el régimen franquista y la comitiva barajaban: "no me menos de cuatro horas fueron necesarias para atravesar Madrid y alcanzar la carretera de El Pardo [recordó en su trabajo nuestra conocida Lillian Lagomarsino]. Comentaban luego los periódicos que se hallaban presentes representantes de todos los sectores políticos de España, aun los opuestos al gobierno de Franco. Por primera vez, desde el término de la Guerra Civil Española, cedían los antagonismos ideológicos a un sentimiento unánime que brotaba en gritos: ¡Viva España! ¡Viva la Argentina"! Tanto el doctor Valentín Thiebaut como el padre Benítez [atención con este nombre, ya nos ocuparemos de él] que se hallaban en la capital española antes de nuestra llegada, coinciden en que una semana atrás era imposible conseguir alojamiento en hoteles ni en posadas. Los comercios habían engalanado sus vidrieras con retratos de la señora de Perón y con banderas. En als esquinas de Madrid se vendían postales a todo color y hasta corr´pian 'Vidas de Eva Perón' en los kioscos. Expresiones todas de un pueblo exultante que echaba mano de todo lo posible e imposible para agasajar a la Señora" (Lagomarsino de Guardo, cit. pp. 126/7).


Cedo a la tentación de esa portentosa recepción y consigno el relato de Navarro: “alfombras, tapices, grandes cantidades de flores y numerosas banderas argentinas y españolas adornaban el aeropuerto. En las terrazas, adolescentes de la sección femenina de la Falange la esperaban con trajes regionales y una trescientas mil personas se apretujaban en las inmediaciones de Barajas. El gobierno español en pleno, encabezado por el general Franco, su mujer, Carmen Polo de Franco, y su hija, la recibieron en primer término. Franco se adelantó y, besándole la mano, le presentó a su familia y a los miembros del gabinete. Mientras una batería disparaba salvas, Evita y franco pasaron revista a las tropas, después subieron a un auto y encabezaron una larga caravana hacia Madrid. A lo largo de la calle de Alcalá, los balcones estaban engalanados y la gente vitoreaba su nombre [el de Evita, no el de Perón, en disonante referencia] junto con el de Franco. Al desembocar en la plaza de la Cibeles, Evita se encontró con un espectáculo feérico, pues allí estaban la fuente, la puerta de Alcalá, la Estatua del Espartero y la Gran Vía chorreando luz. La caravana se detuvo en la puerta de Alcalá para el alcalde de Madrid pudiera dar la bienvenida a Evita y regalarle un enorme ramo de flores […]. Rodeados por la Guardia Mora se dirigieron lentamente hacia la fuente de la Cibeles y allí al Pardo […]. Eran las diez de la noche, pero antes de acostarse, ‘abrumada’ por el recibimiento, pronunció un mensaje radical para agradecer al pueblo español el homenaje que le había tributado y anunciarle que era la mensajera del pueblo argentino trabajando ‘que está construyendo la nueva Argentina’” (Navarro, cit. pp. 162/3).

En ese espontáneo mensaje radial, por la prensa española, Evita confesó encontrarse: “abrumada de agradecimiento por vuestra gentileza, aquí estoy, pueblo de Madrid, corazón de España. No voy a cansaros. Mi mensaje es tan simple como profundo. Mensajera de los afectos de mi pueblo, mensajera de reconocimiento, será también mensajera de la paz que seamos reine de una vez por todas sobre los pueblos del mundo. Digo, y repito, que mi mensaje es simple, porque lo vierte una mujer y porque representa en mi voz argentina la suprema apelación al Altísimo para que derrame sobre todo el Viejo Continente un poco de paz y un poco de tranquilidad. La necesaria para ‘crear’. La necesaria para ‘vivir’. La necesaria para ‘trabajar’ y ‘producir’ para el hombre. La necesaria, en fin para ‘amar cada más a nuestros semejantes y buscar su bienestar en un mundo mejor, más amplio, más lúcido, más cristiano, más unido y más pródigo’”.

Continúa su discurso –en el que no cuesta notar la pluma de Muñoz Azpiri, el recién casado que Perón subió de prepo al avión de Iberia que le llevaría a evita a España-, evocando las desgracias de la reciente guerra civil, poniendo elípticamente sus dramáticas consecuencias, en cabeza de los derrotados. Contrastó esa realidad con la que forjaba por esos días su esposo, la “Nueva Argentina”: “este es el mensaje de los trabajadores argentinos, de esas fuerzas proletarias que en esa tierra surgen y se organizan no con la idea de la lucha fratricida que han practicado algunos pueblos, sino con la idea de la paz y el trabajo constructivo y con la divina consigna de todos los tiempos la de amarse los unos a los otros para erigir un mundo más feliz, más seguro, más tierno […]. He dicho lo que sentimos en la nueva Argentina en la que no hay diferencias y en donde las que pudieran existir irán desapareciendo día a día, conformando así una nueva sociedad. Deseo que conjuntamente con mis votos de amor llegue al viejo mundo –y sobre todo a esta España, pródiga y solidaria- la palabra de mi reconocimiento porque de su tronco provenimos todos los argentinos. Digámosle a ese mundo que fue el de las conquistas y las colonizaciones, y al que la Humanidad todo lo debe, que se acuerde una vez por todas de volver por la defensa de los valores morales, por los que sacrificaron generaciones y generaciones: que sepa ese viejo mundo que NOSOTROS los dignos descendientes de la hispánica tierra, estamos empeñados en devolverle un día centuplicado todo el bien que nos hicisteis, enarbolando la nueva bandera de una humanidad triunfante con el trabajo y la paz.” (en ABC, 10 de junio de 1947, cit.).

Terminado el discurso, Evita, se esperaba, habría de descansar en la habitación que Carmen Polo (un mujer que parecía una villana salida de un cuento de los hermamos Grimm) en palacio de El Pardo, donde arribó la comitiva y los anfitriones.

Describe Lillian Lagomarsino: "arribamos finalmente al Pardo, residencia del Generalísimo [Franco] y su familia; nos habían destinado un ala del palacio, en el lado opuesto a las habitaciones de Franco. Las dependencias para la Señora eran principescas, todo moquetado con alfombra gris; dos salones, un comedor íntimo, su cuarto con una enorme cama de palo de rosa, con dosel de encaje que se sujetaba en el techo por una corona dorado que estaba apoyaba en el techo por una corona dorada que estaba apoyada sobre una gran tarima. El cuarto daba al jardín; tenía un gran vestidor lleno de espejos y un baño. Al lado, mi dormitorio estilo imperio, enorme, con otro baño".

Habrá suspirado al ver tanto lujo y tanta comodidad: después de tanto trajín, rendida, sólo esperaría zambullirse a la cama que le habían dispuesto.

Sin embargo, había que cenar con los Franco matrimonio que en el recuerdo de Lillian: "se desvivieron en atenciones. -Créame usted, señora -le confesó el Generalísimo-, que me ha impresionado más su aplomo y dominio personal que el recibimiento de España, con todo lo grande que éste ha sido, porque le aseguro, ¡aquí jamás se ha visto cosa igual! - Es que siento [respondió Evita] que no es para mí. Yo soy sólo una mujer de pueblo. Es a los hombre y mujeres de mi clase, a los trabajadores a quienes ustedes agasajan. A Francisco Franco [evoca Lillian] le cayó en gracia la espontaneidad de Eva Perón. La sagacidad del caudillo es reconocida. Desde el primer momento advirtió que tado lo que le faltaba a ella de instrucción le sobraba de pasión. Y son precisamente las grandes pasiones las corazonadas, las que empujan a la humanidad" (cit. 127).

Y al fin, bebidos los cafés y culminado el palique de sobremesa, llegó el momento tan anhelado, irían a descansar: "la Señora se quedó con asunta y Jaunita; y yo, después de bañarme, me acosté en esa cama formidable y me dispuse a iniciar mi diario pensando en qué personaje famoso habría dormido en esa cama. Cuando comenzaba a escribir, sonó el teléfono: -Lilliancita, ¿qué está haciendo? -Nada, Señora. Me bañé, estoy en la cama y estaba por empezar a escribir mi diario de viaje. -¡Ah, venga!, vanga a mi cuarto y vamos a escribir juntas. -Cómo no, ahora voy" (ídem, p. 128).

Con resignación cristiana nuestra mártir dejó la cama mullida en la que tantas celebridades de la realeza habían descansado antes que ella se puso su robe de chambre, cuaderno y lápiz en mano, fue a los aposentos de la señora quien luego de consultarle qué andaba escribiendo (aun con sus afectos más cercanos era dueña de una desconfianza infinita) y "seguimos conversando y yo, recostada en un silloncito, hacía la conversación cada vez más monótona, mientras veía que la Señora se iba durmiendo. Después de un rato -como hice siempre con mis hijos-, en puntas pie, me fui acercando a la puerta, estaba agarrando el picaporte y... -¡Lilliancita! -¡Ay. Señora! Pensé que ya estaba dormida y me iba a mi cuarto... _no, no. ¡Quédese!, cuénteme alguna otra cosa. -Señora ¡usted tiene que descansar! Mañana va a tener un día agotador, y va a tener la cara muy demacrada. Entonces me miró con desesperación, y con gran humildad me dijo: -Lillian... ¡tengo miedo! -¡Ni una palabra más! ¡Me quedo acá!. Pasé toda la noche en el silloncitro. Al día siguiente, otra jornada fascinante pero abrumadora. Y a la noche el mismo problema. Yo pensaba: 'mucha justicia social, pero conmigo no corre esa justicia; la Señora no se da cuenta de que duermo en un silloncito de un solo cuerpo, sin poder estirar ni siquiera las piernas" (ídem, pp. 128/9).

A la mañana siguiente de la tercera noche enroscada, aprovechó un diálogo con la Carmen Polo (que le daba charla a Lillian, seguramente para eludir todo contacto con la viajera) a quien le pidió que le gestionase "un catre a los pies de la cama de la señora de Perón", y así poder descansar como suelen hacerlo los seres humanos. Comprensiva, la esposa del dictador le tendió la mano que Lillian le había pedido y ese mediodía: "cuando volvimos a almorzar, para lavarnos las manos subimos a nuestras habitaciones. Encontramos en el cuarto de ella dos camas, dos tarimas, dos coronas y dos doseles de encaje. -Lillian! ¿Qué ha pasado?, me preguntó intrigada}. - No sé, yo le dije a la señora de Franco que me pusiera un catre, pero se le fue la mano... Ella se rió, pero no dijo nada, y así seguimos" (íd.).

Me extendí demasiado en el punto por la empatía que me genera Lillian: su fidelidad, su entrega, son inverosímiles, la ternura con la que trataba a Evita (al irse en puntas de pie de su habitación al verificar que se había dormido "como hice siempre con mis hijos"); y celebramos que masticase alguna puteada cuando escuchaba los discursos redentores de Evita, quien desdeñaba el estado de las vértebras de su amiga leal.

Aunque todo lo que le toleraba a la Señora, no se lo permitiría a nadie y, seguramente, a su vuelta del viaje le habría envenenado la sopa a Guardo si la trataba de Lilliancita.

Gajes, anécdotas de una visita de Estado rutilante, que seguiremos analizando a partir de las entregas que siguen.

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