jueves, 30 de enero de 2020

Como aquella princesa del librito de cuentos. Eva Perón en España, año 1947 (undécima parte. En El Escorial, Plaza Mayor y en una corrida de toros. Mensajes para Argentina)



Volvamos a España. Al 10 de junio de 1947, más precisamente, cuando el agobiante programa protocolar del viaje de Estado le imponía a Evita una visita a El Escorial. Antes de recorrerlo, el dictador español decidió jugarle una apuesta: si no derramaba lágrimas de emoción durante el recorrido, le ofrendaría un gobelino auténtico del Museo del Prado que representaba la muerte de Darío, envite que Franco perdió.

Creyéndola sentimental, el dictador gallego le había dicho: ‘si usted logra contener sus lágrimas a la vista del Escorial, le regalo este tapiz’. Ella ¿verter lágrimas arquitectónicas? […]. Evita, por su parte, definió perfectamente sus emociones en el transcurso de su viaje. Alguien le preguntó: ‘¿No la emocionan las obras de arte?’ Y su respuesta fue: ‘No. Me maravillan pero no me emocionan. A mí lo único que me emociona es el pueblo’”. Según la misma versión, Evita se habría limitado a observar respecto del palacio de Felipe II: “¡Cuántas piezas! ¡Qué hogar para huérfanos podría hacerse aquí!” (Dujovne Ortiz, cit. p. 284).

A partir de entonces, el cansancio (el hastío, también) ante tantas actividades comenzaría a notarse en Evita, quien iría retrasando sus presencias en los tantos ámbitos en los cuales se la reclamaba, actitudes leídas como un desplante de la ilustre visitante a sus anfitriones.

Esa misma noche, luego de la interminable visita a El Escorial, tuvo que tolerar, estoica un agasajo en la Plaza Mayor de Madrid. El extracto del evento en el documental que sigue producido por "Noticiarios y Documentales Cinematográficos" (NO-DO), publicado en canal de Youtube de la RTA Argentina , nos proporciona una idea de la magnitud del acontecimiento. (https://www.youtube.com/watch?v=aBij2feJ9xQ).

Sólo escuchar al locutor del noticiario detallar los números folklóricos que irían sucediéndose a lo largo del festival (sin dejar de tener presente toda la actividad que había antecedido a ese acto y la que vendría), justifica el cansancio de Evita. Uno se la imagina rendida luego de tanto ajetreo, asistiendo al paso de uno y otro cuerpo de danzas tradicionales, con sus jotas aragonesas, muñeiras gallegas, seguiriyas de jerez, las ezpata-dantzas vascas, zarabandas y chaconas mallorquinas, sevillanas. Horas y horas de bailes tradicionales.

Y trascartón: "llega el momento de la apoteosis triunfal. Agrupadas por provincias van bajando las encargadas de hacer las ofrendas por el escenario monumental, en cuyo centro queda la estatuya ecuestre de Felipe III, hasta el estrado que ocupa con el generalísimo la Primera Dama argentina y doña Carmen Polo de Franco. En grandes cestas, son portadoras de los vestidos peculiares de cada provincia española, que son entregadas a doña María Eva Duarte de Perón. Las representaciones van ataviadas a la usanza típica". Más minutos de sonrisas y besamanos a la multitud de artistas que como un torrente dejan el escenario y se abalanzan sobre la homenajeada: "los vestidos del regalo son 51 piezas suntuosas confeccionadas con ricas telas. El ministro de Asuntos Exteriores recoge para entregarlos a doña María Eva los estuches con las alhajas que adornarán estos vestidos. El momento es de una emoción y bellezas incomparables y se desarrolla entre constantes ovaciones y vítores a Franco y a Perón, a Argentina y España."


Al final del documental, con voz cargada de emoción, destaca el locutor: "en la emoción del acto, se evocan las palabras de la embajadora de armonía que es la esposa del Presidente argentino, llegada a España para decir, en el lenguaje conciso y conmovedor de la mujer, su deseo de que la paz reine e impere para todo el mundo, que se borre la inquietud, que reaparezca la sonrisa y el bienestar. Correspondiendo a este deseo, la vieja España, representada aquí por mujeres de todas sus provincias, muestra su  cariño y su gratitud a la hija de un pueblo nuevo y fuerte, con el que nos unen indestructibles lazos de sangre, de idioma y de fe. Y eso dicen también, los aplausos y los vítores que pueblan el ancho espacio de la Plaza Mayor de Madrid, donde la ilustre Dama argentina, abandona con Franco el escenario de la maravillosa fiesta". 

La referencia a "la evocación de las palabras de la embajadora de la armonía", se corresponde con el discurso radiofónico que Evita había propalado desde El Prado para ser emitido en la Argentina.

Considero pertinente una referencia a los dos discursos.


Antecedió su mensaje Francisco Franco, quien hizo llegar un discurso estructurado sobre premisas claras: la magnitud del recibimiento tributado a Evita por el pueblo español, el reconocimiento de la política exterior del gobierno peronista en especial hacia su gobierno, que explica en los lazos de consanguinidad existentes entre las dos naciones que identifica a ambos regímenes; en la actividad común de promover una actitud preventiva ante el avance comunista, temperamento que no era debidamente considerado por las potencias emergente de la guerra, en especial los Estados Unidos, que equivocadamente combatían a España mediante un aislamiento internacional sólo funcional a la Unión Soviética.

Escuchemos al dictador: “estas hidalgas tierras de Castilla que hoy os devuelven su nombre con esos miles y miles de vítores […] al general Perón, el gran caballero que en horas de general apocamiento se negó a secundar la conspiración comunista contra nosotros, proclamando la ley eterna de la sangre […]. España está viviendo en estos días de la visita de la egregia viajera momentos de grande e intensa emoción. Es el abrazo de la madre y de la hija, que se encuentran después de prolongada ausencia, la vuelta al hogar de la más española y la más querida. El pueblo entero corrobora con fervor las grandes ceremonias populares que desbordan el protocolo de los actos. Son los trabajadores que elevan sobre sus hombros a los pequeñuelos para que vean a la señora y vitoreen a la Argentina; es el campesino que sale a los caminos con sus hijos o da reposo al arado para agitar la bandera con los colores blanco y azul, que manos femeninas en el hogar confeccionaron, es la fe de todo un pueblo que se considera capaz de revivir su vieja historia y que ve en la más preclara de sus hijas la firme esperanza del resurgir hispano; es la afirmación más grande de que, por encima de las particularidades peculiares de cada pueblo triunfan los lazos de la sangre, de la fe y del lenguaje en ese interés común hoy, de servir a la paz y a la justicia.” 

Avanza su discurso con astucia, proponiendo un paralelo entre los héroes de la literatura castellana y pampeana: “Valor y fe son necesarios para enfrentarse con lo estático y lo acomodaticio, y eso se encuentra lo mismo en el quijotismo de vuestros gauchos que en la fe con que se unen vuestros descamisados, hermanos de nuestros fieles, sufridos y leales trabajadores que, como los vuestros, empiezan a creer en la realidad del pan y la justicia; lenguaje éste que no tardará en ser universal entre los pueblos” y reafirma su profesión de fe anticomunista, con una conclusión –y una amenaza- de destinatarios no exclusivamente argentinos; esperanzándose en que: “el mundo empieza a apercibirse de nuestras razones. Lo que muchos hoy proclaman no querer para sus patrias, es lo que ayer nosotros combatimos, y que cuando no se corrige a tiempo no puede lograrse más tarde sin sangre ni lágrimas” (en: "Mensajes a la Argentina. Palabras del Caudillo", ABC, 11 de junio de 1947).

Evita recogió el guante y por primera vez le dio a sus palabras un sentido que no era del agrado del régimen español y que reiteraría en otras etapas de su viaje, al cual le prestaremos atención en esta saga.

Así, sin dejar de reconocer su gratitud por los homenajes recibidos, dejó Evita en claro el sentido pacificador de su visita y propuso que la ligazón entre ambas naciones sea explicada en un nuevo vínculo distinto de la sangre (astutamente corre a la Argentina del lugar de "hija" de la "madre" España): en la condición de “compañeros” de los trabajadores argentinos y españoles. Por último, destacó otra cuestión que tampoco habrá sido del todo bien recibida por sus anfitriones, al subrayar el carácter democrático del régimen político argentino, sostenido por la soberanía popular que mediante el sufragio había decido que fuese Perón el artífice de su destino inmediato, cerrando su discurso con la alocución igualitarista (como alternativa al comunismo, que denostó) que poca gracia causó en los oídos de Francisco Franco.
Dijo Evita ser: “mensajera de paz y de armonía; mensajera de una sociedad nueva, basada en el trabajo de todos ustedes; embajadora de los queridos ‘descamisados’, que agrupados sólidamente detrás de su líder y presidente Perón, están echando las bases de un país mejor viajé a la madre Patria para proclamar bien alto, a toda voz, nuestros ideales, nuestras realizaciones y nuestras esperanzas […] un mensaje de los trabajadores argentinos, de esas fuerzas proletarias que como ya les dije, surgen allá no con la idea de la lucha que han practicado algunos pueblos, sino con la idea de la paz y del trabajo constructivo, bajo la divina consigna de todos los tiempos; la de amarse los unos a los otros, la de ayudar a la sociedad para hacer mejor en un mundo más amplio y feliz. Gracias debo a Dios porque la Providencia me haya dejado hacer llegar este mensaje a todos los ámbitos de España, un país que nos comprende y nos ama. 

Anunció el despunte de la “nueva Argentina”: “en la que no hay diferencias y en donde las que pudieran existir irán desapareciendo cada día conformando así una sociedad nueva. A todos he traducido esta profunda aspiración argentina, este himno de fe en el esfuerzo diario y en la justicia social que practicamos. A todos ha llegado mi voz, que es precisamente la que trasunta la preocupación argentina  para hacer cada día más práctica y más real, para cada hombre y cada familia, la seguridad de la vida y de la esperanza de una sostenida superación. Mi palabra de paz, de reconocimiento, de fe, ha sido escuchada por millares y millares de trabajadores españoles, nuestros compañeros de corazón.” Prosigue con la siguiente identificación: “Los derechos de los trabajadores son la contraseña obligada y la credencial que exhibimos. Al pisar tierra [española] fue bastante para reconocernos y para abrazarnos como viejos compañeros de una misma jornada de trabajo […]. Decirles lo que representa para ustedes [se dirige, naturalmente a sus descamisados] la agotadora jornada diaria de trabajo del general Perón, el presidente que acude a su despacho a las seis y media de la mañana para crear con su presencia, la tónica de la energía argentina y el ejemplo periódica de una exaltación de sus deberes para con el pueblo que le llevó al Poder en los comicios más limpios de nuestra Historia. Decir que esa sensación de optimismo que preside el Gobierno, integrado por obreros reales, por obreros que han reído y llorado junto a sus mujeres y sus hijos y para los cuales el acceso al Poder significa la obligación suprema de seguir la senda de perfeccionamiento que el líder les marcó desde los albores de la Secretaría de Trabajo y Previsión […].  Hablarles, en fin, de ese inmenso engranaje humano y técnico que cada uno de ustedes, desde su hermoso y brillante puesto en el taller, en el campo, en las aulas, en los claustros, están echando a andar el esfuerzo constructivo más impresionante que hayamos visto los argentinos jamás […]. Hombres que salen del pueblo para integrar una efectiva democracia realista y humanista, cristiana y justa.  (en: "Palabras de la Excma. Señora Doña María Eva Duarte de Perón", ABC, 11 de junio de 1947).

Al cronista del diario La Nación, no le pasó desapercibido el giro del discurso de Evita que destacamos al ponderar en su crónica que había sostenido que: “mientras el general Perón sea presidente, la justicia social sería cumplida inexorablemente, sin tener en cuenta el precio que sea necesario pagar ni quien pueda caer”, cerrando la columna mediante un juicio plasmado sin inocencia: “En este discurso, que es el primero que pronuncia desde el mensaje radiofónico que el martes último dirigió a su Patria, la señora de Perón dijo que era portadora de un mensaje de amor de todos los trabajadores argentinos, de nuestros queridos descamisados, para todos españoles. Agregó: ‘Perón está forjando una Argentina más grande y más justa, en la cual no habrá demasiados ricos ni demasiados pobres.’” (en: "La señora de Perón recibió nuevos agasajos en Madrid", La Nación, 13 de junio de 1947).

El día 12, sería objeto de nuevos agasajos, realizándose en su honor una corrida en la Plaza de Toros de Madrid, superada una apretada agenda que evidencia una jornada agotadora para la visitante. La crónica del diario La Nación describe: “La corrida extraordinaria [celebrada] en honor de la señora de Perón resultó aburrida debido principalmente a que era demasiado manso el ganado. El torero argentino Rovira cortó en primer lugar una oreja del animal. Luego el rejoneador Pepe Anastasio se lució clavando varios rejones y dos pares de banderillas. Los rejones, al quebrarse, permitieron ver las banderas argentinas y españolas. Finalmente, brindó el animal el honor de la señora de Perón”, anotándose a renglón seguido el desapego que a partir de ese momento revelaría Evita durante la gira española: “Sin protesta por parte del público, caso pocas veces observado en la historia de la tauromaquia, la corrida en honor de la señora de Perón comenzó 25 minutos después del tiempo indicado, al llegar el general Franco, su esposa y la señora de Perón con un retraso de 15 minutos. Lo que en otra ocasión se hubiera convertido en una gritería de protesta, se convirtió en una cerrada ovación cuando aparecieron en el palco de honor. La señora de Perón iba ataviada con un vistoso traje blanco y mantilla negra, enmarcando un frente de claveles rojos […]. Cuatro veces obligaron los 30.000 espectadores a levantarse de sus asientos a la señora de Perón, a Franco y a su esposa para corresponder a las ovaciones y a los gritos  de “Franco y Perón” y vivas a la Argentina y España (ídem).

Dujovne Ortiz, fiel a su estilo, pone el dedo (todos, en rigor) en la llaga cuando reseña el evento en la arena, sin antes dejar de destacar el detalle de la llegada a deshora de Evita. Pondera, también, la novedad que todo eso suponía para la joven argentina dado que: “en el afán de eliminar toda influencia española, la Asamblea argentina de 1813 había prohibido las corridas. Sin embargo, el matador que toreaba ese día en homenaje a Evita había nacido en la Argentina. Se llamaba José Rovira y no fue su día de suerte. Por empezar, la homenajeada llegó muy a deshora (en lo sucesivo iría exagerando cada vez más ese extraño compartimiento). Pero cuando al fin apareció con mantilla de blonda sobre su rubia cabellera, el público sólo tuvo ojos para ella. Por más que Rovira se contoneara para lucir su talle de avispa y sus pequeñas nalgas, ceñidas por el calzón brillante, todo fue inútil. ‘No vinieron por mí –comentó amargamente-, sino por ella’. El torero vanidoso le ofreció a su ‘Presidenta’ su primera víctima pero, colmo de los males, la estocada final resultó desabrida: el toro era de ésos que se resignan de antemano. Lo que resplandecía con mil fuegos era el palco principal, todo inundado de claveles” (cit. p. 284). 


Nuestra amiga Lillian Lagomarsino registró recuerdos de esa jornada: "el miércoles asistimos a una corrida de toros, a la que también llegamos tarde. La Señora ese día estaba realmente linda con su mantilla negra de encaje y una flor en el pelo. Allí también fue indescriptible el recibimiento de los madrileños. La plaza tenía un aspecto deslumbrante. Lo atractivo no era lo que sucedía en el ruedo, donde derrochaban valentía los diestros más señalados de España, entre ellos el argentino Rovira. Lo lucido del espectáculo eran los espectadores. Especialmente las españolas, con sus alhajas, peinetones y mantillas".

El espectáculo, a Evita no le gustó. Le apenó la suerte del toro que desde que "entra a la arena, ya sabe uno que está condenado irremediablemente a ser sacrificado. No le quedan esperanzas de salir con vida por más proezas que haga. ¡Eso es lo que me hace sufrir!", y ante las excusas de los funcionarios españoles decía una y otra vez: "¡A mí esto no me gusta! Disculpen, me parece un espectáculo de barbarie, ¡qué quieren que les diga!" (Lagomarsino, cit., pp. 132-133)

Hay que imaginarse la indignación de los funcionarios de la crema franquista al escuchar las insolencias de la visitante, esa jovencita sudamericana que además de hacerlos esperar con sus llegadas a deshora, al final del evento, con tres o cuatro palabras vituperaba una tradición de siglos.

Ni qué pensar en la señora de Franco, la Carmen Polo. Que, para colmo de males debía convivir con esa huésped tan especial y que, por pedido del dictador español, acompañarla en todos los actos públicos y en las recorridas (oficiales) que había realizado en los barrios modestos de Madrid. Había estado con ella el día anterior en Ávila; al día siguiente, la acompañaría en la visita a Toledo.

El 14 de junio sería agasajada por la embajada argentina en Madrid, asistiendo a un banquete, previo al cual la compañía del ayuntamiento ciudad de Madrid interpretó en su honor una versión del clásico de Lope de Vega, Fuenteovejuna, que impresionó mucho a la joven actriz argentina.

Franco la despidió de Madrid el domingo 15 de junio al abordar el avión que la conduciría a Granada, próxima etapa del viaje que estamos repasando.

Se encontraba presente su esposa Carmen Polo, que lucía una sonrisa más amplia y más ancha que la habitual. Quizá coincidiera el gesto con la salida de Evita de El Pardo y la dispensa que le había acordado su esposo: a partir de entonces y hasta la visita a Barcelona (desde donde abandonaría España) la Collares no tendría que cargar con el peso de acompañar a tan particular visitante.


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