viernes, 31 de enero de 2020

Como aquella princesa del librito de cuentos. Eva Perón en España, año 1947 (duodécima parte. En Andalucía. Ecos del pasado que juzga y que condena)

Andalucía, siguiente tramo del periplo español, recibió a Evita con parejo fervor al tributado en la capital del país. 

Su primera escala en la región fue en la bellísima ciudad de Granada, siendo recibida por trabajadores que la agasajaron apenas aterrizó la aeronave con la que había volado desde Madrid. 

Hospedada en el hotel “Alhambra Palace”: “por la noche [recuerda Lillian Lagomarsino de Guardo] nos ofrecieron una cena de gala en el Ayuntamiento, y casi a medianoche, ya en la Alhamba, asistimos a una 'zambra gitana' en los jardines del Generalife. Recorrimos el Alcázar árabe bajo una luna artificial  varias orquestas de violines, que no se veían nos deleitaron con una música suave en el célebre Patio de los Leones. Algo encantador, que jamás olvidaré" (Lagomarsino, cit. p. 138)

Una vez más, podemos caer en la cuenta del despliegue que el régimen español le imprimía a esa visita, acorde con el interés vital que para Franco tenía el resultado de la gira de Evita por España la cual, por las razones que voy a  esbozar comenzaba a resultarle una carga demasiado pesada. 

Al día siguiente dejaría una ofrenda floral ante las estatuas yacentes de los reyes católicos de España, Isabel y Fernando, oportunidad evocada por Alicia Dujovne Ortiz con la acidez que ya le conocemos. Dice la biógrafa: "que alguien le hizo notar: “Fíjese usted que la cabeza de Isabel se hunde mucho en la almohada. Según decían, el cerebro de la reina pesaba más que el de Fernando’. ¿Era una maliciosa alusión a su propia inteligencia en relación con la de su marido? Lo cierto fue que Evita (¡ella, siempre tan fiel!) traicionó a su cónyuge lejano respondiendo con una sonrisita: ‘Siempre pasa lo mismo’”, (cit. p. 286).

Vamos a volver sobre las reflexiones de doña Alicia, cuando abordemos el cariz de los discursos que pronunciará Evita en Galicia y en Barcelona, al final de su periplo español, de lo que algo anticiparemos en esta entrega. 

La anécdota que deja caer al descuido Dujovne integra el repertorio clásico de la corriente del evitismo antiperonista, todo un desafío intelectual en el que han porfiado unos cuantos intelectuales argentinos desde los años '70. Formulaciones teóricas que en mi modesto parecer no lograron erigirla en una contra-figura de su conductor y esposo. Es interesante el punto, sobre el cual convenga abundar más adelante.

Voy a prestarle atención a un evento destacado por nuestra amiga Lillian en su trabajo, muy sonado entonces y de la reacción de Evita cuando tomó conocimiento. La firmeza con la que actuó resulta fundamental para comprender en toda su extensión el proceso de construcción personal y política que encaraba, oportunidad excepcional que supo aprovechar.

Al igual que tantas mujeres de ese tiempo (y de los que vendrán) Evita ponía entonces todo de sí para contrarrestar el imaginario que se había construido alrededor de la vida sexual que pudiera haber tenido antes de conocer y casarse con Perón. 

Como lo destaqué en la primera entrada, en razón de su condición de hija adulterina, de su vida solitaria en Buenos Aires desde su primera adolescencia y, esencialmente, por su actividad artística durante esos años, la gentuza adepta a la mojigatería imperante en los ambientes en los que venía desenvolviéndose la consideraba una prostituta.

Vuelvo sobre esta cuestión porque su paso por Andalucía le traería a Evita más de un dolor de cabeza.

El primero (el aludido por Lillian en sus memorias), a manos de su hermano y del magnate Alberto Dodero quienes según lo informado telefónicamente a Evita por su confesor, el cura de la orden jesuítica Hernán Benítez, que en ese momento se encontraba en Madrid, aceitando los detalles de su inminente visita al Vaticano: "se habían ido de 'farras' por las cuevas del Sacro Monte, creándole problemas a la custodia. La Señora estaba indignada. Lo amenazó con enviarlo en un avión a Buenos Aires si no deponía su actitud. El ministro [de Asuntos Exteriores de España, Martín Artajo] había elevado la queja al padre Benítez, haciéndole presente lo que España ofrecía a la señora de Perón, y el gran costo que ocasionaba la custodia en un lugar tan peligroso" (Lagomarsino, cit., p. 138).

Era un daño enorme a Evita el que le había infligido su hermano Juan (ese gandul que mal andaba y peor terminaría), con tanto en juego, expectante de la entrevista que le había concedido el reaccionario papa Pio XII, expuesta a las miradas de España y del mundo. El odio que habrá sentido  Evita entonces hacia esos dos badulaques que, para colmo, habían ido acompañados por los custodios españoles al quilombo granadino. 

Infligirle ese daño a ella, que les había advertido con toda claridad apenas el avión había despegado de la base de El Palomar que debían observar una conducta intachable, como evocamos en una de las primeras entradas de esta saga que se está extendiendo demasiado.

Pendiente, como estaba, de lo que dirían de ella, del recuerdo de un pasado que muchas veces, la avergonzaba, aunque sin motivos, pero que la ubicaba en el lugar incómodo de tener que dar explicaciones por hechos pasados hacía mucho tiempo, como se desprende de la carta que le escribió a Perón a bordo del avión que la llevaba a España, la cual transcribiré en la próxima entrega y que merecerá un desarrollo puntual.

El hecho que tanto amargó a Evita tuvo inmediatas consecuencias cuando tuvo que enfrentar el trago más amargo de su paso por España, al visitar Sevilla.

Si bien es recibida con estruendo, habiendo recorrido en carroza el camino que unía el aeropuerto con el Hotel Alfonso XIII en el que se hospedaría: “donde la esperaba una suite tapizada de brocado rojo y con muebles de museo, mientras jóvenes sevillanas con vestido flamenco le arrojaban pétalos de rosa. Una de ellas había hecho la promesa de ofrecerle la pluma del sombrero de Evita a la Virgen de la Macarena. No se sabe si logró desposeer a la una para engalanar a la otra. Pero si algo resultaba evidente era que, para esta andaluza, tanto la una como la otra eran sagradas” (Dujovne Ortiz, cit., p. 286. para un detalle más pormenorizado remito a: "Es agasajada por los sevillanos la señora de Perón", La Nación, del 18 de junio de 1947) la aristocracia y el clero sevillano la tratarán con desprecio .

Anota, respecto de la cuestión que destacaba, el profesor Rein:  “Los católicos y los conservadores se sentían incómodos ante el espectáculo de una mujer cuyo pasado, conducta y forma de vida contravenían agudamente los valores que ellos pregonaban. Su imagen independiente y sexual, a más del contenido social de algunos de sus discursos, causaban preocupación. No por casualidad, vaya al caso, la prensa española se abstenía de utilizar el apodo Evita, como la llamaban los peronistas en la Argentina. Prefería el nombre completo, al que consideraba más gracioso y enfatizaba más el hecho de que se trataba de la esposa del Presidente argentino: ‘Doña María Eva Duarte de Perón’”, lo que conocemos de la lectura de las transcripciones del periódico español oficialista ABC. Los exponentes de la aristocracia sevillana rehusaron el cuerpo a los agasajos tributados en su honor y el cardenal Segura, parte de Sevilla al tiempo de la visita de Evita: “El Cardenal Pablo Segura, Arzobispo de Sevilla, partió hacia una ciudad vecina para [realizar] ‘ejercicios espirituales’ y según se informó, prohibió a sus ayudantes la participación en los actos organizados en honor de Evita. También los suegros de Juan de Borbón, pretendiente al trono de España, se fueron de Sevilla antes de que ella llegara y muchos de la alta sociedad local, en especial la esposa del alcalde, la ignoraron” (Rein, cit., p. 59-60).

Lillian Lagomarsino recuerda el encuentro entre Evita y su confesor el padre Benítez (el cual creo que debe relacionarse directamente con las habladurías y desteatos que hacían peligrar la delicada gestión ante el Vaticano en el que estaba empeñado): "quien le sugirió a la señora de Perón que cuando fuera a la Catedral dejara espontáneamente una alhaja a la [Virgen de] la Macarena. Efectivamente, cuando la Señora entró en la Catedral gótica, la más grande de España, subió al camarín de la Virgen y le dejó, muy emocionada, un par de aros de oro y brillantes que llevaba puestos" (cit. p. 140).
  
Coincidían esos días con la agudización de la rispidez de las principales figuras del régimen franquista hacia la actividad de Evita en España, tanto por su desapego con las normas del protocolo y las ceremonias oficiales que rehusaba cumplir, sino en especial, por el contacto que proponía con el sufriente pueblo español y por el tenor de sus discursos, cada vez menos conciliables con el credo de la dictadura peninsular.

El clímax llegaría en Galicia, Zaragoza y Barcelona (objeto de la próxima entrega), cuando dirigirá mensajes que perseverarían en aquello que había anticipado en el discurso radial pronunciado en presencia de Franco: la propuesta de una sociedad igualitaria con menos pobres y concomitantemente, con menos ricos. 

Al respecto, consigna Raanan Rein: “Los círculos conservadores de España temieron también por el mensaje potencialmente revolucionario que Evita transportaba consigo. Declaraciones como las que formulara en Vigo ante decenas de miles de personas –‘En la Argentina trabajamos para que haya menos ricos y menos pobres. Hagan ustedes lo mismo’- sembraban por cierto la incomodidad. Era difícil encontrar un común denominador sobre Evita y los ‘pilares de la sociedad oficial española’, particularmente debido al ‘tono demagógico’ de sus discursos ante los trabajadores españoles sobre los placeres de la vida en la democracia argentina de Perón. Esos discursos eran sin duda embarazosos para los miembros conservadores del régimen, que experimentaron ‘una evidente sensación de alivio’, cuando la visita de Evita finalizó” (cit., p. 59).

Norberto Galasso en su biografía de Evita, anota el recuerdo del periodista español Mario Valeri,  a más de treinta años de la visita que repesamos cuando: "un día hablamos con una madrileña muy modesta, modista. Le preguntamos qué recordaba de Eva. Dijo con renovada emoción: 'ella hablaba y nos decía a lazs mujeres que debíamos liberarnos. Franco le tiraba de la falda, quería que se sentara, que noi siguiera hablando. Franco estaba nervioso, irreeconocible. Era en 1947. ¿Usted sabe lo que era España en 1947? Yo veía a esa virgen rubia hablando como los dioses, predicando libertad, libertad en la España de 1947. Sentí un escalofrío que me paralizó todo el cuerpo. cerré los ojos  comencé a rezar. ¿Qué pensé en esos momentos? Lo único que podía pensar, que Franco la iba a fusilar'" (publicado en la revista Vea de España, Año I, n° 26, del 9/5/79, en: Galasso, cit., p. 95).



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