miércoles, 22 de enero de 2020

Como aquella princesa del librito de cuentos. Eva Perón en España, año 1947 (séptima parte: el indulto a Juana Doña)

Terminamos la entrada anterior evocando la multitud que se había reunido en la Plaza de Oriente, para asistir al solemne homenaje a Eva Perón, en ocasión de la imposición de la Gran Cruz de Isabel la Católica, de manos de Francisco Franco. 

Repasamos, con generosidad, algunas de las crónicas periodísticas (la española, a cargo del oficialista diario ABC y las argentinas, la del tradicional diario La Nación y la publicada en el periódico La Hora medio de prensa del Partido Comunista Argentino).

En la misma edición del 13 de junio de 1947 del diario comunista La Hora, dirigido por Rodolfo Ghioldi (miembro del Comité Central del Partido Comunista), al lado de la crónica titulada: "Argentina no estuvo en la Plaza de Oriente", glosa columna sin firma titulada: Dando la espalda a las víctimas para brindar con el verdugo”, de la cual leemos:

El otro día, en la Plaza Oriente, aquel Francisco Franco, sobre cuya cabeza aún chorrea la sangre de los niños españoles bombardeados en Madrid –el mismo a quien Pablo Neruda maldijera proféticamente en un poema eterno-, dijo a sus huestes en presencia de la señora Eva Duarte: ‘¡Y ahora, cantemos los cantos de guerra para que los oiga nuestra huésped!’ Los falangistas repitieron entonces los aullidos de odio y de muerte que coreaban los ‘condottieri’ de Mussolini y los ‘robots’ de Hitler cuando su paso devastador por España. El cable no dice si volvieron a gritar: ‘¡Muera la inteligencia!’ y ‘¡viva la muerte!’, como entonces. Pero es lo mismo. Lo cierto es que obedeciendo al caudillo, cantaron a plena voz, estentóreamente. Y se explica. Es que necesitan hacer mucho ruido para tapar los gritos, los lamentos, las protestas vigorosas que se alzan desde cada garganta española. Vociferando ‘Cara al Sol’. De haberlo querido, la señora Eva Duarte de Perón habría escuchado el auténtico grito que asciende de la martirizada España. Pero prefirió ir a confraternizar con los enemigos del pueblo español, [preguntándose con indignación el columnista] ¿No le ha abierto los ojos a la visitante esa movilización general de la Gestapo española en la Plaza Mayor de Madrid? Los cables informan que fueron revisadas previamente casa por casa, tapiadas las puertas, vigiladas las personas. El dictadorzuelo teme a todo el mundo y hace perseguir a su misma sombra. Sabe que en cada español tiene un enemigo, y contiene al pueblo con ametralladoras mientras sus falangistas siguen machacando el ‘Cara al Sol’. Negándose a aceptar la evidencia, la señora Eva Duarte dijo entonces aquellos de ‘Franco ahincado… en el fervor de su pueblo’. ¡Ahincado sí, pero como se ahíncan las espinas! ¡Como las cadenas y los cuchillos está ahincado el Inquisidor enano en la carne torturada de España!”.

El cierre de la columna es elocuente, cayendo sobre el atuendo de Evita describiéndola: “Demasiado ocupada en variar sus lujosísimos tocados –despliegue poco generoso de su prosperidad ante los famélicos españoles- la señora Eva Duarte ha rechazado la realidad hispana, aceptando en cambio, ese escenario de papel pintado, ese reino de opereta que Franco preparó con fruición. No ha ido a visitar –pese a las reiteradas declaraciones humanitarias- a los españoles detenidos por millares ni a familias de los numerosos fusilados. En cambio, se presenta en los locales falangistas y bautiza con el nombre de nuestro país una brigada del ‘fascio’ peninsular. Nunca ha sido provechoso dar la espalda a las víctimas y brindar con los verdugos. En esta ocasión era más imprudente y menos aconsejable que nunca. La repugnancia que inspira en todo el mundo civilizado esa hechura del Eje que es Franco está expresando con más vehemencia cada vez.” Finaliza la nota, previa evocación de una silbatina pública a la que fuera sometido el embajador franquista en Buenos Aires, con antelación al viaje que se comenta, sentenciándose: “es la más noble evidencia de nuestro cariño por la España a la que la señora Eva Duarte no conocerá mientras confraternice con su verdugo.


El diario del Partido Comunista, claro está, ejecutaba los dictados de Stalin, entonces empecinado, en condenar a España al aislamiento internacional, lo cual he tratado en la tercera entrega de esta saga y sobre lo que volveré en la próxima. Por lo cual, no sorprende la prédica colmada de descalificaciones al régimen franquista; máxime cuando las heridas de la Guerra Civil aún supuraban, evento en el cual se habían involucrado personalmente cientos de militantes comunistas de las regiones más variadas.



Aunque, el calor del odio, nublaba la honestidad intelectual de quien describía de tal modo el paso de Eva por España, quizás desconocido entonces, puesto que lejos estuvo de embanderarse con el franquismo ni, mucho menos, de despreocuparse de la suerte que corrían los millones de hambreados que esa guerra atroz había dejado a lo largo de toda la península, razón esencial de su visita, como hemos anotado reiteradamente.



La periodista y ensayista Vera Pichel, quien tuvo en esos años la posibilidad de acceder a la intimidad de nuestra protagonista y dejó testimonio de ello en el libro que vamos a citar (trabajo consular, citado reiteradamente en las biografías de Evita que vengo reseñando) conversó sobre su viaje a España a su vuelta.

Entonces, Evita le recordó sus primeros días en Madrid: "cuando viajaba en coche llamaban mi atención mujeres mayores sentadas en banquitos portátiles, instaladas por lo general en las esquinas, teniendo en la falda un cajoncito con cigarrillos para vender. Pero lo raro es que no vendían por atado, como estamos acostumbrados aquí, sino de a un cigarrillo o dos. Pasaba la gente y alguien se detenía y pedía un cigarrillo, pagaba con céntimos y seguía su marcha. Pregunté quiénes eran esas mujeres y porqué estaban en la calle vendiendo de ese modo, y me contestaron que eran viudas de la guerra, que habiendo perdido a sus maridos e hijos, así se ganaban algunos centavos por día".

Luego de confiarle a Pichel que cuando ella se interesaba en esas mujeres, el chofer del automóvil en el que se dirigía aceleraba para impedir el deseo de la ilustre visitante de tomar contacto con ellas, confesó que en una ocasión, fuera de protocolo había, visitado el Rastro de Madrid.

"¿Te imaginás una escapada sin avisar a nadie? [confió Evita a su amiga Vera]. Llegamos a media mañana y como yo jamás había estado en un Mercado de Pulgas, como se le llama esa actividad, el Rastro me impresionó. Allí se vendía, o se malvendía todo y de todo. Desde un gran cuadro hasta una bacinilla. Desde un jarrón de tipo palacio hasta el desteñido camisón que alguna vez alguien había usado. Un espectáculo completo y difícil de olvidar. Cuadras enteras con roda clase de cosas: muebles, ropas, enseres; en fin, de todo. Fijáte que por ahí me enfrentó una mujer toda vestida de negro, de mirada triste, cara consumida que llevaba colgadas de una de sus muñecas cadenitas doradas con una cruz. Le pregunté algo, no recuerdo bien qué, pero sí me acuerdo cuál fue su respuesta: 'soy una viuda de guerra -dijo-. A mi marido y a mis hijos los mataron y yo tengo que mantener a tres nietitos. Cómpreme algo, linda señora, que es para mis nietitos".

Refirió que entabló un diálogo con esa mujer a quien le preguntó acerca de la ayuda que recibían del Estado español (con la condigna respuesta negativa de la viuda y madre de hijos muertos en la guerra), para extenderse acerca de su condición de vida en su modesta vivienda del barrio Lavapiés y ante la pregunta de Pichel, respecto de si le había comprado la cadenita contestó: "Sí. Las pagué todas y me llevé sólo dos. Esa mujer me partía el corazón. La hubiera traído conmigo y sus tres nietitos a Buenos Aires para darle mejor vida, más digna, más humana. Hubieras visto cómo lloraba" (Vera Pichel, Evita íntima, Planeta, Buenos Aires, 1993, p. 123).

Otras evocaciones de Evita en el libro citado, acentúan el despropósito de la semblanza publicada en la columna del diario La Hora con la que inicié esta entrada, híperactividad y empatía con los más desfavorecidos de Evita que tenía desconcertados (y muy preocupados) a los integrantes del matrimonio anfitrión, en especial a la de género femenino: Carmen Polo.

Algo hemos escrito sobre esta mujer, quien era la personificación de todo lo que Evita no era ni quería ser. Católica ultramontana, por tal, reaccionaria; mojigata, altiva e hipócrita, llevaba puesta siempre en los labios una sonrisa tirante, por lo forzada, por lo falsa. Aunque de bello aspecto, su alma de hielo, su crueldad inclaudicable, hacían de La Collares (así se la conocía y se la recuerda aún hoy en España) el arquetipo de la villana perfecta.

Podría extenderme acerca de la Polo, pero recordarla me hunde en el fastidio.

Podría escribir acerca de su avidez por los collares de perlas (de allí su apodo) y el modo mediante las que les conseguía; del saqueo (literal) de obras de arte que perpetró en ese tiempo en el que todo le era permitido. Incluso del siniestro "Patronato de la Mujer", entidad dirigida durante esos años por ella misma la cual, según el recuerdo de Consuelo García Cid, otrora interna de las ergástulas medievales administradas por ese Patronato, era "una especie de Gestapo a la española", concebida para "ayudar a las mujeres que estaban en riesgo de caer en la mala vida: mujeres que fumaran por la calle, se acostaran con su novio, se dieran besos en público, frecuentaran bailes, se sentaran en la última fila del cine", cuya actividad principal, en la capilla de esas tétricas instalaciones en las que se privaba de libertad a las jóvenes descarriadas, se hacía desfilar a las más agraciadas, para que los hombres solteros de la "alta sociedad" española eligieran esposa. Creo que está claro porqué no quiero escribir sobre esta persona (ver: "Carmen Polo dirigía el Patronato de la Mujer en el que se calificaba a las jóvenes como 'completas' o 'incompletas' según su virginidad", en el Punto de mira, del 24/10/2019. Disponible en: https://www.cuatro.com/enelpuntodemira/carmen-polo-patronato-mujer-virginidad-organizacion_18_2839470390.html)
Sólo evocarla, para dar cuenta de las razones de su relación imposible con Evita. Tanto fue el disgusto de la española que sería la esposa del presidente Perón la última huésped oficial que residiera El Pardo.
Idéntica a sí misma, en ocasión de recibir cierta sugerencia de la Polo ante sus salidas fuera de protocolo, inmiscuyéndose en asuntos que a su criterio no le atañían recordó Evita que: "una vez casi nos peleamos con la mujer de Franco. No le gustaba ir a los barrios obreros y cada vez que podía los tildaba de 'rojos' porque habían participado en la guerra civil. Yo me aguanté un par de veces hasta que no pude callarme más y le respondí que su marido no era un gobernante por los votos del pueblo, sino por imposición de una victoria [...]. Le conté cómo ganaba Perón las elecciones y como gobernaban porque la mayoría del pueblo así lo había determinado. A la gorda no le gustó nada, y yo seguí alegremente contando todo lo bueno que habíamos logrado. Por ahí quiso largarme una estocada: 'Los obispos vuestros -dijo- pueden dar razón de las tropelías de lso rojos...'. 'Señora -coontesté-, cuando se fomentan guerras hay que aguantar sus resultados. El general Franco gobierna tras la guerra, y es fácil tildar con colores a sus participantes. Nuestros obispos se ocupan de cosas argentinas'. Y así corté la conversación" (Pichel, cit., p. 122).


Además de recorrer barrios obreros, hablar con la gente, interesarse en sus pesares tomándole el pulso a la Madrid de la posguerra, algo más trascendental aún haría Evita.

Leamos al periodista argentino, Hugo Gambini, recientemente fallecido, antiperonista acérrimo, referir estas alternativas: "Sus sonrisas, que repartía a raudales junto con los billetes, cautivaban a los españoles. Se sentía a gusto entre ellos y así se lo confesaba a sus acompañantes: ‘Estos gallegos son macanudos. Tutean a todo el mundo. Además aquí no hay políticos, no hay oposición, nadie critica y se respeta al gobierno’. Lo decía con sinceridad, al extremo que llegó a pedir la libertad de Juana Doña, la más importante dirigente femenina del Partido Comunista Español, conocida como ‘la segunda Pasionaria’, quien acababa de ser condenada a muerte en un juicio sumarísimo. Franco se vio obligado a acceder al pedido y la indultó, aunque posponiendo su liberación. Doña recuperó su libertad en 1954, pero jamás aceptó públicamente que le debía la vida a Evita. Sin embargo, en conversaciones con el periodista argentino Armando R. Puente reconoció: ‘la intervención personal de La Perona –así dijo- en la conmutación de la pena capital (del autor citado, Historia del peronismo. El poder total (1943-1951), Planeta, Buenos Aires, 1999, p. 168).

La referencia dignifica al trabajo y al propio Gambini quien, a pesar del antiperonismo de acero inoxidable que cultivó a lo largo de toda su vida (botón de muestra: su último libro, publicado por Editorial Sudamericana, sobre el balance que le merecía al autor el legado del peronismo en la historia contemporánea reciente lleva el título eufemístico: Crímenes y mentiras), no manipuló los hechos, dando cuenta de una gestión humanista y trascendente, con la condigna consideración de Gambini, quien no la disimula.

Juana Doña era en efecto una de las figuras destacadas del exánime comunismo español de entonces: educadora y precoz feminista. Joven viuda de Eugenio Mesón, militante como ella, fusilado en 1941, era madre de un niño de 7 años, Alexis Mesón Doña, que jugará un rol decisivo en la conmutación de la pena de su madre. Estaba presa, acusada de haber colocado un explosivo en la Embajada argentina en Madrid (que no había reportado heridos ni víctimas fatales), semanas antes de la visita de Evita.

Valia Doña hermana de Juana, actriz de burlesque, al enterarse de la condena a muerte firmada por Franco (que alcanzaba a otras 102 personas) lo comentó a un muchacho argentino que integraba la compañía, quien le sugirió que diese intervención en el asunto a la esposa de Perón, cuando llegase a Madrid.

Con la astucia de los desesperados ideó un artilugio que sería infalible. Siguió el consejo de pedirle a Evita por su hermana por escrito, con el siguiente detalle: la dictó a su sobrino Alexis. Escribió con la letra despareja de un niño de 7 años, una carta que decía: "Señora Eva Perón, por favor, a mí me han fusilado a mi padre y ahora van a fusilar a mi madre. Le pido que haga algo, por favor".


La carta llegaría a manos de Evita, quien haría la gestión ante el mismísimo Franco y conseguiría el favor solicitado. Una prueba más, entre tantas, de la lejanía política, ideológica, humanitaria, cristiana, incluso, de la huésped y sus anfitriones. Nadie que tuviese convicciones e imaginarios falangistas, hubiera realizado semejante solicitud.

Anécdota que dio pie a la realización de una miniserie emitida por la "Televisión Española" en 2013. Nuestra compatriota Julieta Cardinali, jugó el papel de Evita con solvencia y la belleza y la luminosidad que evidencia la foto. Jesús Castejón juega un Francisco Franco al borde la caricatura y Ana Torrent, tiene que cargar con el peso de interpretar a la Carmen Polo. Otra compatriota, Malena Alterio, a nuestra amiga Lillian Lagomarsino de Guardo (los realizadores sostienen buena parte de la trama en los recuerdos de ella, que venimos glosando) y Carmen Maura, a la madre de Juana, quien, al igual que a lo largo de toda su carrera, hizo todo bien. El papel de Juana Doña fue para Nora Navas, una actriz que ya nos resulta una cara familiar; la hemos visto en "El Ciudadano Ilustre" de Cohn y Duprat y en "Dolor y Gloria", la última joya de Pedro Almodóvar, de notable labor. La miniserie podría haber estado mejor, aunque nos conformaron las actuaciones y el clima de época.

No me quedo con las ganas de citar a Alicia Dujovne Ortiz en esta entrega. El pasaje que sigue es una especia de resumen de lo escrito: Evita demostró ser una actriz desconcertante en esa puesta organizada por Franco. El mismo día, después de almorzar, se empeñó en visitar los barrios pobres. Con semejante calor, doña Carmen hubiese preferido dormir la siesta, sobre todo porque a la noche los esperaba una recepción en El Pardo. Pero su huésped tenía energía de sobre: no contenta con recorrer esos barrios en automóvil, entraba en cada casa destartalada, le preguntaba a cada hombre de mejillas chupadas si tenía trabajo, se preocupaba por la enfermedad de un niño, dejaba tras de sí un torrente de pesetas y no paraba de repetir que no era caridad, sino ayuda social. Justicia. Los pobres tenían el deber de pedir. Y vuelta a hablar de Perón, del Plan Quinquenal de Perón, de la Revolución Peronista. Doña Carmen conservaba la misma sonrisa que parecía pintada, pero las comisuras de su boca descendieron un poco cuando Evita le pidió a Franco que indultara a una Doña del otro bando: Juana Doña, la comunista condenada a muerte. ¿Quién hubiera podido negarle algo a tan encantadora invitada? Franco le perdonó la vida a Juana Doña, y doña Carmen volvió a pintar sus labios hacia arriba." (cit., 282/3).


Juana salvó su vida, gracias a Evita, quedó claro. Salió en libertad en 1962, con la imposición de dejar en España, radicándose con Alexis en Francia hasta la caída del régimen de Franco. Pudo volver a su país, mudando su domicilio a Barcelona, donde continuó su militancia en el comunismo. Participó de cientos de actos, publicó libros (uno de ellos, testimonial) y fallecería en octubre de 2003 a dos meses de cumplir 85 años.



56 años de sobrevida, se los debía a Evita.



Y aunque de la cita de Gambini se desprende cierta ingratitud de Juana hacia Evita (a quien trata con un despectivo La Perona), un año antes de morir aceptó hablar del evento que evocamos con la periodista Silvia Pisani del diario argentino La Nación.


Recordó que encontrándose en la cárcel de mujeres de Madrid: "esperó 40 madrugadas que llegara la de su hora. Los diarios madrileños contaban en tapa el viaje de Eva por Madrid, Toledo, Sevilla Granada y la adoración de quienes le agradecían la ayuda -y la comida- enviada por la Argentina. Un día de agosto un funcionario me avisa: le traigo una alegría. La han conmutado. Yo pregunté por mis compañeros y supe que los habían fusilado esa misma mañana. A todos, menos al chaval [un menor de edad llamado Eu Moya que había sido detenida con ella]. Recuerdo que dije: ¿de qué alegría me habla, entonces?"

Preguntada por la periodista acerca de las razones por las cuales nunca había dicho nada a Evita dijo: "no me interesé yo ni se interesó ella. No tuvimos relación. Ni le di las gracias. Quedamos en paz. Para mí fue la vida. Para ella, la posibilidad de exhibir el haber conmutado la pena a la mujer a la que se acusaba de poner la bomba en la embajada, como si eso fuera cierto"  (Silvia Pisani, "Adiós a un enigma de medio siglo", La Nación, 9 de noviembre de 2003).

Dijo haberse enterado tarde de la muerte de Eva, ocurrida en Buenos Aires, en julio de 1952. Entonces se encontraba en la cárcel de Guadalajara donde había sido recientemente trasladada. Admitió: "me hubiera gustado enviar un telegrama, al menos. Al fin y al cabo, vivía por ella".  

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