jueves, 28 de enero de 2010

Deben ser los gorilas, deben ser.


Ya nos ocupamos en este espacio -y seguiremos haciéndolo- del peronismo.
De su fuerza transformadora, de su cariz eminentemente refractario, cáustico, explosivo y no pocas veces, imposible.
Expresión política y cultural que ha sido el motor de todo lo que acaeció en el país durante la última parte del siglo XX; a la que se opuso otra contrapuesta mediante una propuesta alternativa que persiguió su abolición.
El "antiperonismo" es mucho más que una ideología, una bandería o una perspectiva política: es ante todo un hecho cultural que ha venido haciendo carne en cientos de miles (o millones) desde mediados del siglo pasado, hasta los días que corren.
Durante las semanas inolvidables de la "epidemia" de la "Gripe A", me encontraba encerrado en casa, engripado, pero de la común.
Por esas razonables insondables que uno arrastra, me dediqué a completar la lectura de un extracto de los diarios personales de Adolfo Bioy Casares, titulado: "Descanso de caminantes".
Editado en 2001, con su autor fallecido quien, creo, supervisó los inicios de ese rejunte, del cual admito desconocer las razones de su título: alude tal vez al final de su ciclo biológico o parafrasea una obra cuya existencia ignoro.
Lo que me interesó de ese pastiche es el fresco que propone de la "clase" a la que pertenecía Bioy Casares, por cuanto deja al desnudo el cúmulo de prejuicios que tales gentes abrigaban hacia sus semejantes, pobres y morochos, en particular.
Bioy Casares confía a la intimidad de su diario, profanada al final de su vida, una mirada a veces implacable, siempre ácida, a un entorno que juzga despreciable.
Excepción hecha de sus jóvenes amantes, con quienes compartió tórridas revolcadas, que evocará con delectación, Bioy Casares no quiere a nadie, o mejor dicho: odia, desprecia, deplora a todos, en especial a su esposa, Silvina Ocampo, a quien le tributa un odio poco disimulado.
Más allá de las facetas de la vida conyugal y privada del autor, pretendo poner de resalto en esta entrada esos escritos como testimonio, indiscutidamente fieles del pensamiento y los modos del antiperonismo cultural, no ya en consideración a la versación intelectual de Bioy Casares, sino en punto a la expresión de los rasgos intrínsecos de una porción considerable de argentinos que miraban a la realidad desde ese ángulo y -qué duda cabe- siguen haciéndolo en estos días.
Hay un desprecio tan visceral a Perón, a Evita, al peronismo, a los peronistas, parejo a un racismo general hacia los "negros" a quienes así, sin más, menta Bioy Casares.
Porque lo que se pone en discusión, lo que se censura, lo que debe ser exorcisado, es ese movimiento hecho de negros, que ha venido a envilecer al país que hicieron hombres tan distintos.
Decía que el trabajo es cáustico y por ende, entretenido.
Se compone de una serie interminable de reflexiones sin más lógica que el capricho del autor.
Su cronología es parejamente anárquica, aunque según la temática que se trate, refleja determinado momento histórico y hay citas de un ingenio risueño.
Por caso, leemos en la página 314: "Sueño inexplicable: Soñé que yo era el doctor Troccoli."
Otras tantas citas, no causan risa, precisamente, a causas de un cinismo demasiado subido de tono, fruto de la mirada altiva, desdeñosa, que se prodiga a todo y a todos.
Por caso, si bien al final de la última dictadura militar se lean críticas al terrorismo de estado, en marzo de 1976, desde un antiperonismo total, Bioy Casares aparece sino eufórico, previsiblemente conforme con el golpe militar.
La cita que sigue es reveladora.
Leemos: "Fin de una tarde, en Buenos Aires, 1976: El viernes 21 de mayo, cuando salí del cine me dije: 'Empecé bien la tarde' (...) Estaba apurado: no sé por qué se me ocurrió que ella me esperaba a las siete, en San José e Hipólito Yrigoyen. En Uruguay y Bartolomé Mitre oí las sirenas, vi pasar rápidas motocicletas, seguidas de patrulleros con armas largas, seguidos de un jeep con un cañón. Llegué a la esquina de la cita a las 7 en punto. Vi coches estacionados en San José, entre Hipólito Yrigoyen y Alsina. Había un lugar libre al comienzo de la cuadra, a unos treinta metros de Yrigoyen. Cuando estacionaba, vi que soldados de fajina, con armas largas, de grueso calibre custodiaban el edificio de enfrente; les pregunté si podía estacionar, me dijeron que sí. Me fui a la esquina. Al rato estaba pasando frío. A las siete y media junté coraje y resolví guarecerme en el coche. Cuando estaba por llegar al automóvil vi que los soldados de enfrente no estaban, que la casa tenía la puerta cerrada y oí lo que interpreté como falsas explosiones de un motor o quizá tiros; después oí un clamoreo de voces, que podían ser iracundas, o simplemente enfáticas y a lo mejor festivas; voces que se acercaban, hasta que vi un tropel de personas que corrían hacia donde yo estaba. Iba adelante un individuo con un traje holgado, color ratón, quizá parduzco, ese hombre había rodeado la esquina por la calle y a unos cinco o seis pasos de donde yo estaba, al subir a la vereda, tropezó y cayó. Uno de los perseguidores (de civil todos) le aplicó un puntapié extraordinario y gritó: 'hijo de puta'. Otro le apuntó desde arriba, con el revólver de caño más grueso y más largo que he visto, y empezó a disparar cápsulas servidas, que en un primer momento creí que eran piedritas. Las cápsulas caían a mi alrededor. Pensé que en esas ocasiones lo más prudente era tirarse cuerpo a tierra; empecé a hacerlo, pero sentí que el momento para eso no había llegado, que con mi cintura frágil quién sabe qué me pasaría si tenía que levantarme apurado y que iba a ensuciarme la ropa; me incorporé, cambié de vereda y por la de los números impares caminé apresuradamente, sin correr, hacia Alsina. (...) Los tiros seguían. Hubo alguno en la esquina de los pares de Alsina; yo no miré. Me acerqué a un garage y conversé con gente que se refugiaba ahí. Pasó por la calle un Ford Falcon verde, tocando sirena, a toda velocidad; yo vi una sola persona en ese coche; otros vieron a varios; alguien me dijo: 'Ésos eran los tiras que mataron al hombre'. Yo había contado lo que presencié: 'No cuente eso. Todavía lo van a llevar de testigo. O si no quieren testigos le van a hacer algo peor'. Agradecí el consejo" (págs. 26/7).
La cita, aunque extensa valía la pena.
En el auge de la represión (junio de 1976), Bioy Casares presencia un procedimiento que a poco de iniciarse (patrulleros, motocicletas, personal policial uniformado, soldados de fagina) es culminado por "agentes de civil" que se conducían en un Ford Falcon de color verde.
Sigue la evocación y es interesante continuarla.
"Cuando llegué a Yrigoyen, pensé que lo mejor era tomar nomás el coche. Un policía de civil me dijo: 'No se puede pasar'. Quise explicarle mi situación. 'No insista me dijo', me dijo. Crucé Yrigoyen y me quedé mirando, desde la vereda, la puerta de una cass donde venden billetes de lotería. Conversé con un farmacéutico muy amable, que me dijo que seguramente dentro de unos minutos me dejarían sacar el coche, pero que si yo tenía urgencia me llevaba donde yo quisiera en el suyo. Entonces la divisé. Estaba en la esquina, muy asustada porque no me veía y porque cerca de mi coche, tirado en la vereda, había un muerto, al que tapaba un trapo negro; me abrazó, temblando. Dimos vuelta a la manzana; sin que nos impidieran el paso llegamos hasta donde estaba mi coche. Había muchos policías, coches patrulleros, una ambulancia. En la vereda de enfrente conversaban tranquilamente dos hombres, de campera. Les pregunté: 'Ustedes son de la policía'. 'Sí', me contestaron, con cierta agresividad. 'Este coche es mío -les dije-. ¿Puedo retirarlo?'. 'Sí, cómo no', me dijeron muy amablemente. (...). No podía dejar de pensar en ese hombre que ante mis ojos corrió y murió. Menos mal que no le vi la cara, me dije. Cuando le conté el asunto a un amigo, me explicó: 'Fue un fusilamiento'" (págs. 27/8).
La expresividad del autor ante el hecho que acababa de presenciar es elocuente y parece convencerlo de algo fatal e irreductible: el peronismo sería erradicado sólo mediante recursos y personajes tan distintos de los patricios que hicieran al país.
Digo ello, por cuanto seguidamente a la transcripción del evento que tanto había impresionado a Bioy Casares, reseña la lectura de un infame número especial publicado por la revista "Gente", celebratorio del gobierno militar.
Repasa Bioy los meses de la vuelta de Perón tras el exilio, vividos con alguna esperanza por amigos suyos: "Yo por aquel tiempo estaba desesperado. Después de leer anoche el número de Gente, me entristecí. Había soñado en un ratito la última pesadilla de tres años y recordado la otra, la anterior y espantosa, que empezó en el 43 y concluyó en el 55. Qué país raro, capaz de producir más de siete millones de demonios. Nombres para la execración: Ramírez, Farrell, el señor y la señora, el general Lanusse y tantos otros" (pág. 29).
Es curioso, en verdad. Bioy Casares acababa de presenciar un fusilamiento en la vía pública -como él mismo lo definió- y entre los demonios que acechan su evocación encuentra, además de Perón y Evita, a los lejanos generales Ramírez y Farrell, artífices (al igual que Alejandro Lanusse) de sendas experiencias peronistas.
Evoca -en medio de la tragedia y la muerte, que insisto, había atestiguado demasiado cerca- la clausura del diario "La Prensa" en enero de 1951 (págs. 38/9); con crueldad se burla de Héctor Cámpora y su dentadura, asilado entonces en la embajada mexicana en Buenos Aires (pág. 42); recuerda con cínico desprecio a los fusilados en junio de 1956 (págs. 90/1).
Si bien el trato que les depara a los peronistas es categórico en su repugnancia, no vé algo mucho mejor en el otro partido popular, la Unión Cívica Radical, cuyos hijos ven con algún entusiasmo la actual consideración que les deparan quienes tributan el legado de Bioy.
Porque para ellos (Bioy y sus seguidores) la política de este país es una calamidad infame.
Odian a peronistas y radicales por igual, por más que éstos hoy se mareen ante la lisonja oportuna, siendo que aparecen como factibles reemplazantes de este peronismo intolerable.
Resume Bioy lo que ensayo en una cita lacónica consignada en sus diarios íntimos.
"Hace muy poco, muy seguro, usé la expresión contradictio in adjecto. Después tuve dudas sobre su la entendía, o no, y la busqué en el Lalande; leí: 'Contradictio in adjecto. Contradicción entre un término y lo que se le agrega (por ej. entre sustantivo y su adjetivo)'. El probo peronista, el lúcido radical".
Para una próxima entrada, prometo un análisis de otro trabajo de Bioy Casares, nacido de sus papeles personales, consagrada a su relación con el epítome del antiperonismo más visceral, Jorge Luis Borges, que presumo reforzará las intuiciones que se deslizaron en esta.

4 comentarios:

  1. Si vas a revisar el BORGES, te recomiendo el índice analítico, que está en
    www.borgesdebioycasares.com.ar.
    Saludos cordiales.

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  2. Se agradece el consejo.

    Leí la obra, que es interminablemente infame.

    Lo intentaremos.

    Se agradece la participación.

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  3. Si ya la leíste, llegó tarde el consejo, que era para evitarte el penoso recorrido. Muy divertido tu blog, gracias.

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  4. No llegó tarde para nada el consejo.

    Entré al dominio y dí con el índice honomástico, que me ha sido muy útil, no obstante haber marcado el trabajo.

    De hecho, ya hice una reflexión sobre el punto, sobre la cual me interesa tu opinión.

    Se agradece una vez más, la participación y los elogios.

    Que siga el baile, pues.

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