domingo, 20 de septiembre de 2020

Diario de la cuarentena. Día 184.

Querido diario.

La entrada pasada se hizo larga y, quedó afuera lo que pensaba que estaría dentro: las aguafuertes de coyuntura de Roberto Arlt a lo largo de los meses evocados. Aclaro que no nos ocuparemos, por ahora, de aquellas que relatan los acontecimientos del golpe de septiembre, que a su tiempo, llegarán.

Glosaremos aquellas mediante las cuales Arlt pulsaba el clima de época, disponibles en la despareja selección de Losada que venimos repasando.

Las evocadas en tus páginas en la entrada del día de ayer, como el fresco final de su amigo Scalabrini Ortiz, nos ayudan en la tarea de la paciente reconstrucción de las imágenes que ambos intelectuales recogían de la sociedad en la que vivían. 

Algo de eso me propuse cuando la aparición Arlt en tus páginas: el reconocimiento en seres de carne y hueso de sus criaturas de ficción.


Recapitulemos: 

Contrariamente a lo consignado por sus colegas escritores en el documento fundacional, Arlt desechó integrar el "Comité Yrigoyenista de Jóvenes Intelectuales para la Reelección de Hipólito Yrigoyen", cuya sede era la de la calle Quintana 222, domicilio de su presidente, Jorge Luis Borges, en los siguientes términos según publicó en "Crítica", donde por entonces escribía: "1° Que no siendo intelectual, no puede pertenecer a tan preciado comité. 2° Que no interesándole actuar en política, considera superfluo dicho nombramiento".

Desde el diario "El Mundo", se ocupará del gobierno surgido de las elecciones de 1928, siempre de manera despectiva; carácter que no derivaba sólo del concepto que le merecía el Presidente sino en especial, de un desprecio sin atenuantes por el sistema de representación político vigente entonces.

El 12 de septiembre de 1928 en el aguafuerte "Cuando suba don Hipólito" escribió: "Viaje usted en tren, en tranvía, ómnibus, aeroplano y escuchará esta comentario: -Cuando suba don Hipólito... Y su asombro crece al comprobar el infinito número de personas que tienen su confianza puesta en don Hipólito. No hay uno que diga: - Cuando suba don Hipólito, le regalaré esto o aquello. No. La auténtica, única expresión que sale de todos los labios es esta: -Es cuestión de días. En cuanto suba don Hipólito... Yo, sinceramente, compadezco al señor Hipólito Yrigoyen, lo compadezco colocándome en su lugar. Eso de ser presidente, merced a la esperanza de un infinito número de gente que necesita pedirle algo es de lo más desagradable que puede ocurrirle a uno. ¡Y hay que ver el número de individuos que a cada momento tiene en la boca la bendita expresión! - Cuando suba don Hipólito [...] Yo, que soy incapaz de adular al Diosa Padre, diré esto sin empachos: -Don Hipólito es esperado por todos los presupuestívoros del país o aspirantes a serlo, con más impaciencia que el Mesías. Y otra gente además. Lo espera todo el mundo. Lo espera el que necesita una ley de emergencia que le permita vender sus productos averiados; lo espera el encarcelado que se hace ilusiones respecto a un indulto; lo espera la viuda; lo esperan la huérfana y huérfano; lo espera el empleado exonerado 'injustamente'; y también lo esperan los quinieleros, los aspirantes a ministros; los vendedores de cocaína, los padres con familia y sin familia. ¿Quién no lo espera a don Hipólito? Y lo curioso de esto es lo siguiente: que todo el mundo confiesa sin empacho sus malas intenciones. No hay uno que diga: -Bueno, espero que suba don Hipólito para regenerarme. No, no hay ni uno solo".

No sin ironía, se conduele de Yrigoyen, por el hecho de concitar tantas expectativas: "yo me imagino qué es lo que pensará de todo ello el Hombre, como lo llama el soporífero Oyhanarte, pero me imagino que a mi buen señor no debe causarle mucha gracia eso de que los perdularios del país pongan sus esperanzas en él para llevar a cabo sus malandrinadas. Y lo extraordinario es que hay gente que hace seis años que espera a que 'suba don Hipólito', Seis años dándose vueltas por los comités, abogando por la 'causa', descargándose en los cafés, haciéndole la corte a caudillos analfabetos, repitiendo cien veces al día 'yo sé que el dotor tiene interés en favorecerme' y otras pavadas por el estilo. ¿Qué pensará de todo esto el Hombre? Yo no me lo imagino".

Luego de consignar que le asignaría a Yrigoyen la condición de "víctima de los pedigüeños", no deja de dejar sentado su desprecio por los que se iban: "los alvearistas o los melogallegos [adeptos a la fórmula Melo-Gallo] han copado todos los puestos públicos que han podido. Ha sido eso la errabatida, el 'sálvese quien pueda'. Naturalmente en ese Patio de Monipodio que es la casa de gobierno, el que no ha corrido ha volado. Los cetáceos y tiburones han atrapado los empleos gordos, las conongías [sic] sublimes. Justo se ha hecho nombrar general de división. Sagarna, el funesto y terribilísimo Sagarna, se ha ubicado como ministro de la Suprema Corte de Justicia. ¿No es una injusticia esto?" [Arlt, Aguafuertes porteñas, cit., pp. 450/1].

Agustín Justo y Antonio Sagarna. Ya nos ocuparemos de ambos, querido diario.

"¡Qué curioso! A medida que uno va comprobando los efectos de la Democracia (por ejemplo Mendoza, donde se han vendido hasta los bulones de los bancos de las escuelas) uno llega a la conclusión de que nuestro siglo admirará a los futuros historiadores por esa enorme y voraz caterva de pilletes que ha originado la Democracia; la Democracia que llena la bocaza de todos los oradores de plazoleta"

Así, comenzaba el aguafuerte "En el santo nombre de la democracia", aparecido en el edición del 10 de enero de 1929. Ya para entonces, Arlt expresaba todo su rechazo por el sistema político que empezaba a morirse al goteo, como quien se desangra: "deténgase usted a escuchar a un charlatán de estos en vísperas de batalla o de elecciones. Deténgase y observe el discurso. El charlatán habla y dice hablar en nombre, 'en el santo nombre de la Democracia'. Lea usted el suelto de un jefe de partido, la proclama de un bribón máximo, y si no encuentra por lo menos escrita dos veces la palabra Democracia ¡que me ahorquen!"

Así seguiría: "Lea usted el volante redactado por un caudillejo de barrio, por un turco con carta de ciudadanía en Barracas, o por un napolitano con la misma en La Boca, y este analfabeto, este hombre que pregona a gritos toda la estupenda ignorancia que se aposenta en su cráneo, este cernícalo os habla de Democracia, en nombre de la Democracia. Y usted, hombre sensato, se toma la cabeza, se aprieta las sienes con los dedos y se dice: 'Pero ¿dónde estamos?' Y yo le contesto a usted: 'Estamos en el mejor país de América, según las estadísticas y los estudios de los geógrafos que nunca se han apartado del Instituto de Investigaciones Sociales de Berlín o del filósofo con chivita que vive a tres cuadras de los Inválidos, en París. Imagínese usted ahora cómo serán los otros países de la América latina. Cavile usted cómo seríamos si no fuéramos latinos. ¿Comprende?"
 
Comprendo, Roberto Godofredo, tan ácido y hábil para escribir ficción y tan abombado (o algo peor) cuando lo hacías sobre política. Claro, el problema es que éramos latinos, vos que eras alemán, ni turco ni napolitano. Y eras un "hombre de ciencia", metido a periodista, alfabetizado a diferencia de los integrantes de la murga de la democracia radical.

No supiste leer que aquellos que tenían la sartén por el mango (y el mango también) te habían catequizado y repetías el versito elitista más duro y puro. Que a esos poderosos no les importaba su origen racial y que se quedarían con todo en muy poquito tiempo y que a vos, hombre de ciencia, alemán, escritor (excelente, por cierto) y tantas cosas más, te tratarían con el desprecio que en enero de 1929 vos le deparabas a los turcos, a los napolitanos o a los "mulatos con cuello palomita, chaleco de fantasía y zapatos con capellada de color: el triunfo de la más grosera pillería sobre el sentido común", como escribiste en esa desdichada aguafuerte.  

Como la pifiaste, Robertito.

Tanto escepticismo te tenía envenado: "veo todos los chanchullos que rigen la vida del individuo; asisto, como en un teatro, a los 'acomodos' que prepara con cualquier bandolero que tienen dinero para pagarle; lo veo entre sus cofrades, rompiéndose los cuernos con ellos, porque hay disidencia en vender al país al mejor postor. Otras veces no es mulato sino hijo de una verdulera. Entonces en todas partes, por otras las plazoletas, le escucharéis cantar la fúnebre palinodia: 'Soy el hijo de la verdulera; soy el hijo del arroyo que rompe sus cadenas; me amamantó una planchadora y me instruyó un zapatero ¡Viva la Democracia!"

Andabas demasiado abombado, che. 

Yrigoyen, ¿vendiendo el país al mejor postor? Esos eran los que vendrían después, papito. A quienes vos y otros incautos atragantados con cachazas como ésa (desacreditando a una persona por el hecho de ser hijo de una verdulera o por haber sido amamantada por una planchadora) les abonaban el terreno para el desfile triunfal. Ellos (que no eran turcos, napolitanos ni habían sido paridos por ninguna verdulera), ellos sí Robertito, venderían el país al mejor postor.

El problema, al fin de cuentas, era que: "en nuestros países no existen movimientos industriales efectivos. No hay intereses poderosos. En Estados Unidos vemos que la política se desarrolla de otros modos. Las plataformas electorales encaran problemas que interesan a toda la población. Se nacionalizan las caídas de agua o no; se ayuda a los agricultores o no. Se aumentan o disminuyen los aranceles [...] Y los candidatos de 'psicología latina' como el señor Alfredo Smith, aspirante que era a la presidencia de los Estados Unidos, se van al tacho. Por tener psicología latina ¡precisamente por eso!" [ibídem, pp. 453/4].

La posesión, el dominio sobre las fuentes de producción de energía, para la viabilidad de un proyecto de país distinto era, precisamente, lo que se debatía en el Congreso mientras Arlt se lamentaba por nuestra latinidad. 


Las elecciones de marzo de 1930, sobre las que vamos a escribir algo en tus páginas, querido diario, lo encontraron más contrariado, más escéptico aún.

"He visto a un cojo pegador de carteles. A un cojo auténtico, a un rengo verdadero y para colmo, con muletas. Iba en mangas de camiseta y lo rodeaban una cuadrilla de beneméritos del engrudo y el pincel. He visto un camión cargado de facinerosos. Este camión se adornaba de banderas argentinas y llevaba a los costados el siguiente letrero: 'Se alquila'". Más adelante se preguntó: "en qué país estamos, porque no acabo de entender el fenómeno de la democracia que vuelve alados a los bueyes, ágiles a los rengos, sanos a los enfermos, contentos a los melancólicos, charlatanes a los mudos, cuerdos a los estúpidos, imprudentes a los timoratos, dispendiosos a los tacaños, decentes a los deshonestos, villanos a los pulcros, activos a los perezosos, optimistas a los que nunca vieron el reverso de un billete de quinientos pesos... Insisto... no comprendo este fenómeno que ha provocado la presencia de las elecciones".

Aunque le parece: "sensato que en estas aventuras de voto y urna, se embarquen los perdidos y los vagos, ya que ni los perdidos y los vagos tienen nada que perder en dicho asunto sino que van a pura ganancia; pero lo que no encuentro explicable es que personas que durante todo el año hacen derroche de cordura, pierdan en tres días su buena dosis de sentido común y se conviertan en correveidiles de los caudillos parroquiales y aspirantes a una banca en la Cámara".

Y respecto de los militantes de esos políticos se pregunta: "¿Qué esperanzas son las que tienen entonces? No lo sé. Ni nadie tampoco lo sabe. En los camiones gritan hasta 'desgargantarse'; en las manifestaciones son los que siempre encuentran la bala perdida y el 'castañazo' extraviado; en los comités son los que cargan con laburos meritorios, con reparticiones de coletas de propaganda y la higienización del local; y todos por sus lindas caras pertenecen al gremio del 'morfe' por gramos, del pan medido, del agua por litro, de la leche los días de fiesta. Todos por sus cataduras se revelan a la legua que lo más que pueden aspirar es a una soga con que ahorcarse, siempre que tengan la precaución de atarse una piedra al cuello, porque si no se ahogan, tan poco peso tienen de flacos que están. Y, sin embargo, son los héroes de la 'jornada cívica'" ["Cosas de la política", del 2 de marzo de 1930, en ibídem, pp. 460/1].

Por fin, para finalizar, en junio de 1930, leemos la descarnada descripción que realiza mediante el aguafuerte "La sonrisa del político". Para que no queden dudas del tenor, comienza su escritura dando cuenta que: "Tengo un amigo que, a pesar de dedicarse a la política, es inteligentísimo. Estas anomalías suelen ocurrir", quien le pregunta: "¿has observado que tengo una sonrisa falsa?" y a la respuesta afirmativa de Arlt explica que era la herramienta indispensable del político: "saber sonreír a la gente- Cuando un político está serio, tiene que ocurrir algo grave; pero entonces es un mal político. Yo les sonrío hasta a los ordenanzas. La mía, es una sonrisa paternal. Quien me ve sonreír así, piensa que puedo repartir infinitos favores".

El amigo de Roberto, no oculta, desde luego, su desprecio por los correligionarios que iban a entrevistarse con él: "caudillos políticos del interior. Me revientan. Son analfabetos, se bañan de tarde en tarde, en fin, como decís vos: los costras de la política, las cáscaras del comité. Yo me levanto, los recibo de pie, con los brazos estirados: '¿Cómo le va, querido amigo? ¡Tanto tiempo sin dejarse ver! ¿Y qué dicen nuestros fieles amigos?' Sonrío. No hago nada más que sonreír. Eso permite que los ojos se me entrecierren. Por los párpados entreabiertos espío la jeta murrallera. Me traen chismes, noticias, quejas. Escucho todo. Cualquiera creería que por mi forma de escuchar, el problema del hombre me absorbe hasta los tuétanos. Pues no es cierto. Lo miro fijamente, nuevo la cabeza y no escucho nada. Cuando termina le digo: 'Amigo, estudiaremos su caso. Demás está decir que resolveremos el asunto de manera de dejar satisfecho al amigo y correligionario".

Luego de haber escuchado todo eso, Roberto pregunta si había "algo serio en nuestra política", a lo que su amigo le responde: ""Nada, absolutamente. Mirá: un diputado provincial ha sido un malandrino regular; un senador provincial ya es un malandrino respetable; en diputado nacional, un gran malandrino; y un senador nacional, un archimalandrino. Seriamente. Cuando más sinvergüenza, más audaz y desalmado es un político, más lejos va. Somos peor que los socios de la Migdal" ["La sonrisa del político", 20 de junio de 1930, en ibídem, pp. 462/4].  

De la Migdal y de otros asuntos nos ocuparemos en la próxima entrada, querido diario.

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