lunes, 11 de mayo de 2020

Diario de la cuarentena. Día 52.

Ayer, uno de los lectores de las macanas que dejo caer en tus páginas, querido diario, el más joven de ellos, me hizo una consulta acerca de Hipólito Yrigoyen. 



En rigor, el amigo Juan me hizo la pertinente consulta acerca de las razones por las cuales Yrigoyen había sido electo presidente con el prebiscitario caudal de votos que su postulación había merecido en abril de 1928 si, como dejé caer ayer en tus páginas querido diario, ni siquiera la voz se le conocía.

Vamos a tratar de explicarle al amigo, y de tratar de explicarme una vez más, las razones por las cuales un político que no se hacía ver (salvo en contadas excepciones) cuya voz había sido escuchada por tan pocas personas, había recibido una avalancha de votos cuando se lo reeligió presidente de la Nación en 1928.

Para ello, voy a acudir a un trabajo biográfico escrito hace muchos años titulado: Vida de Hipólito Yrigoyen. El hombre del misterio

Su autor, Manuel Gálvez, era un hombre de las letras, despreciado como pocos por sus colegas por muchas razones que no tengo interés en desarrollar aquí. 

Digamos de él que fue un autor prolífico y, en lo que interesa a esta entrada, que aunque había adherido en 1928 a la candidatura presidencial de Yrigoyen, con mucho más fervor había recibido a la dictadura que lo derrocaría en septiembre de 1930. A tono con el nacionalismo de Gálvez que con el tiempo, tendría mucho de nazionalismo.


Se me preguntará porqué entonces yo, que detesto desde los más hondo de mi ser a los fascismos, apelo a Gálvez para cerrar esta entrada sobre Yrigoyen y respondo en primer lugar que el autor de Nacha Regules era más abombado que fascista y que su biografía, a ochenta años de escrita, en mi humilde opinión, no ha sido superada en su excelencia. 

Al dar las razones por las cuales escribiría sobre Yrigoyen Gálvez destaca que: "ha sido hasta hoy [1939] un hombre ignorado [que] nunca habló de sí mismo. Ni una palabra sobre su pasado, ni sobre su propio carácter, ni sobre su vida íntima. Ocultó su morada interior como ocultó sus amores y sus debilidades. Nadie le oyó palabra sobre las mujeres que le amaron. Todo se ha ignorado de Yrigoyen: sus orígenes, su infancia, sus estudios, su adolescencia [...] Uno de mis propósitos al escribir este libro ha sido el de buscar el mecanismo psiquico de Yrigoyen y las fuerzas íntimas que lo impulsaban. Nadie se mueve sin causa y todos los hechos humanos tienen una interpretación. En toda vida hay una lógica y un destino. He querido penetrar en el alma de Hipólito Yrigoyen, explicarme sus ideas, sus sueños, sus actos, sus palabras. El esfuerzo ha sido grande, pero apasionante".

Y se pregunta:"¿Y cómo no habría de ser apasionante? No creo que en la historia del mundo entero haya un caso igual. Los grandes conductos del pueblo son oradores, caudillos o pensadores. Nada de eso fue Hipólito Yrigoyen, el conductor de las multitudes argentina. Hombre de modesto origen, cargado con un estigma familiar, no había demostrado públicamente su talento en ninguna forma, ni hablado sino entre pocos amigos, ni arrastrado en persona a las multitudes, ni expresado ideas originales, ni parecía expresar idea alguna y, sin embargo llegó a la Presidencia de la República entre las ovaciones delirantes del pueblo y se convirtió en el hombre más amado -y también en el más odiado- que hubo en este país. Durante su primera presidencia y después de ella, el fervor popular puede ser explicado sin dificultad; pero, pocos años antes de su encumbramiento, cuando la mayoría de sus partidarios no le había visto nunca, ¿cómo se explica el extraño fenómeno de su prestigio inmenso?"

Para explicar esos interrogantes, Gálvez explora toda su vida, desde su nacimiento en un hogar conmocionado por la caída de Juan Manuel de Rosas, unos meses antes de su llegada al mundo, del fusilamiento de su abuelo Leandro Alén en diciembre del año siguiente en la Plaza de la Concepción, tal el estigma familiar al que hacía referencia en su introito el biógrafo, reconstruyendo hechos y circunstancias que, por supuesto, no voy a detallar. 

Sí, quiero detenerme en el apartado denominado "Intermediodel trabajo, ubicado precisamente, al centro del libro, dividido en dos partes: "Retrato físico" y "Retrato moral", muy bien escritos, al uso de las biografías de ese tiempo que se detenían en las personalidad, incluso en los rasgos fisonómicos y psíquicos de las personalidad evocada. 

En la primera detalla con minucia los rasgos de Yrigoyen y luego de resaltar las notas "indígenas" de su rostro, como de cierto parecido físico con Rosas (a fin de alimentar la leyenda que decía que era hijo natural del Restaurador de las Leyes) sostiene que: "su persona produce impresión, no sólo de calma y serenidad patriarcales, sino de grandeza, de augustez. Crea en su entorno un respeto tan enorme que nadie se atreve a discutirle, ni a dudar de sus palabras ni a pedirle que las explique, ni a exponer una opinión contraria a la suya [...]. Salvo Mitre, ningún contemporáneo ha impresionado tanto. Otros políticos, por mucho talento que tuvieran nos han parecido hombres como todos. Yrigoyen se impone por su sola presencia, sin haber dicho una palabra, esté en el gobierno o en la oposición".

Del mismo modo, detalla Gálvez el modo que Yrigoyen tenía para dirigirse a sus interlocutores fuese en el poder o en el llano, a quienes hacía esperar largas horas para finalmente recibir al interesado a quien invita a pasar, tendiéndole la mano: "la serenidad del gran hombre su falta de prisa y de pose, encalman al visitante. Yrigoyen no se le cuadra preguntándole a boca de jarro por el objeto de su visita. Con lentitud, lo toma de un brazo, lo lleva al medio del salón y lo invita con su propia acción, a caminar. Van y vienen muy despaciosamente. El visitante ha recuperado su tranquilidad. La distancia que le separaba del gran hombre ha desaparecido. Nadie ha poseído jamás, como Yrigoyen el atre de suprimir distancias. En su presencia, hasta el más humilde se encuentra cómodo. Yrigoyen no solo procede así por bondad -por caridad, mejor dicho- sino también porque quiere sondear a su interlocutor y averiguar lo que puede dar de sí; y sabe que nadie revela sus capacidades si está cohibido. Esta maestría en acercar al interlocutor le hace a Yrigoyen el hombre simpático por excelencia. Es uno de los pocos grandes hombres que se ha impuesto por la sola simpatía, por la seducción personal"

Finalmente, desmiente a sus tantos enemigos que lo acusan de orate por los meandros de su escritura, por las rarezas de su lenguaje metafísico, lo que explica por su calidad de místico, con: "un sentimiento religioso exaltado. Habla constantemente de la Divina Providencia, de Dios. Pero también es un místico en el sentido que la palabra misticismo tiene como opuesta a racionalismo, como manifestación sublimada de lo irracional, de los subconciente o lo inconciente".

Ese líder que conocía tanto a su Pueblo como su Pueblo lo conocía a él, o mejor, se sabía comprendido, representado por él, aún cuando no lo hubiesen visto nunca ni escuchado tampoco el timbre de su voz.

Ese líder de carisma arrollador, que persuadía de a uno (llevándolos del brazo, hablándoles a media voz) a quienes quería persuadir de su catecismo cívico. Con una prédica sólida e irrenunciable: hacer posible la democracia en esa Argentina excluyente y autoritaria. 

O cuando en oportunidad de la campaña de 1928 en su casa de la calle Brasil, reunió a un grupo de muchachos, entre ellos nuestro Homero Manzi y les confió: "'salgo de mi rancho a la edad en que los hombres se jubilan, en que sólo se tienen serenad para esperar la llegada de la muerte, y ello lo hago por mi ley del petróleo, para salvar de garras ajenas y propias los tesoros que Dios desparramó bajo el suelo de esta tierra'. Alguien deseosos de sorprender su pensamiento le preguntó: '¿Y la tierra, doctor?'. Sonrió Yrigoyen con una paternal sonrisa y le dijo: 'Amigo mío, del subsuelo al suelo hay un poquitito así'."

O, porqué no volver a recordar, cuando a esa muchachada la instó recordándoles la magnitud de la gesta política en la que estaban embarcados, a media luz, en su casa de la calle Brasil, con el mate que pasaba de mano en mano, con el medio tono justo, un Viejo sabio y bueno, con un poncho marrón sobre los hombros decirles estas palabras: 

"Mañana, pasado mañana, tal vez, pero algún día, fatalmente, en alguna vuelta del camino argentino los pueblos comprenderán... y, desde la cumbre, midiendo la profundidad del abismo en que nos debatimos hoy, se maravillarán de haber podido ser lo que somos actualmente. Qué importa qué se diga, hoy como ayer, con tal que vayamos... qué importa también que brame la tormenta: todo taller de forja parece un mundo que se derrumba. Y qué importa además, que seamos todos, hoy como ayer, los mismos merodeadores del hambre y de la sed humana: una estrella brilla sobre los campos de nuestra ignominia. ¡Créanlo!: bordeando precipicios que apenas entrevemos al pasar, hacemos historia que los siglos reconocerán gloriosa".

     


 

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