miércoles, 27 de mayo de 2020

Diario de la cuarentena. Día 68.

"Para nuestro imaginario popular, el desierto es una vasta extensión de arenas rubias, calcinadas por un sol de fuego, solamente atravesado por las caravanas de sufrientes camellos [...]. El doctor Estanislao Zeballos partió a tal 'desierto' el 17 de noviembre de 1879, ya concretada la recuperación de veinte mil leguas, antes bajo el dominio del aborigen. ¿Qué se proponía? Inspirado en su admirado Humboldt, la pequeña comitiva -patrióticamente movilizada a su costo- tenía por fin situar geográficamente las tierras liberadas; estudiar la composición del suelo recuperado; establecer la calidad de las aguas (salobres o no); observar la dirección e intensidad de los vientos, determinar las temperaturas ambientales; estudiar la flora y fauna de la región y, en fin, ofrecer al posible agricultor del futuro o del ganadero del caso, el conocimiento de una tierra libre del peligro del malón, adecuadamente laborable, o apropiada para una explotación ganadera y, en todo caso, ofrecer a la juventud amistosa una oportunidad de sumarse al progreso de las tierras liberadas, ya libres del indio. Con su infaltable teodolito -cuyo manejo conocía bien por sus estudios ingenieriles de juventud- Zeballos parte, no sin cerrar los ojos a cierta angustia familiar, los atendibles temores de su esposa y su único hijo".

León Benarós, prologa para la edición de 2002 de Viaje al país de los araucanos de Zeballos, editado por originariamente en 1881. Y le hace un gran favor a mi espalda y a mi nervio ciático, el profesor Benarós, ya que en dos párrafos resume lo que a Zeballos le insume 15 páginas: las razones por las cuales se había arriesgado a incursionar en la geografía recientemente integrada al territorio de la República.

Y te aclaro, querido diario, que estas entradas persiguen bucear (con la audacia de quien omite tener en cuenta el portento de su necedad y la estridencia de su estulticia) en el pensamiento profundo del doctor Estanislao Zeballos quien relata su recorrido en 1879 por las planicies desérticas que actualmente se corresponden con el sur de la provincia de Buenos Aires y el norte de la de Río Negro. 

Estanislao Zeballos que treinta años más tarde como anoté en tus páginas, querido diario, propondría qué hacer con otros sujetos tan o más peligrosos que aquellos que ya no habitaban esas extensiones vaciadas.

Faena realizada de acuerdo con el paradigma científico que les negaba a los habitantes furtivos de esas planicies (crueles, despiadados, aliados naturales del vecino país de Chile que codiciaba esas planicies para realizar en ellas algo no muy distinto de lo que pretendían las autoridades de este lado de la cordillera) la condición de seres humanos. Por extensión, se les negaba a los seres que ocupaban esas planicies recientemente incorporadas al territorio del Estado argentino (y a las crías de esos seres) la condición de sujetos de derecho.

Por ende, las paparruchadas escritas en el texto constitucional de 1853 (dos veces reformado para esa fecha) de nada valieron: derecho de gentes o alguna que otra sensiblería paparruchesca. 

Tampoco los alcances del Convenio de Ginebra para "Aliviar la suerte de los Heridos de los Ejércitos en Campaña" de 1864, bien conocido por los miembros de la élite que propiciaron, financiaron y auparon esa expedición exitosa.

A los seres que habitaban esas planicies los exterminaron. Y sus autores y beneficiarios lo dejaron por escrito. 

Por caso, en los avisos publicados en el diario La Tribuna de Buenos Aires que anunciaban remates de "chinos y chinitas", por intermedio de las mismas firmas que remataban ganado en pie. 

Lo asentó en su diario de campaña el teniente coronel Manuel de Olascoaga, secretario de Roca en la exitosa incursión. 

Eugenio Cambaceres, terrateniente de la pampa húmeda también dejó testimonio de ello, al dejar por escrito en uno de sus trabajos que a ningún estanciero (él no era la excepción) le faltaba por esa época una chinita que les cebara mate. 

Y tantos, y tantos testimonios que dan cuenta de un exterminio anticipado, proclamado y del que varias generaciones se ufanaron. Que del otro lado de la frontera al huinca lo esperasen seres angelosos o negar la relaciones políticas y comerciales que efectivamente tenían con el Estado de Chile, es otro cantar que no es sensato sostener y no sostengo.

Prodigios y carnicerías, no lo olvides, querido diario.

Volvamos a Zeballos. 

Por supuesto que su trabajo abunda en loas a la expedición de Roca (que como repasamos era, en rigor, el de Zeballos) quien había sabido dejar de lado las políticas defensivas ideadas por Alsina y pasar a la ofensiva contra el enemigo de todos los tiempos.

"La República Argentina perdía tesoros, vidas y hacienda [sostiene Zeballos], como tributo pagado a los indios, mientras se buscaba con ideas vacilantes un pan de guerra eficaz para abatir el poder de la barbarie en vez de adoptar con firmeza la guerra ofensiva, que al fin concluyó con ella", rapiña descrita cuando repara en el camino viboreante que nacía en Olavarría: "que une los prados ganaderos de la República Argentina con los mercados consumidores de Chile, a donde los araucanos iban a celebrar ferias con los animales que nos robaban, a razón de veinte mil cabezas por año, durante los dos últimos siglos ¡4 millones de cabezas de ganado en doscientos años!".

Planicies liberadas del salvaje ma non troppo: quedaban algunos especímenes en retirada que en banda, podían hacerle algún daño al curioso filólogo. Por eso se valió de oficiales afectados a la guarnición del general Levalle que seguía destinado en ese sur, de dos baquianos lenguaraces  y de unos diez indios (salvajes huenos, digamos), a fin de evitar morir en el intento.

Escribía lindo Zeballos, es un texto que desde lo literario se disfruta. Las descripciones de su travesía, desde la salida de Buenos Aires en tren hasta la entonces terminal sur en el Azul, las precisiones topográficas, geográficas, meteorológicas, hidrográficas de la zona son de una precisión notable, informes que va intercalando con un anecdotario bien contado.

Por ejemplo, cuando se halla ante los campamentos desolados de los ranqueles, con sus carpas de cuero de potro deshilachados y los utensilios desparamados, que no habían podido ser llevados en la huída desesperada o dejados ahí, cuando los había sorprendido la muerte a manos de los infalibles remington, los mismos que llevaba Zeballos consigo en oportunidad de esa expedición.

No todo era desprecio y tirria hacia los salvajes. Hay un párrafo al menos, que conmueve de alguna manera a Zeballos, cuando alude a un evento  vivido con su escolta indígena.

"El teniente Bustamante había tomado ya el mando de mi escolta y el capitanejo Uñaínche (uñan, amancebado, che, gente) estaba ya pronto a acompañarme con diez indios. Estos estaban contentos y sobre todo Pancho Francisco que me perdía el miedo y había tomado ya un trago de caña que le brindé. La noche del 30, después de la tormenta, llamó mi atención el eco melodioso de una especie de lamentación cantada. Una melodía profundamente triste, de un sabor musical para mí desconocido y que producía sensaciones extrañas interrumpía el silencio de la soledad que nos rodeaba. No había duda de que alguien cantaba; pero sus cantares parecían más bien suspiros de un alma profundamente dolorida que las tonadas alegres con que el hombre feliz recuerda el amor y la esperanza. Pacho Francisco entretenía el fogón de los indios. Todos lo escuchaban silenciosos y pensativos; y yo mismo estaba impresionado tristemente por el sentimentalismo y la unción misteriosa del cantar araucano. El indio recordaba los hogares abandonados, la mujer cautiva, los hijos esclavos, los campos quemados, su libertad perdida y tal vez derramaba lágrimas al invocar el terrible infortunio de su raza. Acerquéme cautelosamente al fogón de los araucanos. La lamentación cesó, como si una voz profana hubiera mezclado irrespetuosamente sus ecos a los himnos que el bárbaro consagraba a la Patria, la Familia, a la Naturaleza y a su perdida Independencia. Ya no decía como antes sus patrióticas congojas por el contrario dirigiéndose hacia mí, pancho francisco cantó con aire placentero esta copla improvisada: 

Vey ñi amon, ayú hincá
mamuel Mapu, ayuvin mapú,
peglemen chi Quethré Huithrú
Cheu inché mnientun rucá.   

Tanto impactó a Zeballos ese momento, que tradujo la castellano la tonada:

"Ya me voy con el cristiano
Al país de las arboledas
Tierra amada.
Volveré a ver arruinada
cerca de Quethré Huithrú
¡Ay! ¡Mi casa!"

Y en Buenos Aires, pasó la melodía al pentagrama.  

Fue fugaz ese sentimiento. Dos días más tarde, a las 12 del mediodía el sol abrasaba esas pampas desoladas.

La comitiva había acampado en un monte de caldenes y se habían dispuesto los preparativos para compartir puchero de yegua. Mientras su almuerzo hervía en la olla: "resolví excursionar a los médanos en busca de las sepulturas araucanas. Con tres soldados salí, en efecto, abrumado de calor, para internarme en el revuelo mar de arenas, que se entiende al Norte del Sauce, limitando el valle".

Lo que cuesta vale, Zeballos.

"El teniente Bustamante [acota nuestro autor] no veía con agrado mi empresa contra los muertos, y sin atreverse a censurarla con la franqueza repetía mientras yo mudaba caballo, esta preciosa estrofa de Escobar: 'Llevadle, sí, llevadle a la llanura y sepultad allí su cuerpo yerto, que la grama del campo y su verdura deben ser la modesta sepultura del hijo valeroso del desierto. Referíase [aclara nuestro autor] a los cráneos que en una bolsa traía desde Salinas Grandes; y parecía insinuarme que los volviera a la tierra. "No se trata de eso, le decía, sino de desenterrar otros. Y Bustamante movía la cabeza y recitaba otras estrofas: "Su tierra es nuestra; el agua de sus fuentes apaga nuestra sed y nos recrea, mieses nos dan sus campos florecientes. ¡Pobres indios! Sus bosques y el collado donde el sol adoraban, son ya ajenos; su suelo entero ha sido conquistado. Y ¡nada! se  les ha dejado: ¡que les queden sus tumbas a lo menos!"

Un ingenuo, el teniente Bustamante, que había participado de la campaña del año anterior.

Como para que recordase el tenor de la hazaña en la que había intervenido, comprendiese de una vez qué hacían allí y se dejara de joder, Zeballos le respondió en prosa clarita.

"Mi querido teniente, si la Civilización ha exigido que Uds. ganen entorchados persiguiendo la raza y conquistando sus tierras, la ciencia exige que yo la sirva llevando los cráneos a los museos y laboratorios. La Barbarie está maldita y no quedarán en el desierto ni los despojos de sus muertos".   

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