sábado, 23 de mayo de 2020

Diario de la cuarentena. Día 64.

Aprobado en el Senado el proyecto de ley que repasábamos ayer nomás, querido diario, se le dio tratamiento en la Cámara de Diputados, ese mismo día, prueba de la urgencia gubernamental ante la cosecha en riesgo, oportunidad aprovechada por el ministro del Interior, Joaquín V. González, para solicitar una rápida aprobación.

El (demasiado) venerado abogado riojano que había reemplazado al ministro Yofre (el autor del proyecto de ley desechado por exceso de lirismo, según el senador Pérez) hizo uso de la palabra en el recinto de la Cámara. Escuchémoslo:

"La atmósfera bajo la cual viene a la consideración de la Cámara este asunto ha sido un tanto abultada en su importancia real, a tal punto que se ven peligros que en realidad no existen en toda la magnitud que se cree. Por eso no es raro escuchar opiniones que exigirían medidas más severas que las que autoriza el proyecto que hoy viene a estudio de la Cámara".

Diestro en el arte de hablar sin (aparentemente) decir nada, advertía con sutileza que podrían implementarse soluciones más drásticas que la auspiciada por Cané, cuya aprobación urgía.

No era posible ocultar que el Poder Ejecutivo debía adoptar medidas urgentes si: "las huelgas que actualmente conmueven a una gran parte de esta Capital y de la provincia vecina asumieses proporciones mayores que en la actualidad", siendo la ley una herramienta que: "contribuirá inmediatamente a remediar una gran parte del mal que al Capital presencia y, más que todo, a evitar que ese mal se haga mayor".

El Congreso de la Nación entonces, tenía la posibilidad de contribuir al remedio de esos males: "armando al gobierno en su rama ejecutiva, de los medios de poner eficaz y pronto remedio a la situación actual en que el conflicto está producido [alternativa que compatibilizaba con la Constitución Nacional, tal cual lo había dejado en claro momentos antes Cané al exponer] los antecedentes legislativos de otros países, y aun la jurisprudencia preeestablecida de los Estados Unidos, que abonan su constitucionalidad y su perfecta justicia [...] por eso el Poder Ejecutivo no ha tenido el menor reparo en prestarle su más decidido apoyo, sin quitarle tampoco su carácter de urgencia, desde que no hay nada perdido con que la honorable Cámara celebre una sesión extraordinaria, contribuyendo, si no a curar el mal desde su raíz, que no ha asumido las proporciones que a nuestro juicio harían [amenaza otra vez, el ministro González] necesaria una medida más general y más extraordinaria, por lo menos a evitar que ese mal sea mayor" [en: Natalio Botana y Ezequiel Gallo: De la República Posible a la República Verdadera (1880-1910), Ariel, Buenos Aires, 1997, pp. 485/6]. 

Oídas dos objeciones, el proyecto sería aprobado por la Cámara y promulgado por el presidente Roca quien, durante la primera semana de vigencia de la norma, expulsaría a quinientas personas, como decíamos ayer.

Dos años más tarde, en esa misma Cámara se debatió por primera vez, la derogación de la norma ante su evidente inconstitucionalidad. 

Si Alfredo Palacios (que siempre fue, Alfredo Palacios) la requería por considerar: "inaceptable la comparación con los Estados Unidos porque en este país la 'plétora' de inmigrantes recibida justificaba ciertas medidas de 'preservación' [ejemplificando] con el caso de los coolies chinos, que aceptaban condiciones de trabajo que 'hacían una competencia ruinosa a los trabajadores nacionales", tal como se consigna en el trabajo citado (pp. 91/2); el diputado entrerriano Pedro Coronado [erróneamente consignado en ese trabajo como "Martín Coronado", digamos para seguir afianzando la fama de maestrito Siruela (¡gracias, Viña querido!) que tan bien me sienta], sin la solidez argumental del senador correntino Mantilla en oportunidad del debate con Cané en el Senado, observaba el sentido de la norma por la afectación a los derechos civiles de los extranjeros, garantidos en el texto constitucional, desde 1853.

"Yo entiendo que si el derecho de residir es de orden civil y está consagrado por la libertad civil, reconocida para todos los habitantes que quieren venir a nuestra tierra, los extranjeros, provistos de ese estado civil, tienen el derecho de residir en nuestro país donde y como quieran, sin que nadie tenga que expulsarlos sino por los medios que más adelante veremos. Pero si nosotros, por el establecimiento de leyes coercitivas suprimiéramos la libertad civil, si por el establecimiento de estas leyes dejáramos de reconocer que el derecho de residir es un derecho civil, habríamos hecho un juego de  palabras que terminaría por la supresión de estas libertades".

Para ahondar todavía más la labilidad de su propuesta, no tuvo mejor idea que apoyarse en Juan Bautista Alberdi cuyas opiniones reputa: "generalmente muy conocidas", limitándose a citar "algunas palabras suyas".

Observo la vía escogida por Coronado por varias razones.

En primer lugar, porque, en efecto, las opiniones de Alberdi fueron desde siempre muy divulgadas, pero poco "conocidas", en mi humilde apreciación, dado que se le asignan a su pensamiento criterios que el propio Alberdi se encargó de refutar expresamente en sus trabajos. Por ejemplo y para resumir, digamos que es por lo menos un equívoco considerarlo "federal", aún en una de las tantas acepciones criollas del término y mucho menos, "democrático".

Tampoco, estimado Pedro Coronado, puede uno pretender sostener un discurso humanista, respaldándose en su pensamiento. 

Con todo, se le guarda respeto en este pago al gran derrotado del siglo XIX argentino a manos de lo peor de la élite de entonces: el puerto de Buenos Aires.

Le reconocemos el valor de haber roto lanzas en defensa del Paraguay cuando advirtió la indignidad a la que había sido sumida la Confederación Argentina por decisión de Mitre, al colocarla como furgón de cola del Imperio del Brasil en esa guerra cruel y absurda. Fue entonces cuando concibió la obra que, en mi opinión, lo hace merecedor a Alberdi de cien monumentos El crimen de la guerra, de 1870.

Aunque el trabajo más recordado es el proyecto de Constitución y su fundamento redactado en Quillota en 1852 para su jefe político Justo de Urquiza.

Aunque claro queda, de la lectura misma de sus trabajos más divulgados que en materia de derechos Alberdi siempre tuvo un criterio explícitamente restrictivo. Con una excepción: que el reconocimiento lo fuera en beneficio del objetivo primordial de su propuesta: dar garantía al resguardo del crédito privado, por Alberdi definido como "niño mimado" del tiempo nuevo que se inauguraba con la caída de Rosas al escribir las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina.

Leamos, querido diario: "Será preciso pues, que las leyes civiles de tramitación y de comercio se modifiquen y conciban en el sentido de las mismas tendencias que deben presidir a la Constitución; de la cual, en último análisis, no son otra cosa que leyes orgánicas las varias ramas del derecho privado. El crédito privado debe ser el niño mimado de la legislación americana; debe tener más privilegios que la incapacidad, porque es el agente heroico llamado a civilizar este continente desierto. El crédito es la disponibilidad del capital; y el capital es la varilla mágica que debe darnos población, caminos, canales, industria, educación, libertad". Para que no quedasen dudas, sentenciaba: "toda ley contraria al crédito privado es un acto de lesa-América"  (en la versión editada por Losada, Buenos Aires, 2008, p. 81).  

Es probable que a Coronado, cuando argumentaba en pos de la derogación de la Ley Cané le repicara en su mente el lei-motiv de Alberdi, aquel que proponía que gobernar es poblar. Síntesis de su propuesta que suponía la prioridad de poblar las vastas extensiones de la Confederación, que consideraba desiertas.

No sólo por la bajísima densidad de habitantes en ese territorio inmenso, cuyas regiones se encontraban aisladas entre sí por la ausencia de vías de comunicación mínimamente transitables (desde 1810 no se había hecho prácticamente nada para mejorar los ripiosos caminos reales existentes desde la época colonial) sino, muy especialmente, por la catadura de esos pocos habitantes a quienes Alberdi no les ahorra denuestos, a la vez que ensalza a Europa que era lo único civilizado que había en Sudamérica.

Así, en la opinión del tucumano América no era otra cosa que: "un descubrimiento europeo. La sacó a la luz un navegante genovés, y fomentó el descubrimiento una soberana de España. Cortés, Pizarro, Mendoza, Valdivia, que no nacieron en América, la poblaron de la gente que hoy la posee que ciertamente no es indígena" (cit., p. 87).

Elocuente siempre, dará su juicio sobre aquellos habitantes, en especial, los indígenas: "No conozco persona distinguida de nuestra sociedad que lleve apellido pehuenche o araucano. [...] ¿Quién conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser indio neto? ¿quién casaría a su hermana o a su hija con un infanzón de la Araucanía y no mil veces con un zapatero inglés?", por ello se preguntaba: "¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de los Estados Unidos? Traigamos pedazos vivos de ellas en las costumbres de sus habitantes y radiquémoslas aquí. ¿Queremos los hábitos de orden, de disciplina y de industria prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hondamente esos hábitos. Ellos son comunicativos: al lado del industrial europeo pronto se forma el industrial americano. La planta de la civilización no se propaga desde la semilla. Es como la viña, prende del gajo" (ídem, pp. 93/4).

Sustituir una población por otra, resumo querido diario. Con una condición: que esa población sustituta contribuyese al desarrollo de las industrias que habrían de florecer a partir del crédito privado, niño mimado de su propuesta. Condición sine que non, querido diario.

Para desgracia de Alberdi ese contingente de seres que llegarían a sustituir a los indígenas no eran ingleses ni franceses, en todo caso, muy por debajo de la proporción anhelada por el tucumano. Menos todavía norteamericanos, salvo las maestras importadas por su detestado Sarmiento. Llegaron, sí, y por millones y de Europa, personas que venían de otras regiones: del sur y del oeste; otros tantos del Asia menor y no pocos de la incivilizada Sudamérica.

Tendría tiempo Alberdi de escribir sobre ese equívoco, veinte años después, y antes incluso de la manifestación del aluvión inmigratorio que llegaría al Plata, el que no llegaría a presenciar, dado que moriría en 1884 en un suburbio parisino. Días antes había sido encontrado delirando por las calles, perdido por completo.

Había tenido años antes una leve satisfacción al volver a su Patria, representar a Tucumán en el Senado cuando dos coterráneos suyos presidían la joven República. Uno de sus últimos trabajos La República Argentina consolidada con Buenos Aires como capital, de 1880 fue celebratorio de la federalización de Buenos Aires, a causa de la derrota de la élite porteña durante ese año que se dio el placer de atestiguar.

Antes, había tenido oportunidad de repasar la idea fuerza de Las Bases, en uno de su textos más amargo, más reaccionario: Peregrinación a la Luz del Día o Viajes y Aventuras de la Verdad en el Nuevo Mundo, de 1871, una novela indefinible con un personaje central, precisamente la "Luz del Día" o "La Verdad", venida desde Europa al "Nuevo Mundo", donde se encontraba con otros personajes que igualmente procedían de Europa representativos de todo lo despreciable para "La Verdad".

Uno de ellos era "Tartufo", a quien destrata particularmente. No creo que fuese casual la elección del personaje cuando las publicaciones satíricas apodaban a su enemigo de (casi) todas las horas, el presidente Domingo Sarmiento con ese apelativo.

Bajo el título: "Casos en que poblar es asolar", escribe Alberdi: "Aquí he oído -dice Luz del Día- que gobernar es poblar. El axioma puede ser verdadero en el sentido que poblar es desenvolver, agrandar, fortificar, enriquecer un país naciente; poblar es educar y civilizar un país nuevo, cuando se le puebla con inmigrantes laboriosos, honestos, inteligentes y civilizados; es decir, educados. Pero poblar es apestar, corromper, embrutecer, empobrecer el suelo más rico y más salubre, cuando se le puebla con las inmigraciones de la Europa atrasada y corrompida. Aunque la Europa sea, lo que hay de más civilizado en la tierra, no es civilizado por eso todo lo que es europeo." (cit., Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 2012, p. 35).

Por ello es que, la invocación que el diputado Pedro Coronado hizo del ideario alberdiano cuando sostenía la necesidad de derogar la Ley de Residencia...

Ay, Garcete, ¡y yo que pensaba que no podíamos ir peor! Seguimos retrocediendo, hasta Fernando de Aragón y la Isabel de Castilla no parás... ¿Adónde carajo querés ir, nene?

Querido diario, una vez más con tus impaciencias, con tus provocaciones.

Está clarita, la dirección hacia la que llevo el relato, y como está tan clarito no voy a explayarme.  

Sino para subrayar lo evidente: la Argentina es la hechura de seres despiadados, querido diario.

De gentes que conformaron su pensamiento a partir del desprecio por el otro, por las vidas de los otros.

Ese ideario lo impregnaba todo: los actos de gobierno, las resistencias a los actos de gobierno; incluso se escribían y se justificaban esas miradas desdeñosas hacia el otro, hacia el género humano.

Propuesta que un cínico como vos, querido diario, recibe como la sensiblería más de un sensiblero, es una de las claves, en mi opinión de nuestros eternos tropiezos, de nuestras tragedias, atribuibles quizás, no sólo al país, sino a todo el género humano.

Y hubieron algunos pocos, poquísimos que intentaron construir algo diferente a partir de un criterio humanista de la política.

Ya sabés quien, para mí, es uno de ellos.

En enero del '19, en Gallegos, en La Forestal, ¿se olvidó de su humanismo ese "uno de ellos", Garcete?

Chito, infeliz. Ya te vas a enterar.

Cierro esta entrada con una bellísima foto, la de una prole llegada pocos años antes del sur de Italia, de la Basilicata, más precisamente. Afincada en Azul, al centro de la provincia de Buenos Aires, cuyos integrantes no representaban el ideal de inmigrante de Alberdi, pero que de allí (en parte) provengo.

El papá, la mamá y los hermanos de mi abuela Carmen, que cuando se tomó la fotografía, todavía no había nacido.


  

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