sábado, 30 de mayo de 2020

Diario de la cuarentena. Día 71.

Llegado a este punto, pretendo ir dejando atrás el repaso de un tiempo desconcertante, tan absurdo como despiadado que, sólo en apariencia, me ha alejado del tema sobre el cual escribía. Y sigo escribiendo, con un empecinamiento inexplicable, esta nueva crónica tan o más despareja que las anteriores, querido diario.

Decíamos ayer que la intervención conferida por el presidente Avellaneda al Defensor Nacional de Pobres e Incapaces, Dr. Gervasio Granel, mediante decreto del 2 de agosto de 1879, debía ser considerada como una iniciativa (de las poquísimas) llevada a cabo por un relevante actor político de ese tiempo cruel, que evaluó la pertinencia de echar mano al derecho para la resolución de una de las tantas consecuencias de la expedición que estamos repasando. Oportunidad que tengo para evocar a un profesor universitario que tuve el gusto de conocer cuando fui alumno de la carrera de Abogacía en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

Estaba por escribir "uno de los tres profesores...", pero exageraría con el número, faltaría a la verdad. Sólo a un profesor recuerdo con cariño y respeto. 

Y si tuvieron para mí algún interés las clases de Fernando García Pullés, de José Luis Mandalunis o las de Iidoro Ruiz Moreno, la soberbia tan poco fundada de los tres empaña todo buen recuerdo posible. Para qué recordar a Vanidossi. O a otro radical, Rabossi, con quien cursé Derechos Humanos. De él apenas recuerdo el olor al tabaco de su pipa (en ese tiempo en las aulas se fumaba, y cómo) y su voz quebrada por un llanto incontenible, cuando se excusó por no estar en condiciones de dictar clases por la muerte en La Paz de Carlos S. Nino que acaba de acaecer. De Paixao, otro radical, y de sus clases, no me ha quedado recuerdo alguno. Quizás, soy injusto con Mario Negri.

Y más allá, la inundación. Un desfile de una mediocridad dura y pura. Acorde con mi desempeño, debo decirlo: fui un alumno fatal y espantoso; que odió la Facultad desde el primer día que la pisó. Por oscura, por maloliente, por sucia. 

Me reconcilié al final de mi dilatadísima cursada de casi ocho años, cuando comencé a frecuentar la mesa de la "Juventud Universitaria Peronista"; hábito que mereció la censura de una antigua amistad que sabía de mi pertenencia radical y no comprendía mi perseverancia por compartir momentos con los perucas. Me lo observó, preguntándome qué hacía "con esta gente, entre estos retratos", alusión a las fotos de la Señora y del General que allí lucían.

Me justifiqué ante ese añeja amistad respondiéndole: "Pasa que los peronistas son muy cariñosos". La añeja amistad, por toda respuesta, dijo: "andá a la reputísima madre que te parió".

Abelardo Levaggi fue el único profesor que, a lo largo de mi dilatada carrera universitaria, me ha dejado un bello recuerdo.

En el artículo "La protección de los naturales por el Estado argentino (1810-1950). El problema de la capacidad", publicado en la Revista Chilena de Historia del Derecho, años 1990-1991 (disponible acá), aborda la cuestión que esbocé en la entrada anterior: la intervención de un defensor de pobres e incapaces para la representación de los indios capturados en ocasión de la campaña desarrollada por el Ejército argentino. 

Ni el Código Civil, vigente desde 1869 ni ningún otro dispositivo legal (al margen de la nacida ad hoc, ante la necesidad que los efectos de la campaña requería) establecía la razón jurídica por las cuales esas personas debían ser consideradas como sujetos de derecho con una capacidad menguada. Dado que, excepción hecha de los hijos de los vencidos a quienes se les sometía al trato previsto por el artículo 59 de ese Código (en tanto la exigencia de la representación pupilar); los adultos no contaban (a priori) con las características de las personas consideradas incapaces por la ley civil ni habían sido declarados tales por decisión judicial alguna.

Y, a su vez, como el profesor Levaggi destaca en su artículo, la Constitución Nacional consagraba en su artículo 16, el principio de igualdad, por el cual se declaraba que el Estado argentino no reconocía prerrogativas de sangre.

Por ende, la condición de indígenas de esas personas no explicaba por sí sola la intervención de un representante legal que decidiera por ellos ante las autoridades.

Ahora, no todo era tan sencillo como se presenta dado que, la cuestión de la igualdad proclamada por textos como la Constitución Nacional derivada del principio consagrado por los revolucionarios franceses de 1789 suponía cierta complejidad, como lo pondera el profesor Levaggi al considerar que puede ser abordada desde dos premisas: una teórica y una práctica: "la premisa teórica [...] fue el principio de igualdad ante la ley; la práctica, que me reduzco a citar, la calificación del indio por el derecho indiano como persona 'miserable' y la actuación consiguiente  de los protectores naturales a fin de asistirlos y suplir la incapacidad relativa de hecho que esa categoría suponía".

La primera de las premisas, la de la igualdad total en materia de derechos, era la sostenida en el Río de la Plata por los referentes del ala "jacobina" de los revolucionarios de mayo de 1810: "que operó una homogeneización de los individuos frente al derecho. El ignorar, o pretender que se ignorasen, dichos rasgos que evidentemente los distinguían, pero que se había propuesto cancelar, los hizo más iguales en teoría. Sólo en teoría, y sin tener en consideración la incidencia negativa que una igualdad meramente formal podría tener -como la tuvo- en la superación o atenuación de las diferencias reales. De los dos aspectos involucrados: el jurídico y el social, le dio preferencia al primero sobre el segundo".

Coincidimos con el profesor Levaggi en que, independientemente de esa bella finalidad el Derecho Público Patrio, iría consagrando a la consideración jurídica de los indígenas un sentido no muy diferente al del derecho español indiano, constante que no sería afectada a partir de 1853, no obstante del texto constitutcional aprobado ese año no se desprendiera: "ninguna clase de discriminación respecto de los aborígenes en orden a su capacidad [situándose] en ese punto en la misma línea de los antecedentes patrios. No obstante, también como ocurriera en la etapa preconstitucional, siguieron siendo asimilados a los menores. Los defensores de éstos  representaron los intereses de aquéllos siempre que esa gestión no le fuera encomendada a otro funcionario".

Tal, el sentido del decreto de Avellaneda que comentaba al inicio y en la entrada anterior del 22 de agosto de 1879, por el cual se daba intervención en la materia al Defensor Nacional de Pobres e Incapaces, Dr. Granel, fundamentándose la incapacidad de los indios en: "la ignorancia o la rusticidad con la que se conformaba el aserto de que la cultura seguía siendo un factor de discriminación legal".

Digamos que la decisión de Avellaneda no sólo armonizaba con el derecho que regía desde siempre, sino que, bien mirada, garantizaba lo que actualmente denominamos "acceso a la justicia" de las personas que atravesaban tan penoso trance y, de manera plausible, intervenía en la inadmisible práctica del reparto de niños que venía llevándose a cabo desde hacía más de un año.

En contraste con Valko, que trata con desprecio al Defensor Granel, Levaggi destaca una noticia publicada en el periódico "El Nacional" de mayo de 1879, que precede a la decisión presidencial (y es de suponer que la justificaría) al informarse que había cursado al Ministerio de Instrucción Pública: "que ordenase a la Sociedad de Beneficencia y a las oficinas que habían distribuido indios, y dispusiese -asimismo-que ninguno podría pasar a otra familia sin el conocimiento de dicha defensoría que en adelante sería la encargada de tal distribución".

El diario "El Siglo" favorable al ascendente ministro de Guerra y Marina, Julio Roca, celebra el ímpetu del defensor Granel, pensando más, tal vez, en una intervención que pusiese coto a la acción del arzobispo Aneiros en ese terreno, a quien le deparaban una detestación explicita.

Escribe algo más el cronista de "El Siglo" que congratularse por la actuación del Dr. Granel quien había tomado "la actitud que le corresponde en amparo de las familias indígenas que han sido distribuidas. Teníamos razón cuando reclamamos la ingerencia de su Ministerio. Su misión es tutelar y humanitaria. Por eso es tan simpática a la sociedad y por eso es tan requerida siempre. Es la providencia social de la orfandad. Se han denunciado hechos (felizmente muy pocos) que acusan mal tratamiento empleado con las familias indias que se han distribuido. La mayor parte han hallado la más noble y culta protección en su asilo. Sin embargo, no han faltado excepciones censurables. Se trata de poner remedio tomando conocimiento de los hechos vituperables y ganrantiendo la condición de los asilados. El Gobierno Nacional no tiene los medios de atender a sus necesidades. No podía hallar otro expediente más humano que entregarlos a las familias en cuyo seno se civilicen al blando amparo de ellas. Ha asegurado la suerte de algunas centenas de familias indígenas enviándolas a Tucumán con la garantía y protección de aquel Gobierno. Está asegurada por disposiciones oficiales la condición regular y el fruto del trabajo de los indios. Allí como aquí, se vigila su situación hasta que lleguen a valerse por sí mismos."    

Al margen de los embustes y del cinismo que recorre toda la crónica, ese desparpajo pone en evidencia aquello que destacaba el profesor Levaggi al inicio del artículo que me ha complacido reseñar, porque auspició el bello recurso de una bella persona: cuando el derecho contradice los intereses de determinados factores de poder al regular determinadas relaciones jurídicas, queda reducido (casi siempre) en una premisa (aunque necesaria), meramente teórica.

No hay comentarios:

Publicar un comentario