martes, 12 de mayo de 2020

Diario de la cuarentena. Día 53.


Querido diario:

Esta mañana me he enterado de dos cosas que me alejan todavía más de la cotidianeidad ruin que nos agobia. 

Alfonso de Prat Gay atacó al Dr. Pedro Cahn y "La Nación" informa que de nueve hisopados realizados en la 1-11-14, ocho dieron positivo por Covid-19. 

Ambas noticias, el ataque artero de un miserable a un médico convencido (al que le di duro y parejo en tus páginas, querido diario) y, la amenaza que cierne sobre este páis desgraciado a partir del relevamiento en la villa bel Bajo Flores, me empujan al pasado, me convencen aún más de la conveniencia de refugiarme en lecturas que sólo a mí me  importan, al igual que a un puñado de gente muy querida, debo subrayarlo.

Al igual que Jorge Luis Borges, me refugio en el pasado, apuesto a una atemporalidad, aunque inútil indispensable en este presente de tanta incertidumbre.

Quien siendo joven, opinó con certeza acerca de un personaje que voy a evocar en esta entrada para, sino desarrollar una reseña íntegra de las alternativas de 1928 y de la llegada de Yrigoyen al poder, al menos plasmar pareceres antagónicos a los de los votantes mayoritarios que lo habían reelecto en las elecciones presidenciales de abril de ese año.

Porque, muchos estaban indignados con ese plebiscito tan celebrado por el pueblo radical.

Uno de ellos es un ser, en mi opinión, de un prestigio inexplicable, por las razones escritas por esos años por el entonces juvenil e yrigoyenista Jorge Luis Borges.

"Muy casi nadie, muy frangollón, muy ripioso, se nos evidencia don Leopoldo Lugones", leemos en "Leopoldo Lugones, romancero", publicado en El tamaño de mi esperanza, uno de sus primeros trabajos, dedicado a demoler, con justicia plena, la poética del Poeta de la Patria.

Que rescataría sólo si sus composiciones hubiesen sido escritas en broma: "donde esas rimas irrisorias caen bien. Lugones lo hace en serio. A ver amigos, y glosa: ¿qué les parece esta preciosura?: 'Ilusión que las alas tiende / en un frágil moño de tul / y al corazón sensible prende / su insidioso alfiler azul'. Esta cuarteta es la última carta de la baraja y es pésima, no solamente por los ripios que sobrelleva, sino por su miseria espiritual, por lo insignificativo de su alma. Esta cuarteta indecidora, pavota y frívola es resumen del Romancero. El pecado de este libro está en el no ser: en el ser casi libro en blanco, molestamente espolvoreado de lirios, monos, sedas, rosas y fuentes y otras consecuencias vistosas de la jardinería y la sastrería. De los talleres de corte y confección, mejor dicho".

¿Y por qué el autor de La guerra gaucha habría de entrometerse en este relato que, pareciera, se aleja cada vez un poco más de Arlt y de Los Siete Locos

Porque Lugones era uno de los arietes de la conspiración sorda y constante que se desplegaba para que finalizase, pronto y mal, la segunda Presidencia de Yrigoyen.

Y la cita burlona de Borges se debe, esencialmente, al concepto que siempre me mereció Leopoldo Lugones, digno padre de su hijo.

Quien, el 7 de mayo de 1928, a poco más de un mes de consagrada la fórmula "Yrigoyen-Beiró", en mismo ámbito de "La Ópera" de la calle Corrientes, pronunció la primera charla de un ciclo de conferencias que habría de dictar a lo largo de todo el mes. La primera se titulaba: "Cómo ve la Argentina actual un hombre del siglo pasado".

De acuerdo con la crónica del diario "La Nación" del 8 de mayo, Lugones comenzó su disertación, halagando a las damas presentes en el nutrido auditorio, al ponderar que a pesar de cualquier adversidad que pudiera presentarse: "siempre quedarán por ventura glorias y bellezas de sobra pasa la celebración inmortal. Y entre estas últimas, ninguna como la vuestra, señoras mías, compatriotas y no [no es cuestión de discriminar], ya que al ser otoñal nuestro mayo,. quedáis reinando en él como las únicas flores", destacando, también que las otras flores: "desde nunca son más bellas que cuando se deshojan rendidas a vuestros pies. Caiga en vuestro nombre, pues, mi rosa de otoño ante el ara de la deidad que sonreía en el esplendor de mayo".

Así, comenzó.

Siguió, hablando de sí mismo, diciéndose dichoso por haber tenido: "la suerte de encanecer en la nobleza de la pluma" y de infancia que: "fue, como es natural, de índole militar: el recuerdo de la salida de los soldados de Santiago del Estero que eran llevados a combatir la rebelión del 80", oportunidad que le permitió volver sobre el leitmotiv que había acuñado en Perú, unos años atrás, al reafirmar que: "la grandeza de nuestro país, fue principalmente por la espada".

Y avanzó: "en las horas de crisis definitivas, cuando de acuerdo a la índole de nuestra raza, se notan los síntomas que preludian una revolución, se impone la presencia de hombres de fuerza que resuelvan sin apelación el conflicto para desembarazar el camino del progreso, como hay que carpir el campo para que en seguida el labrador dedicarse a labrar"

Momento "decisivo" el de mayo de 1928, el de: "pasar de la soberanía a la potencia, que es la crisis presente de la nación; y no es posible que todos los ciudadanos puedan dedicar toda su vida al ejercicio de las tareas políticas. Esta teoría pudo ser sostenida en naciones pequeñas y débiles; pero la propia grandeza de la patria argentina requiere ya que existan otras especialidades para labrar el bienestar y su prosperidad, y que se releguen las actividades de la política a los políticos propiamente dichos".

La política, para los políticos; la grandeza de la Patria, para los hacedores de una "Grande Argentina", los hombres de la espada. 

Decía que Lugones había estado unos años antes en Perú. Integraba, por decisión del presidente Alvear  la comitiva argentina en ocasión de los festejos organizados en homenaje al centenario de la batalla de Ayacucho. 

Fue entonces cuando el Poeta de la Patria, pronunció su discurso canónico, al que aludía en el teatro "La Ópera", en mayo de 1928 conocido como el de La Hora de la Espada, pieza que anticipaba la proclama golpista del 6 de septiembre de 1930 redactada, también, por Lugones.


Previo semblanteo de la batalla evocada con giros que hubieran merecido la abominación de Borges ("noble trompa de plata", "ronca retreta", "sincero golpe de corazón", "inmensa desventaja", "perla matinal del cielo limeño", "alas revibrantes", "sonreída ondulación del gallardete verde del mar", "esclavina impar", entre otras delicias) dijo lo que quería realmente decir: que aquellas batallas, lejos de ser un recuerdo, eran un legado qeu había que retomar.

"Dejadme procurar que esta hora de emoción no sea inútil. Yo quiero arriesgar también algo que cuesta mucho decir en estos tiempos de paradoja libertaria y de fracasada bien que audaz ideología. Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada. Así como ésta hizo lo único enteramente logrado que tenemos hasta ahora, y es la independencia, hará el orden necesario, implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente derivada, porque ésa es su consecuencia natural, hacia la demagogia o el socialismo (...) Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe redestinado, es decir al hombre que manda por su derecho de mejor, con o sin la ley, porque ésta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad. El pacifismo no es más que el culto del miedo, o una añagaza de la conquista roja, que a su vez lo define como un prejuicio burgués. La gloria y la dignidad son hijas gemelas del riesgo; y en el propio descanso del verdadero varón yergue su oreja el león dormido".

Lugones, en nombre del demócrata Alvear (de pacotilla, pero demócrata al fin), en su representación y la de un país que había consagrado su Constitución a los valores del liberalismo, proclamaba la muerte de ese sistema. O peor, su inutilidad, su íncita perversión, por ser el antecedente del bolcheviquismo.

"Orden", "jerarquía" y "aristocracia", eran los valores que el representante del presidente Alvear en Lima al decir ese infausto discurso contrapuso a los de "pacifismo", "colectivismo" y "democracia". 

No era original Lugones. Al igual que el alucinado Alberto Lezin (a) el Astrólogo de Los Siete Locos, perseguía una restauración, como otros soñaban con la revolución. No eran pocos los intelectuales que desde espacios como La Nueva República, traducían del francés el catecismo de Charles Maurras (curioso, nuestros nacionalistas querían emplear en nuestra nación las teorías concebidas en la Metrópoli intelectual de ese tiempo). 

O traducir del italiano, las certezas de Kurt. E. Suckert (a) Curzio Malaparte, para dar por acreditado el fracaso inapelable de los liberalismos y los democratismos occidentales.

En el caso de Lugones irrita su inconsistencia, su esnobimo, también: pocos años antes se decía anarquista y había dejado impresos gongorismos similares en la revista "La Montaña", que había dirigido con José Ingenieros. De esas ensoñaciones, al militarismo duro y puro de "La hora de la espada", derrotero que en degradé lo empujaría a abismos aún más profundos como La grande Argentina o la propuesta constitucional corporativa de su último ensayo, El Estado igualitario.

Por lo demás, debe destacarse que, además de las damas a las que piropeaba en el teatro "la Ópera", Lugones les calentaba las orejas con sus ideas a personas con más recursos y capacidad de daño. Por todos, a sus admirados hombres de la espada, arrojándoles miles de fardos de pasto arrojados a esas fieras, muchas de las cuales impulsarían siniestras experiencias políticas, como la iniciada en septiembre de 1930 que, con algún intervalo, irían sucediéndose a lo largo de cincuenta largos años. 

Años más tarde, ese ser minúsculo se suicidaría, apelando a la infalible ingesta de whisky y de cianuro en un recreo sobre el Paraná de las Palmas. Dejó una carta que digna de Bonaparte: "prohíbo que se de mi nombre a ningún sitio público", escribió por última voluntad que desgraciadamente fue desoída. 

Pocos años después de haber pronunciado su discurso de Lima, pocos años antes de haber sido el ariete del golpe de septiembre de 1930, a las vísperas de la elección de un inexplicable y absurdo líder que creía en la democracia, porque creía en su pueblo, destilaba ante su florido auditorio del teatro La Ópera de Buenos Aires sutilmente, su veneno autoritario.

Una monserga que tanto daño infligió al país, a cargo de un rodaballo, un cachafaz, un palangana, dijera don Hipólito Yrigoyen.

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