miércoles, 13 de mayo de 2020

Diario de la cuarentena. Día 54.

"Página pequeña y vibrante, llena de verdades, arrojadas al rostro del adversario con chasquidos de látigo, o volcadas sobre la conciencia de esta Buenos Aires dormida, tú estás haciendo la historia triste y burlesca de estos días. Viento de fronda, nacido entre risas y desdenes, no permita el destino que concluyas en huracán".

No fue Lugones el autor de esta triste cuarteta (para llamarla de alguna manera) sino Matías Sánchez Sorondo, publicada en el diario "La Fronda" del 6 de octubre de 1921, cuando comenzaba el último año del primer gobierno de Yrigoyen.

Pasquín fundado por Francisco Pancho Uriburu en 1919, recipendiario de todo el odio reaccionario al radicalismo y, en especial, a la figura de Hipólito Yrigoyen. La furia odiosa y odiadora de ese diario, alcanzaría haría cumbre durante el mandato que, como repasamos, se iniciaba el 12 de octubre de 1928.

Desde sus páginas, Uriburu (sobrino nieto del ex presidente, José Evaristo y primo hermano del futuro dictador, José Félix), representante de la más rancia oligarquía salteña relacionada con la producción y la comercialización de la azúcar pergeñó, entre otras proezas, el apodo con el cual se conocería para siempre a Yrigoyen: el Peludo. Apodo que le atribuyó por la escasa sociabilidad que le asignaba a Yrigoyen y su preferencia por la nocturnidad; encerrándose, por ello, durante el día en  su "cueva de la calle Brasil", en alusión a la modesta casa en la que residía. 

Particularidad que su biógrafo, Manuel Gálvez destaca como un puntal, debido a que conciliaba en Yrigoyen la moral privada y pública.

"Hipólito Yrigoyen es uno de los raros gobernantes a quienes el poder no aparta de sus costumbres austeras, Sigue viviendo en la misma casita modesta, que todo el mundo considera indigna de un presidente. Los que se guían por exterioridades creen que el vivir allí puede restarle autoridad moral ante el pueblo. Él lo sabe. Nadie conoce mejor los sentimientos del pueblo, que exige austeridad en los gobernantes. tal vez por esto mismo él se queda allí, en la casa que sus enemigos llaman 'la cueva', vale decir, el escondrijo del que Yrigoyen -'el Peludo', como ellos le apodan irreverentemente- nunca ha salido para ver el mundo" (Gálvez, cit., p. 198).

Miguel Ángel Cárcano, biógrafo de uno de sus inmediatos antecesores, nuestro conocido Roque Sáenz Peña, realiza un fresco del objeto de su trabajo, a quien describe como un hombre que acababa de cumplir sesenta años quien: "al decoro de la actitud unía la distinción de los modales. Cierta solemnidad, que nunca llegaba a la afectación ni al empaque, desaparecía en el trato amistoso, donde la franqueza nunca fue vulgar y muchas veces ocurrencia ingeniosa. era natural la arrogancia en su andar, erguido y tardo. En 'la cabeza poderosa' cubierta de escaso cabello blanco, se destacaban los ojos azulados, leales, suaves e inteligentes. Prominente la nariz, la cejas bien pobladas, el abundante bigote cubría labios expresivos. Un dejo de sensualismo romántico y deseo de gozar de la vida animaba esa cariátide humana, de facciones sobrias y equilibradas, que inspiraba irresistible simpatía y respeto. Era un conjunto de alta calidad física y espiritual: 'Nadie le disputó a Sáenz Peña su puesto de primer caballero de su generación'. Alguien que nunca le hubiera visto lo señalaría entre todos, a la manera de Juana de Arco con el rey de Francia: 'Él es el Presidente'". (Sáenz Peña. La revolución por los comicios, Hyspamérica, Buenos Aires, 1984).

Decí, querido diario, que no existe el Partido Saenzpeñista que sino violo del modo más afrentoso la cuarentena y salgo a la sede de esa Casa para inscribirme en sus augustas filas.

Que conocía del arte, de la ciencia de gobernar. Como un Rey. 

Etica a la cual Sáenz Peña dado rienda suelta al asumir la Presidencia en 1910 cuando ordenó la refacción de la Casa de Gobierno, entonces destinada a tareas administrativas. El hombre había quedado muy impresionado con la España monárquica de Alfonso XIII, cuando tuvo oportunidad de conocerlo en todo su esplendor al asistir como representante argentino en 1906, cuando el enlace real del monarca borbón con Victoria Eugenia de Battenberg, nieta  de la Reina Victoria de Gran Bretaña y quería traer a estas pampas feraces algo de ese savoir faire.

Se empeñó, entonces a acondicionar la Casa Rosada para darle como destino principal su residencia personal, donde habría de celebrar fiestas al estilo de las cortes europeas. Recordaba, con añoranza, la revista "Plus Ultra" en 1916 (cuando todo ese esplendor empezaba a quedar en el pasado) el estilo de los salones entonces inaugurados: "el gran salón comedor, el escritorio privado del presidente,  tres elegantes salitas de recibo y el jardín de invierno, sin contar el dormitorio y las dependencias privadas". 


En ese fantástico jardín de invierno se la inmortalizaba a Rosa González de Sáenz Peña, orgullosa y robusta primera dama, con su cordial altivez, envuelta en su robe de chambre de seda; quien habría de lucir sus mejores galas en oportunidad del banquete  baile celebrado en Palacio, en oportunidad de  las "Fiestas Mayas" de 1912 cuando se sirvieron doce platos de manjares traídos de Francia e Italia, que sería recordada (de acuerdo con la crónica de "Plus Ultra" de 1916), por muchos años por lo "verdadera fiesta de corte a la que asistió todo lo más selecto de nuestro mundo social e intelectual".

Los selectos invitados fueron recibidos por los "negritos ordenanzas de Presidencia de la Nación [a quienes] Sáenz Peña les puso calzón corto de terciopelo celeste, zapatos con hebilla y les hace lucir las no muy torneadas piernas con medias blancas". Enseñados "a saludar inclinando el busto", al paso de los invitados, según recuerdo del taquígrafo y Ramón Columba, quien dejó testimonio de una caricatura del morocho personal de maestranza como se puede leer en su conocido trabajo: El Congreso que yo he visto.

Cuánto contraste, para mengua del prestigio de la Patria, gobernada tan poco tiempo después por un santón que vivía en una casa en el barrio de Constitución, para colmo alquilada...

Y que había llegado al poder con intenciones tan distintas que las de sus antecesores.

Que recibía en Palacio a gente tan distinta de aquella que había sido servida con modos versallescos en los festejos de Mayo de 1912.

Como recuerda Carlos Ibarguren, ministro de Sáenz Peña, candidato presidencial por el Partido Demócrata Progresista en los comicios de 1922, convocados al final del mandato de Yrigoyen.

Autor de una obra prolífica y muy bien escrita (leí su biografía de Rosas al final de mi adolescencia y quedé deslumbrado) quien, al estilo europeo, a poco de fallecer en el año 1956 publicó sus memorias tituladas: La historia que he vivido, trabajo que vamos a releer más de una vez.

Evoca Ibarguren salteño él, pariente de los Uriburu que refería al inicio, que había ido a visitar al presidente Yrigoyen a la Casa de Gobierno a poco de asumir la Presidencia a fin de solicitarle se culminasen los trabajos para la inauguración del monumento al general Álvarez de Arenales en la plaza céntrica de la ciudad de Salta.

Su relato, escrito con el estilo de su buena pluma, da cuenta de las prevenciones que tenía sobre Yrigoyen, de quien se dijo (como si hiciera falta aclararlo) un "obstinado adversario". 

Lejos de calificarlo de dictador (menos aun de tirano, como se le arrostró en su tiempo), consideró condenable: "el paternalismo de mandón que ejerció implacablemente y el predominio de gente inferior por su incultura e ineptitud que le hacía cometer desaciertos, a causa de la carencia de condiciones indispensables para las funciones administrativas que desempeñaban" (cit., p. 342).

Lo describió con rencorosa precisión: "maestro en el arte de engatusar y de tejer, como las arañas, todas hábilmente extendidas para atrapar adeptos y vencer a enemigos. Yrigoyen sabía orientarse con firmeza sin perder su dirección. Su lenguaje verbal era muy superior al estilo escrito, más suave y sencillo que éste, dicho con el diapasón de voz a medio tono y con palabras que le eran pecualiares. Refiriéndose al radicalismo, no lo llamaba partido, sino causa, y cuando aludía a la conducta o a los propósitos políticos del mismo no usaba el término programa o plan, sino el creo, como expresión de fe en el apostolado que él predicaba. Infundía siempre en la propaganda política de la causa una sugestión religiosa, una mística cívica evangelizadora. Nunca atacaba individualmente a sus adversarios; evitando crear odios o enconos personales que lo perjudicasen, sus embestidas verbales o escritas eran en contra de sistemas, de procedimientos o de regímenes."   

Nacionalista al fin, Ibarguren defenderá, o al menos justificará, un aspecto muy ponderable de la política de su primera Presidencia: la digna defensa de los intereses nacionales durante la Primera Guerra Mundial (que dijo seguir "con enérgica adhesión y simpatía"), explicada por el político conservador salteño a partir de la condición de Yrigoyen de: "fervoroso patriota y de voto por todo lo argentino y sus tradiciones; este amor extendíase a España, como a nuestra madre patria, a su pueblo y a los rasgos que caracterizan el alma hispánica" 

Por fin, retomando aquello de las personas inferiores que rodeaban al Presidente radical, creo que es útil reseñar su recuerdo del único encuentro personal mantenido con Yrigoyen en la oportunidad destacada al inicio, escrito aunque con elegancia y respeto hacia su destinatario, con la sorpresa que todavía lo embargaba a tantos años de ese evento.

"El espectáculo que presentaba la Casa de Gobierno, a la que yo no iba desde hacía varios años y que observé al pasar por salas y pasillos era pintoresco y bullicioso. Como en un hormiguero la gente, en su mayoría mal trajeada, entraba y salía hablando y gesticulando con fuerza; diríase que esa algarabía de comité en vísperas electorales que de la sede del Gobierno. Un ordenanza me condujo a una sala de espera, cuya puerta, cerrada con llave, abrió para darme entrada y volvió a clausurar herméticamente. Vi allí un conjunto de personas de las más distintas cataduras: una mujer de humilde condición con un chiquillo en brazos, un multado en camiseta, calzado con alpargatas, que fumaba y escupía sin cesar, un señor de edad que parecía funcionario jubilado, dos jóvenes radicales que conversaban con vehemencia de política con un criollo medio viejo de tez curtida, al parecer campesino, por su indumentaria y su acento. la puerta volvió a abrirse y el ordenanza me invitó a pasar al despacho presidencial. Yrigoyen me esperaba de pie, me saludó con afabilidad excesiva, tomó mi sombrero y bastón, los depositó sobre el escritorio y me hizo sentar a su lado".

Habían cambiado las cosas, en efecto. A los morochos no se los humillaba, disfrazándolos como  lacayos de una corte inexistente. En cambio, comenzaban a ser recibidos en la Casa de Gobierno por el Presidente ataviados como lo prefiriesen: de camiseta y alpargatas, por ejemplo.

Mientras comenzaban a cambiar las formas, se intentaba ir por el fondo. Se avanzaba, como se podía, en la ímproba tarea de la distribución de la riqueza, mediante un haz de medidas que comprendían, entre otros temas, el precio que los morochos de camiseta y alpargatas debían pagar por el kilo de azúcar.

Mañana entonces, voy a escribir sobre esos intentos que despertaron la ira de la oligarquía que hizo escuchare la pluma (corrosiva, reaccionaria, odiosa), ésa del chasquido del latigazo que aludía Matías Sánchez Sorondo en la dedicatoria del inicio.

Esa pluma siseante, rebosada de veneno oligárquico y antidemocrático que andaba sembrando vientos de Fronda que nos depararía una interminable cosecha de desgraciadas tempestades.


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