viernes, 29 de mayo de 2020

Diario de la cuarentena. Día 70.

Llegamos al día 70, querido diario.

No sé cómo ni porqué sigo. Escribo antes que lo habitual, porque ando con poco tiempo, activóse (dirían las crónicas que vengo consultando) el tele-trabajo y las mañanas, otrora tranquilas, dejaron de serlo, por eso no sé si seguiré escribiendo diariamente. O, lo más probable, para tu solaz, serán (mucho más) breves las entradas.

Parece que hay cuarentena para rato y tengo entradas para tirar al techo.

Leemos en "El Nacional" del 25 de noviembre de 1876, una columna en la cual el autor de Facundo, civilización y barbarie a propósito de la campaña en cierne contra el indio, recuerda una de las reflexiones anotadas en aquel trabajo publicado en Chile en 1845.

"¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar.  Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar  ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán, son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar si perdonar siquiera al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado". 

Dos años más tarde, cuando Buenos Aires atestigüe la llegada de indios capturados por el Ejército por millares, será más elocuente aún: "La escuela, los oficios, son imposibles en esa aglomeración de salvajes hostiles a la sociedad basada en el trabajo: la ración ha de continuar, como carga sobre el gobierno; ración improductiva de todo resultado. Los indios son unos pensionistas holgazanes [...]. Que no hayan raciones, ni aduares de indios. Que cada uno dependa de sí mismo, trabajando" (diario "El Nacional", 30/11/1878, citado en Valko, p. 259).  

El sanjuanino escribía claro. 

Si Mitre, lo había reconvenido cuando, en su condición de gobernador de San Juan le dirigía el parte de guerra que celebraba la muerte cruel del Chacho Peñaloza; si Julio Roca, anotaba la cruenta realidad en su diario de viaje, encomendaba seres humanos mediante telegrama y repartía el botín de millones de hectáreas (sí, fueron millones las hectáreas repartidas) a no más de diez familias de un modo igualmente confidencial; Sarmiento se ufanaba de sus costados menos rescatables, por así decirlo.

"Va a hablar el asesino Sarmiento", se despachó una vez en el Senado, ante la mirada atónita de todo el mundo.

Había que matar y él, que había escrito que había que matar, no se avergonzaba de su credo, sostenido del modo más crudo en Conflicto y armonías de las razas en América, el más abominable de todos sus libros.

Aunque, debe decirse, que ideas extremas como las que sostuvo a lo largo de toda su vida en cuanto al desprecio sin atenuantes de unos cuantos tipos de sujeto histórico, pueden ser proclamados en el vacío de la abstracción de las puras ideas. Muy distinto, habría de ser, presenciar los efectos de una prédica como la de Sarmiento, verla con sus propios ojos, oírla con sus oídos, y todavía, perseverar en esas convicciones.

Pero, dijimos, Sarmiento era Sarmiento.

Ante el estupor generado en cierta opinión pública a partir de sucesos como el narrado en el diario "El Tribuno", que repasábamos ayer,  desde su columna de "El Nacional", replicaba el ex presidente: "Pocas han de ser las madres que traigan consigo pequeñezuelos, que deben acompañarlas siempre; pero dejarles los niños de diez años para arriba, por temor  de que sufran con la separación, es perpetuar la barbarie, ignorancia e ineptitud del niño, condenándolo a recibir las lecciones morales y religiosas de la mujer salvaje. Hay caridad en alejarlos cuanto antes de esa infección. Los niños distribuidos en las familias [afirmaba sin individualizar ningún caso concreto] viven felices porque el tratamiento que reciben, la educación en las prácticas civilizadas que les dan las cosas y las personas que los hacen confundirse bien pronto con los demás niños. Las madres salvajes no tienen autoridad alguna sobre sus hijos, que desde [los] ocho años pertenecen más bien a la tribu que a la madre, ni al padre, que poco caso hace de ellos" (en Valko, cit.).

Durante su Presidencia, por iniciativa de su ministro y sucesor, Nicolás Avellaneda, se creó el "Consejo para la Conversión de Indios al Catolicismo, teniendo en cuenta, tal como se lee de los fundamentos del proyecto, que: "las razas inferiores están destinadas irrevocablemente a ser absorbidas y devoradas por las razas superiores. La Constitución encomienda al Congreso conservar el trato pacífico con los indios y promover su conversión al catolicismo, y ha llegado efectivamente el momento en que debemos procurar el cumplimiento de este encargo".

Lo del "trato pacífico", sería interpretado con demasiada laxitud, sin perjuicio de lo cual y de las observaciones críticas de Marcelo Valko al rol de la Iglesia Católica en ese proceso, del texto mismo de su trabajo que estamos consultando, se evidencia el rol de ese Consejo y de su presidente, el arzobispo de Buenos Aires León Fernando Aneiros, en (un elemental) resguardo de los derechos de los niños capturados en las planicies patagónicas, previamente catequizados y bautizados.

Ya desde fines de 1878 el diario "La América del Sur" que respondía al sector político cercano al Clero observaba críticamente la política de reparto: "hemos visto que se trata de repartir los indios que se vayan capturando y desearíamos conocer la forma en que se hace ese reparto. Si se trata de que el indio sea cristiano y ciudadano, es necesario antes de buscarle colocación, arbitrar los medios de hacerlo ingresar en la familia redimida por el bautismo y salvada por Jesucristo. Si sólo se da al indio como siervo, al prensa toda debe protestar contra semejante acto que en nada diferenciaría de lo que tanto motejamos, al tratar de la conquista de América. Los indios deben ser evangelizados y puestos después en condiciones de ser útiles a la sociedad y a sí mismos."

Asimismo, los sacerdotes salesianos destinados a realizar in situ la tarea evangelizadora en las estepas patagónicas, también hicieron llegar a la jerarquía eclesiástica sus impresiones acerca de lo que empezaban a presenciar.

El padre Francisco Bordatto en correspondencia a Don Juan Bosco el 4 de enero de 1879 relata el destino que se les había dado a los indios que moraban en la zona de Carhué, avanzada de la conquista del Ejército argentino sobre la Patagonia, quienes: "han sido hecho prisioneros (y los que no han muerto) los han traído a Buenos Aires y los han distribuido a las familias como esclavos. Muchos murieron en el camino, muchos mueren por el cambio de clima y de alimento, de modo que quedan reducidos a niños y niñas y en gran parte mujeres".

Giuseppe Fagnano, por su parte relata la llegada a Carmen de Patagones, de 300 prisioneros remitidos  (a pie) desde Nahuel Huapi. Refiere Marcelo Valko que: "en plena estacicón invernal, fueron alojados entre las paredes de una iglesia en constricción,. Cuando llegó la orden de separar a las familias, se registraron escenas tremendas [...] donde los padres estrellaban las cabezas de sus niños contra las paredes para luego caer baleados. Fagnano escribe un renglón patético: 'las paredes del templo quedaron salpicadas de sangre'".

En consecuencia y tal como lo refieren las innumerables crónicas consignadas por Valko, los niños indios eran entregados a la "Sociedad de Beneficencia" que los distribuía en diversas casas, poniéndolos al servicio de esas familias.

Decisión que no habría de observar por completo el diario "La América del Sur", en su edición del 29/11/1878: "no nos oponemos a que las criaturas que carecen de padres, sean colocadas en manos de personas benéficas, que los suplan ventajosamente, pero entendemos que los niños que se encuentren en ese caso, deben ser entregados bajo als condiciones acostumbradas por la Defensoría de Menores. Deseamos dos cosas: primero que los indios sean evangelizados; segundo, que no sean condenados a la servidumbre".   

Al año siguiente, con fecha 22 de agosto, el presidente Avellaneda suscribió un decreto por el cual consideraba que debía: "procederse a la colocación de las familias y menores indígenas últimamente tomados por las fuerzas nacionales en su última expedición al desierto, designándose al funcionario a cuyo cargo haya de someterse este servicio" y habida cuenta: "el estado y condición de aquellos, el Estado debe velar por su educación y bienestar hasta que se hallen en actitud de procurarse a sí el espíritu de nuestra Constitución y de leyes anteriores", confiándose las tarea al Defensor de Pobres e Incapaces que tendría a cargo "la colocación de las familias y menores indígenas prisioneros por las fuerzas nacionales, a cuyo efecto, una vez trasladados a esta capital, serán puestos a su disposición por el Ministerio de la Guerra" (art. 1°); "establecerá, según la condición y edad del individuo, las cláusulas bajo las cuales haya de colocarse, formalizando al efecto un contrato en el que se estipulen las disposiciones de alimentarle, vestirle, educarle, respetar los vínculos de familia y fijarse desde su oportunidad un salario proporcional a los servicios que preste", previéndose que la inobservancia de esas disposiciones: "autorizará el retiro del individuo colocado, sin perjuicio de toda otra responsabilidad" (art. 2°) y por último, además de la obligación de ponerse en relación los ministerios de menores de las provincias (art. 3°), debería "llamar por la prensa a todos los que tuvieren actualmente en su poder familias o menores indígenas a fin de que les sea extendido documento en la forma prescrita" (art. 5°); estableciéndose en el artículo siguiente que pasados 60 díoas de la publicación del decreto, quienes hubieren incumplido la obligación "serán considerados como deteniendo indebidamente a tales menores".

Demasiado trabajo para el Dr. Gervasio S. o P. Granel, Defensor Nacional de Pobres e Incapaces de quien nos ocuparemos en la entrada siguiente, porque esta se ha hecho larga, querido diario.   
  


No hay comentarios:

Publicar un comentario