lunes, 18 de mayo de 2020

Diario de la cuarentena. Día 59.

Siempre tuve por Osvaldo Bayer, querido diario, un sentimiento de cercanía.

Incluso, cuando sentía el hervor de la sangre que corría por mis venas, luego de leer los cuatro tomos de su ensayo La Patagonia Trágica

Consideraba que le había deparado un trato injusto a Yrigoyen a quien responsabilizaba por las muertes de los huelguistas que él no había ordenado.

Corria  el año 1998, a mis veinticinco años. Se estrenaba el servicio de Internet, por lo cual averigüé su dirección de correo electrónico y le escribí.


Era un mensaje agrio, de vehemente indignación. Observé algunos pasajes de su investigación, en especial, el trato injusto que le había deparado a Yrigoyen. 

Al estilo de las cartas de lectores que solía escribir, asenté al pie mi nombre y mi número de documento.

Para mi sorpresa, a la hora recibí un mensaje de esa casilla. Presumía que era una notificación automática.

Sin embargo, al abrirla me encontré con un texto con la firma al pie de Osvaldo.

Advierto a las personas queridas que leen estos disparates que los servidores de Internet (al menos el que yo utilizo desde entonces, "Yahoo"), almacena los mensajes con una antigüedad no mayor a los 20 años. Lo descubrí recién, cuando quise refrescar mi intercambio de 1998 con Bayer y no lo encontré. 

Evocaré entonces, de memoria la respuesta de Bayer, que decía algo así: 

"Estimado amigo Horacio [recuerdo que así comenzaba la respuesta el trato que me daba de amigo Horacio] he leído con atención tu mensaje, pleno de indignación yrigoyeniana. Te invito a que lo charlemos en El Tugurio, Arcos ***, casi esquina Monroe. Desduzco que por la numeración del documento sos un muchacho joven y me decís que sos radical e yrigoyenista. Que quede un radical yrigoyenista, es un hallazgo. Que sea joven, es motivo para celebrar y conversar. Traéte un Martini, yo pongo el queso. Un abrazo. Osvaldo"

Quedé furioso. Iba a mandarlo a pasear. Le preguntaría quién se creía que era para sobrarme así y algunas cosas más, cuando sonó el teléfono de mi departamento sanisidrense. Era mi Viejo, para hablar vaguedades. Le conté del mensaje de Bayer, esperando que me diese manija y, así, decidiera definitivamente mandarlo bien a la mierda.

Ese hombre que era mi padre y que siempre me desconcertó, me dijo: "tenés que ir. Andá a charlar con él. Con todos los hijos de puta que andás entrevistando, cómo no vas a ir a ver a un tipo que te invita así, de esa manera.  Después vení a visitarme y cenamos juntos".

La referencia a los "hijos de puta" que andaba entrevistando tenía que ver con una investigación en la que estaba emperrado entonces: la escritura de un ensayo biográfico de Arturo Illia. 

Con el desenfado que esa edad había llegado a personas que consideraba inalcanzables: desde radicales que habían colaborado con su gobierno como Emilio Gibaja, Carlos Alconada Aramburú, Víctor Martínez, Alfredo Concepción, Enrique García Vázquez, Luis Caeiro, su hija Emma; hasta muchos de sus más empinados enemigos: Mariano Grondona, Juan Carlos Onganía, Roberto Levingston, Roberto Alemann, Ramiro de Casasbellas, Jacobo Timerman, Horacio Verbitsky e, incluso, Jorge Videla. 

La visita y la cena, tenía que ver con la cercanía del Tugurio de Bayer con el departamento en  el que vivía mi Viejo, en Belgrano R.

Fui nomás. 

El Tugurio era una casa antigua, de esas con zaguán, pasillo y jardincito al fondo. Golpeé la puerta con esas manecillas de bronce que tenían esas casas viejas y de adentro una voz femenina me indicó que pasase, que la puerta estaba abierta.

Pasé, bolsa de supermercado en mano con el Martini adentro y una señora bajita y muy seria me preguntó quien era. Le di mi nombre, le dije que Osvaldo me esperaba. La mujer se fue al fondo de la casa y volvió con una cara de culo más pronunciada aún. Dice Osvaldo que no espera a ningún Horacio Garcete, dijo.

Me acordé (mal) de mi Viejo y su consejo. La respuesta de esa mujer, que me miraba con gestos caninos, esperando que me fuera sin más preámbulo, mientras hacía un ademán correspondiente, me dejó helado.

Simplemente atiné a decirle: "Me sorprende mucho lo que está sucediendo. Osvaldo me citó acá, hoy. Me dijo que trajera un Martini [dije, señalando la bolsa]. Yo le escribí un mail [indiqué el día de la semana] sobre La Patagonia Trágica..."

"Pobre muchacho...", escuché una voz masculina que venía de los ambientes internos de la casa. Al instante, Osvaldo Bayer se asomó, sonriente, por el pasillo.

"Claro, si es mi amigo el joven radical yrigoyenista, pasá, querido, pasá, disculpáme por el mal momento", dijo al percibir mi expresión desconcertada.

La mujer bajita seguía sin mover un músculo, limitándose a dejarme paso. Le estiré la mano para saludarla (ni se me ocurrió acercarle la cara para besarla, temía que me mordiese), Bayer, divertido, me hizo un gesto para que le pasase la bolsa, examinó el contenido y sonrió satisfecho.

"¿Te encargás?", le dijo a la señora bajita con cara de perro, que tomó la botella y se retiró a un ambiente del interior de la casa, mientras Bayer me invitaba a pasar a un jardincito.

Eran las seis y algo de la tarde de un día cálido y soleado de primavera, "lo que voy a extrañar esto", me dijo, cerrando los ojos y dejando que el sol le cayera de lleno en la cara. Al darse cuenta de que no entendía, me aclaró que pasaba algo más de la mitad del año en Alemania, con sus hijos y nietos, práctica que había adoptado a partir de 1976, cuando el brigadier Santuccione a los gritos, le dijo que le debía la vida al agregado cultural de la Embajada alemana que lo había acompañado a Ezeiza para tomarse un avión que lo llevaría a la tierra de sus padres, donde pasaría todos los años de la dictadura, cuyos crímenes denunció sin descanso desde el primer momento.

Sin que le preguntase, me contó las razones por las que lo habían echado del país, mientras comía el queso cortado en dados con pancitos saborizados que la señora con cara de perro había dejado en una bandeja, con dos vasos de trago largo, hielo, un sifón y la botella de Martini que le había llevado.

"La biografía de Severino les rompió las bolas, pero lo que los jodió fue el libro sobre la Patagonia. Y la película, ni hablar".

Aludía, claro a la "Patagonia Rebelde" versión cinematográfica de su ensayo, estrenada poco antes de la muerte de Perón, en junio de 1974 y censurada inmediatamente después.

Una mañana de enero de 2011 tuve la oportunidad de conversar de los pormenores de esa filmación con el director de la película, Héctor Olivera, al entrevistarlo para la publicación digital en la que colaboraba que se puede leer acá: Entrevista Olivera, quien se explayó acerca de las dificultades que debía enfrentar, en especial, las presiones del Ejército Argentino, para impedir la filmación de la película, rodada en Santa Cruz en enero de 1974.

Todos los obstáculos posibles fueron sorteados providencialmente y pudo ser estrenada, por un hecho fortuito que involucró al propio presidente Perón.

Fue una suerte que Olivera hubiese podido estrenar su gran película, jugada por un elenco de excepción que reunía a la flor y a la nata de la actuación nacional de entonces: Héctor Alterio, Luis Brandoni, Pepe Soriano, Federico Luppi, José Maria Gutiérrez, Tacholas, Max Berliner, Franklñin Caicedo, Mario Luciani, Pedro Aleandro, Osvaldo Terranova, Emilio Vidal, Héctor Pellegrini, Claudio Lucero, Walter Santa Ana, entre otros próceres del arte argentino.

Bayer, en aquel encuentro de 1998, se acordó de la filmación, en la que participó, interpretando a uno de los estancieros ingleses que marcaba a los huelguistas para que el teniente Zabala ordenase sean ultimados por cuatro tiros (tal el apelativo del personaje de ficción teniente coronel Héctor Benigno Varela, interpretado por Alterio). 

Recuerdo que hizo hincapié en su pésima relación con Brandoni, entonces Secretario General del gremio de Actores, quien le había impuesto a Olivera como condición para la intervención de Bayer en la filmación, que su personaje no tuviese texto, porque no era actor profesional.

En ese momento, creo, me animé a comentarle mi principal discrepancia con su ensayo, en tanto dejaba tan mal parado a Yrigoyen, como si él hubiese ordenado personalmente las muertes perpetradas por Varela y el delegado Correa Falcón. Y que no hubiese valorado en su justo término la intervención del juez federal Viñas, un militante yrigoyenista que había hecho lo imposible por evitar la masacre.

Luego de relativizar el papel de Viñas y de refutar que de su trabajo se desprendiese que Yrigoyen haya ordenado directamente las muertes de los huelguistas, dijo que su responsabilidad política era ineludible y que no había hecho nada por investigar lo que había sucedido en el sur, ante las denuncias de toda la oposición parlamentaria.

Recuerdo que me aclaró: "no odio a Yrigoyen. Me intriga su trayectoria y, en especial, su pálido final. Su renuncia 'en lo absoluto, presentada ante el Jefe de una Guarnición militar de La Plata, de ese líder que había sido el de más de medio país, no termino de comprenderlo".

Hablaba con respeto, por lo menos, con pena de Yrigoyen, de su final.

Ante mi retruque sentenció: "no vamos a ponernos de acuerdo. Entre otras cosas, porque quedé muy marcado con las matanzas de Gallegos. Vi los huesos de los cadáveres mal enterrados de los huelguistas, recorrí la provincia entera casi: de Puerto Deseado a Perito Moreno. Había recuerdos de esa masacrce, te hablaban con naturalidad de esa represión tan cruel. Pero qué lindo es que estemos conversando. Vos viniste a hacer lo que ningún otro radical hizo conmigo: conversar; siempre me descalificaron, me insultaron. Vos no, vos venís a tomarte un Martini y a conversar sobre el gallego Soto, Facón Grande y don Hipólito."

Qué lindo, ¿no?

Lo estoy viendo, con el sol cayendo sobre sí, guiñándome un ojo, contento.

Hablamos de fútbol, él de su Rosario Central, de Ángel Tulio Zof y de la campaña de ese año, yo de River Plate como siempre.

Fue a despedirme a la puerta y aunque la señora con cara de perro no se hizo ver, le dejé mis saludos por intermedio de mi cálido anfitrión. Al dar vuelta la esquina por Monroe, para tomarme el 114 que me acercaría a lo de mi Viejo, lo recuerdo, saludándome con la mano, en el umbral de su casa, a la que llamaba (por mandato de su gran amigo Osvaldo Soriano, recientemente fallecido) El Tugurio.

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