domingo, 31 de mayo de 2020

Diario de la cuarentena. Día 72.

"Aquí hay finados, dijo, el buscador de muertos, porque la tierra es floja. Y empezamos la tarea de la exhumación. Los huesos de los caballos fueron apartados y dados los primeros golpes de pala, descubrimos algunos fragmentos de cuero, casi destruidos, que parecían formar una bolsa y entre ella el cadáver de un perro; un compañero inseparable del indio en los campos y que le era depositado para las cacerías en mundos mejores".

Habíamos repasado, querido diario, días atrás las andanzas de Estanislao Zeballos, por las planicies patagónicas recientemente incorporadas al dominio del Estado nacional, cuando, en un alto, decidió ir a por la búsqueda de más tesoros que los que ya había cosechado, tal vez, los más valiosos: las osamentas de los indios que habían ocupado hasta hacía poco tiempo esas vastas porciones de territorio.

Describe con delectación, Zeballos, el modo empleado por él para descubrir donde podrían encontrarse esos tesoros fúnebres: "el indicio es espontáneo. Como el ciprés con que adornamos nuestros cementerios, como las rosas y las violetas que el amor filial cultiva piadosamente al borde de la fosa de los seres queridos, así la Naturaleza desenvuelve sobre las sepulturas indígenas, plantas extrañas al suelo arenoso, fecundadas por el abono orgánico que reciben los elementos silíceos, y cuyo verdor atrae porque contrasta con el dorado color de la comarca".

Escribía lindo, Zeballos. Detallista, minucioso es su relato.

Fijate sino, querido diario: "llegamos, en fin, al indio mismo y sacamos su ataúd, o sea un saco de cuero, casi aniquilado y además algunos retazos de ponchos o gergas de tejido indígena. Salió después todo el brazo derecho del cadáver. Estaba perfectamente momificado y tanto que notábamos con repugnancia las manchas moradas de la viruela que habían causado esa víctima. El cráneo no tardó en aparecer. Era de un guerrero de edad madura (45 años) con la extraordinaria particularidad de no poseer la dentadura común del hombre, sino un número menor de piezas (28 por todo) con claros indicios de hacer dos años que fuera enterrado. La buena conservación de una parte del esqueleto débese a la constitución principalmente minerológica del suelo, desprovista por tanto de agentes estimulantes de la combustión. Bajo el cráneo y a guisa de almohada estaban las joyas, la prenda del caballo y demás objetos de plata labrada, de madera y hueso, que pertenecían al finado. Hice excelentes colecciones" (en: Viaje al país de los araucanos, cit. p. 239).

En nota al pie, dejó asentado que la calavera del guerrero desenterrado se la había regalado al Dr. Mantegazza, eminente hombre de la ciencia antropológica ese tiempo, llegado a la Confederación Argentina, en plena lucha contra el Estado de Buenos Aires.

                                                                                    Una vez más, querido diario, el profesor Vicente Cutolo, discípulo de Ricardo Levene nos ilustra acerca de una personalidad, quizás, olvidada.

Paolo Mantegazza, nacido en Monza, llegó a este confín de la Civilización, como ya anoté en 1854, radicándose en Entre Ríos. No era sonso Mantegazza: radicarse en Entre Ríos en ese tiempo, equivalía a estar al calor del poder de ese tiempo que llevaba por apellido el de Justo José de Urquiza.

Luego de un breve paso por Salta, volvió a Italia en 1858: "con el propósito de traer contingentes inmigratorios que poblarían el Bermejo. La inmigración no se realizó".

Al enviudar, regresó al Plata, en 1863 cuando, según Cutolo: "efectuó un acopio de materiales considerable". Y era así nomás. Sabemos por Zeballos que al hombre le gustaba acopiar.

Fue entonces, cuando "conoció el territorio argentino, viajó por Santa Fe, Santiago del Estero, Córdoba, Tucumán, Salta, la región del Bermejo, habiendo llegado hasta Bolivia. Como hombre de ciencia, tiene publicadas varias obras, entre otras, las que se refieren a la educación sexual (la fisiología del amor, al del matrimonio, la del placer) traducidos a todos los idiomas y es inventor de los 'nuevos índices del cráneo'".

Ahora voy entendiendo un poco más, querido diario.

"Las anotaciones que hizo sobre la República Argentina (sigue Cutolo), lo vincularon para siempre a nuestra patria, y le dieron popularidad en el medio científico. Fue amigo de Juan María Gutiérrez y Lucio V. Mansilla, por su intermedio conoció a Mariano Rosas, Coliqueo y Calfucurá". Sabía relacionarse don Paolo. 

Luego de la publicación de un Estudio sobre una serie de cráneos fueguinos, retornó a la península, donde se lo considera "el fundador de la ciencia antropológica italiana, de la que salieron luego, Sergi y Lombroso".

Gracias, profesor Cutolo.

Volvamos a Zeballos. Impresiona leer al hombre, tan convencido en la legitimidad, o mejor, en la necesidad de su tarea de recolección de osamentas recientemente inhumadas: "los muertos fueron activamente perseguidos en sus tumbas de arena. Hay en todos los contornos cementerios araucanos, en los cuales hice una colección de la mayor importancia de utensilios y objetos de fabricación indígena, así como de cráneos elegidos entre aquellos de tipo más puros" (cit., p. 284).

El plato fuerte se le había escapado a Zeballos conseguido por el general Levalle un año antes de su incursión. Enterado por unos baqueanos que en la zona del "Médano Negro", se encontraba el cementerio de la familia reinante de las tribus de las Salinas Grandes. Y "supo más: y es que allí estaba enterrado el famoso cacique Callvucurá", el terror de lo huincas durante largas décadas cuyos poblados había asolado en inolvidables y cruentos malones, era el jefe político y militar de una confederación de naciones indígenas.

Astuto en sus relaciones con sus vecinos al norte del río Salado, tuvo encuentros y desencuentros con Rosas, visitaría al presidente Urquiza en San José (quien apadrinó a su hijo Namuncurá), siendo además, objeto de homenajes y pleitesías. Peleó en Cepeda (contra Buenos Aires) cuyas poblaciones de frontera asoló en el marco de su alianza con el Jefe de la Confederación con sede en Paraná.

Su muerte en 1873 señaló a criterio de Zeballos el final de la: "virilidad de su heroica raza".

Volvamos a la faena de Levalle, de acuerdo con el relato de Zeballos. Sabida la noticia: "llamó a su inteligente hijo, el teniente D. Nicolás Levalle del 5 infantería de línea y le ordenó que fuera a remover el cementerio a ver si daban con la sepultura de Callvucurá ¡El teniente Levalle aceptó con entusiasmo la comisión que le daba! [se entusiasma Zeballos. Y no era para menos]: "es propio de los conquistadores visitar la tumba de los prohombres de los países avasallados! Y el teniente Levalle debió hacerse in pectore este raciocinio: 'Si Bonaparte bajó a la tumba de Federico el Grande ¿por qué un teniente del 5° de línea no ha de bajar al sepulcro de Callvucurá?' Y llamó cuatro soldados de zapadores y salió al médano sombrío".

Nótese el detalle implacable del parangón: a la tumba de Federico el Grande, el jefe de los Ejércitos y emperador de Francia. A la de Calfucurá, un teniente primero.

Se deleita Zeballos con el detalle de la tumba del cacique: "a la derecha  y cerca de los huesos de la mano se veían dos espadas rotas. Con el cráneo del caballo relumbraban las cabezadas de plata que fueron recogidas en fragmentos. Entre las espadas había un dragón de oro, ya destruida; pero que hubo de ser muy rica. El finado vestía uniforme de general según las presillas de la blusa reducida a polvo. Los pantalones tuvieron una lujosa franja de oro, que también se conservaba mal. Completaban la mortaja unas botas de cuero de lobo, no menos deterioradas. A los pies se veía otro par de botas de idéntico al que calzaba el finado; y formando un semicírculo unas veinte botellas de anís, caña, ginebra, aguardiente, licor de manzana, coñac y agua. Caballo, armas y bebida; todo para el viaje de la otra vida, lo que revela que estos indios, como casi todos los indígenas, conservan una noción oscura de la inmortalidad del alma".

Era un mediodía de diciembre, anota Zeballos. La soldadesca de zapadores "había trabajado medio día al rayo del sol abrasador de esa época", y en medio de ese trabajo extenuante, dieron con el hallazgo del botellerío.

Y esos hombres, que habían sudado la gota gorda para gloria de la Civilización, "encontró en las botellas un refrescante que debió parecerle delicioso como los helados de la confitería del Águila" (en Zeballos: Episodios en los territorios del sur, Elefante Blanco, Buenos Aires, 2004, pp. 286/7).

Marcelo Valko detalla que Levalle, además del detalle del acontecimiento: "también le obsequia todo el producto de la profanación incluyendo los restos de Calfucurá. Los souvenires tomados de la tumba al igual que el cráneo del cacique estarán largos años en poder de Estanislao hasta que decide donarlos al Museo de La Plata dirigido por Francisco Moreno, quien el 3 de noviembre de 1891 agradece la donación: 'acabo de recibir la primera parte de su colección -comprende 74 cráneos y 98 piezas geológicas y paleontológicas-. He examinado ligeramente los unos y los otros. Lástima grande que se le hayan caído las etiquetas a los cráneos. Va a ser difícil la clasificación si Ud. no me ayuda. A primera vista se distinguen varios tipos perfectamente definidos, pero también hay  entre ellos muchos que me confunden. Al de Calfucurá no le corresponde el maxilar inferior que trae, puede que entre los varios que hay en el fondo del cajón, se encuentre en suyo. Lo creía más viejo al gran cacique" (en Cazadores de Poder, ed. Continente, Buenos Aires, 2015, p. 123).

¡Qué tupé, perito Moreno! 

Pedirle más ayuda todavía a quien tanto había hecho por la Civilización. Recorriendo parajes de estreno, desenterrando muertos, recibiendo osamentas, para luego donarlas a su Museo en ofrenda a la ciencia de la Civilización.

Siempre coherente Zeballos, con la premisa que en marzo de 1878 había hecho conocer en "La Prensa", al auspiciar una: "contienda de razas en la que la indígena lleva sobre sí el tremendo anatema de su desaparición, escrito en nombre de la civilización. Destruyamos pues moralmente esa raza, aniquilemos sus resortes y organización política, desparezca su orden de tribus y si es necesario divídase la familia. Esa raza así quebrada o dispersa, acabará por abrazar la causa de la civilización" (ídem, p. 95).

2 comentarios:

  1. Un ave de rapiña este Zeballos. Habría que desenterrarlo y tirar sus huesos podridos al ceamse

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  2. Coincido con sus apreciaciones sobre Zeballos. Aunque considere que ha Sido cruel con las aves de rapiña, no creo que merezcan ese parangón.
    Sí, disiento y mucho con su propuesta acerca del destino de los restos de ESZ. Eso equivaldría, en mi opinión, a hacer "zeballismo".
    Somos (usted, yo, las personas queridas que leen estos disparates) seres humanos bien distintos que Zeballos.
    Le agradezco la lectura, el acompañamiento y el comentario.

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