viernes, 17 de abril de 2020

Diario de la cuarentena. Día 28

Querido diario:

Ayer perdí una pieza dental (en realidad una corona colocada sobre la raíz de una pieza dental) y el pánico hizo conmigo lo que quiso.

Qué carajo haría, me preguntaba querido diario, si el vacío que había dejado expuesto ese faltante auspiciaba infecciones o deformaciones que no podía mitigar debido al aislamiento al cual se me ha recluido por decisión del presi salva-vidas, por consejo del Dr. Gengis Kahn. 

Me sorprendió descubrir que no soy una persona tan horrible como creo serlo tantas veces al día.

Me comuniqué de inmediato con mi odontóloga Norita, quien me dijo que si bien no atendía en su consultorio, sí lo hacía en el Hospital Durand donde asiste a las personas con problemas, dolores y faltantes de tedién como este otario. Y que mañana (hoy, viernes 17 de abril) podría diagnosticar sobre ese buraco. 

Allí me fui, querido diario, esta mañana, vestido del modo más ridículo posible: cuellera como tapabocas, gorrito de lana al tono, bufanda para la garganta (si esto pasa, habrá que volver a cantar), guantes de látex y embadurnado de alcohol en gel. 

Una sola chispa y me encendía como una antorcha.

Gracias a Dios, querido diario, me trajo tranquilidad Norita: no hay (no habría) riesgo de filtración y por ahora no hay infección ni nada malo. 

Suspiré, como los guachos y el payador mazorquero en la pulpería de Santa Lucía.

Sé, querido diario, que el haberme arrojado con tanta desesperación a manos de una médica debiera hacerme rever opiniones críticas que he dejado caer aquí mismo a lo largo de tantos días de esta cuarentena destinados a los profesionales de la salud, pero no, no pienso hacerlo querido diario.

Porque quiero seguir obstinado en la necedad más oscura y perseveraré en mis dicterios a esas almas de guardapolvo y camisolín.

Debo decirte, querido diario, que no vi las escenas que temía ver en ese nosocomio (alabado sea Dios). Muy poca gente y una fila interminable de taxis, con sus chóferes clamando al Cielo por algún viaje.

Yo por aquello de una injusta auto-percepción de mi personalidad, querido diario, apenas le mandé un mensaje a  mi taxista amigo, el Gitano estuvo firme como rulo de estatua para llevarme al Durand, esperar a que concluya la consulta y traerme a mi hogar desde donde escribo estas reflexiones, querido diario. 


Antenoche disfruté de una película hermosa.

"La Boya", de Fernando Spiner.

Cuenta una historia entrañable, entrañablemente contada, de la amistad de Spiner con el poeta y periodista gesellino Aníbal Saldivar y la de un legado familiar vinculado con la práctica de la natación en aguas abiertas.

Disponible a través de la plataforma "Vimeo": https://vimeo.com/275246555. Contraseña: laboyaVO, está narrada con una sensibilidad, una ternura, un talento y un rigor, todo junto y a la vez.

Aníbal, es un amigo de la adolescencia de Spiner, que a diferencia suya se quedó en Villa Gesell para dirigir un semanario y sacarle el mayor provecho a las aguas del mar Argentino.

Y, ante todo, a consagrarse a una noble obstinación: la lectura colectiva de poesía. Precisamente en ese lugar, tan concurrido en verano, tan desolado durante las estaciones siguientes recorrido realizado por el director a lo largo de un año completo.

Spiner registra (y presencia con unción) las reuniones de Aníbal con no más no más de diez personas en las que se lee poesía en voz alta. Se escuchan textos de Alfonsina Storni, de Héctor Viel Temperley y de Jorge Luis Borges, leídos (con voz conmovida y conmovedora) por cinco o seis habitantes de Villa Gesell.

Uno de esos poemas (leído por la persona indicada) es de ala autoría de quien tanta atención se le dispensa en este bazar austero, publicado en 1967. Se titula, precisamente, El Mar.

Antes que el sueño o (el terror) tejiera 
mitologías y cosmogonías
antes que el tiempo se acuñara en días
el mar, el siempre mar,  estaba y era.

¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento
y antiguo ser que roe los pilares 
de la tierra y es uno y muchos mares
y abismo y resplandor y azar y viento?

Quien lo mira, lo ve por vez primera,
siempre. Con el asombro que las cosas
elementales dejan las hermosas

tardes, la luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién es el mar? ¿Quién soy yo? Lo sabré el día
ulterior que sucede a la agonía.


El protagonismo de esos seres anónimos que leen poesía como conjuro a tanta soledad, a tanta adversidad propiciada por ese mar, tan misterioso y majestuoso como amenazante, a ese clima tan hostil (también en verano, hay una escena que se juega con el marco de una tormenta perfecta) no es absoluto. Spiner y Saldívar visitan a los recientes migrantes ilustres de Villa Gesell: el pintor Ricardo Sopa Roux, un irreconocible Pablo Mainetti, talentoso bandoneonista y a los escritores Juan Forn y Guillemo Saccomanno.

"La Boya", de ese modo, construye su lenguaje logrando su objetivo: el de un documental sin fisuras que combina del mejor modo concebible al cine de ese registro en primera persona (tan difundido a lo largo del último lustro) con una obra de arte integral.

Así, la historia familiar de los Spiner (dueños de la farmacia importante de Villa Gesell) es relacionada sin capricho con la de esa ciudad balnearia; la del propio Fernando con la de su bisabuelo.

Una especie de corsi e ricorsi, acompasada con el movimiento del mar. 

Dado que, si el director de la película durante muchos años vivió en Italia y (suponemos, por el texto de una carta que no llegó a su destino) que allí residía al fallecimiento de su papá Lito; su bisabuelo había llegado a Buenos Aires, procedente de Ucrania a finales del siglo XIX, escapando de una muerte segura a manos de los cosacos de los pogroms zaristas.

La voz en off, que interpreta a la del bisabuelo inmigrante resuena al relatar (en ucraniano, desde luego) las alternativas del infinito viaje por mar que lo había traído de Ucrania a estas pampas:

"Durante el viaje tuvimos tormentas con lluvias, olas gigantes que barrían la cubierta y se metían en la bodega. El buque se hamacaba con fuerza y los pasajeros rodábamos mezclándonos con los bultos y los fardos. A mitad del camino se desató una peste de tifus que atacó a varios pasajeros. Entre los que escapábamos había rumanos, lituanos, ucranianos y rusos. Cada grupo acusaba al otro de ser el portador de la enfermedad. Cuando finalmente comenzó a vislumbrarse en el horizonte la ciudad de Buenos Aires la tensión era extrema. Corrió el rumor de que no se nos permitiría bajar a puerto, y que nos derivarían al sur para ser curados de la epidemia. Yo estaba desesperado. Me escondí hasta bien entrada la noche. Corté una de las boyas de la cubierta del barco y me lancé al Río de la Plata. Me mantuve aferrado a la boya mientras me arrastraba la corriente y así pude llegar a la costa. Durante muchos años conservé esa boya como un tesoro y antes de morir se la regalé a mi hija Rebeca. Después la heredó su hijo Lito, el padre de mi bisnieto Fernando".   

Y si esas palabras son escuchadas con especial intensidad por quienes hemos visto esa película encerrados en razón de una nueva epidemia; su mensaje alimenta la esperanza (a veces marchita) de que toda adversidad es superable.

Que inexorablemente este tiempo de encierro pasará, puesto que nuestra condición de seres humanos condiciona nuestra subsistencia a la interacción con el otro.

Como sucede estación tras estación en la solitaria Villa Gesell por voluntad de un poeta dulce y bueno que combate, con poesía, la abismal soledad de ese páramo entrañable.

A Eva Chiesa, que me ayuda más de lo que ella cree.


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