viernes, 24 de abril de 2020

Diario de la cuarentena. Día 35.

Iba a quejarme. 

Estuve a punto de comenzar esta entrada despotricando por la exigencia en la escritura de este blog, mucho más extensa que la sospechada cuando decidí redactar día a día alguna cosa en esto que sería algo así como un diario virtual. Por lo que se escucha, me espera una escritura bastante más extensa aun.

Pero no me quejo, porque es esta escritura uno de los buenos hábitos que me deja el encierro, al igual que las rutinas (cada vez más exigentes) del profesor venezolano Antonio Pimentel.

Entre estornudo y estornudo, me obstino en escribir. 

Hoy, un poco más tarde que lo habitual, ya que el "tele trabajo" fue particularmente exigente (o algo más que lo habitual).

Muy enganchado en lecturas del tiempo del "Régimen falaz y descreído" que se hizo del país entre 1880 y 1916 (y algo más allá y algo bastante más acá), de lo que dejaré alguna torpe constancia en este bazar austero, me entretuve anoche con un libro que encontré hace unos meses en la librería de mi amigo Alberto Casares.

"Costa Romántica", de Inés Anchorena de Acevedo, publicado por Emecé, en 1964, con la autora con un pie en la tumba: fallecería el 28 de febrero del año siguiente.

Información que obtuve del sitio: "genealogía familiar.net", en el que se publica la fotografía de la autora del libro leído anoche, consagrado al pago en el que me crié: San Isidro, tal la costa romántica que embelesaba a Inés Dolores Mercedes Anchorena Cobo, antes, durante y después de su casamiento con el arquitecto Juan Manuel Acevedo Chevaller, nacido en París en 1893, muerto en Buenos Aires en 1980.

Consulté, para escarbar en la progenie del arquitecto Acevedo el libro "Quién es quién en la Argentina", editado por Editorial Kraft que, como se lee del prólogo de la Séptima edición: "representa un índice paralelo a la evolución nacional. Por eso puede afirmarse que sus páginas no se cierran nunca; por el contrario, permanecen abiertas en cada edición sucesiva, para recibir los nombres que impuestos a la consideración pública por adecuados fundamentos, deban publicarse. Sabemos que, no obstante incurrimos en involuntarias omisiones de nombres que deben figurar por derecho propio y que por múltiples causas fortuitas, no aparecen, circunstancia que somos los primeros en deplorar".

Siempre hubo vivillos en este bendito suelo. 

Qué modo explícito de apretar a los interesados en aparecer en esta nómina de celebrities a la violeta las cuales (las no reconocidas, por cierto) debían pagar sumas importantes para allí figurar y así, costear la edición de esa guía, que luego sería adquirida por el suscriptor interesado en que apareciese su "biografía" en el "Quien es quien...", para hacerlo saber entre sus relaciones. 

Un negocio redondo.

Bien merecido tenían el desplume aquellos nuevos ricos ávidos de figuración en un listado que los incluyera con personalidades como el arquitecto Acevedo Chevaller, esposo (marido, diría el arquitecto y doña Inés si estuviesen vivos), de nuestra autora. Se consignan en la edición consultada los datos biográficos esenciales (prueba de que era un cajetilla de veras, a los mersas se le dedican tres o cuatro columnas, bien pagadas, por supuesto).

Leemos que era, en efecto, arquitecto, recibido en Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (no existía la Facultad de Arquitectura, entonces) nacido en París, que era hijo de Manuel O. Acevedo y de Estela Chevaller. Se anota también, su actuación como "Vicepresidente de la Asociación de Criadores de Hereford" como asimismo su pertenencia "a varias instituciones"; que  en el año 1926 había sido: "agregado a la legación argentina en Francia"  y que había: "realizado edificios en la Capital Federal y en el interior del país, como miembro de la firma de arquitectura Acevedo, Becú y Moreno", consignándose, también su dirección particular; Libertador San Martín 2119.

Sede del "Palacio Acevedo", domicilio del matrimonio conformado por la autora del libro leído anoche y del arquitecto ídem. Construcción que sigue en pie, donde actualmente reside el embajador de Arabia Saudita en el país y que mereció una extensa nota en la revista Hola Argentina, que corretea el diario de los Mitre en octubre de 2018 ("Palacio Acevedo: el último testigo del neoclasicismo criollo" en: https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/personajes/palacio-acevedo-nid2178168)

La amplitud espacial fue el hábitat de la autora de "Costa Romántica", tal como lo consigna al inicio mismo de su opus: "a los que hemos conocido y queremos a San Isidro por haber vivido en él, nos es harto doloroso ver desmembrar para reducirlas en parcelas increíblemente pequeñas esas grandes quintas, y desaparecer sus viejas casas, una a una, casas posadas al borde de las barrancas, como las gaviotas posadas sobre el río".

Sentida metáfora. A la que le seguirá una serie interminable, que irá formando una bola de mazacote, inflada, pegajosa.

Lejos de metaforizar, misia Anchorena de Acevedo asigna vida propia a las casas, a aquellas casas de su niñez y de su juventud, a la vez que protesta por "la mano civilizatoria" que arrasa con esas construcciones y que talan: "esos árboles mezclados en todos mis recuerdos". Mano que niega a esas residencias: "el derecho de querer vivir", preguntándose: "¿por qué ver en ellas solamente el material con el cual fueron construidas, en vez de pensar cuánto sus moradores han dejado de ellos mismo entre sus paredes durante los años que las poblaron?" 

Presa del éxtasis, escribe. "antes de iniciar mi narración sobre la vida de la Casa, pienso en los que vivieron en esas viejas casonas desaparecidas, quienes a lo largo de generaciones nos transmitieron con su nombre un gran legado de afectos, de ideales, de penas, de alegrías, de fe. Pienso en las manos, a veces tullidas o temblorosas, apoyadas frecuentemente en esas paredes, en lso ojos cuyas miradas esperanzadas o locas de temor se dirigían a sus ventanas, en todo su espíritu permanentemente en contacto con ella. Por el significado de la Casas, a través de esos seres que la habitaron y se han ido para siempre a quienes lean estas páginas un: Réquiem por una casa".

Tengamos en cuenta que la autora estaba muriendo mientras escribía (quizá de una enfermedad que la sumía en alguna clase de delirio) y, muy especialmente, que tanta congoja no se reducía a la memoria del espíritu, sino a la inminente degradación de aquel espacio idílico, en el que había vivido tanto prócer (algunos parientes suyos, incluso), por el arribo de gentes de otras procedencias que construirían sus viviendas en aquellas: "parcelas increíblemente pequeñas".

Llegaban, entre otros, los Garcete a ultrajar ese paraíso terrenal de golondrinas de más de un verano. 

Imagínense lo que sigue en las páginas anticipadas con tamaño introito atosigadas de tanta evocación reaccionaria. Y sin el encanto, aunque igualmente reaccionario, del tango "Casas viejas" de Ivo Pelay.


"¿Quién vivió, 
quién vivió en esas casas de ayer?
¡Viejas casas que el tiempo bronceó!
Patios viejos, color de humedad,
con leyendas de noches de amor.
Platinados de luna los vi
y radiantes con oro de sol...
Y hoy sumisos los veo esperar,
la sentencia que marca el avión
Y allá van, sin rencor.
Como va al matadero la res 
sin que nadie les rinda un adiós.

Se van, se van
las casas viejas queridas.
De más están,
han terminado sus días.
¡Llegó el motor y su roncar
ordena y hay que salir!
¡El tiempo cruel, con su buril
carcome y hay que morir!
Se van, se van.
llevando a cuesta su cruz.
Como las sombras se alejan y
esfuman ante la luz".

No es de los tangos más logrados, pero entre las golondrinas de Anchorena Cobo y las reses que van al matadero (porqué no, de las criadas por Acevedo), me quedo con las vaquitas de Pelay.

Termino por el comienzo. 

Por el prólogo de "Costa Romántica" que lleva la firma del caballero de la fotografía que sigue, cuando se celebraba su enlace distinguido con la mujer que, al ser inmortalizada, expresó como nadie un  sentimiento de euforia, de alegría plena.


Manuel Manucho Mujica Lainez.

Víctima predilecta, junto con Silvina Bullrich, de la más cruel maledicencia de Borges y de Bioy Casares (de acuerdo con las anotaciones dejadas por Adolfito en sus diarios editados a su muerte) escribió en el prólogo que; "en una de la estancias más hermosas del país [propiedad, seguramente de la autora del libro] he tenido el privilegio de leer estos tres relatos. Con ellos he ido, como si de la mano me llevasen, bajo los cedros musicales, armoniosos de 'Laguna del Monte', por sombreados caminos que desembocan en obras de dilatada amplitud. Y ha sido tan honda la sugestión de su magia, que lograron el prodigio de transformar el paisaje. La llanura se desperezó, se incorporó, quebrándose en barrancas que son como los pliegues de su ropaje revuelto. Otra llanura, enorme, quieta, atravesada por estrías de cabrilleo metálico, substituyó su grave monotonía que disfrazan arboledas del parque, y entonces la vastedad del río y el descenso tumultuoso de las barrancas volvieron a mí con su hechizo intacto. San Isidro se apoderaba de 'Laguna del Monte' y la sometía. San Isidro estaba en 'Laguna del Monte'".

Cuánta maldad.

Que toma vuelo, se desboca y muestra la hilacha unas líneas más abajo, luego de empalagarse con elogios a la autora del libro: "si estos relatos no procedieran de una experiencia fecunda, si su autora no los hubiera iluminado con la luz feliz de la poesía y no los hubiera referido con un fervor apasionado, no serían lo que son. Hijos de la sinceridad, tienen el valor trascendente de un testimonio. Confieso que al leerlos, aunque conozco bien, hace largos años, a su autora, he sido el primer sorprendido. Muchos se sorprenderán".

Y sí. Deben haberse sorprendido unos cuántos, además de Manucho.

Ante cierta ingratitud de la autora con cierto antepasado que merecía (quizás) otra evocación. 

A quien los Anchorena le debían demasiado, tanto como para que misia Inés Dolores Mercedes evocase el tiempo de aquel gobernante generoso con sus mayores, con aquellos que habían construidos esas gaviotas de material en esa Romántica costa.

Mañana, amplío sobre las desmemorias y las  ingratitudes que pueblan el libro reseñado.


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